viernes, 30 de marzo de 2012

AMOR CONECTADO


La ruptura amorosa casi siempre viene acompañada de ciertas eventualidades, como la traición, el engaño o la falta de lealtad. Hombres y mujeres, golpeados por la dureza del momento, se dejan llevar por el impulso y recurren a la generalmente triste y siempre socorrida mentira. Con pretextos tópicos tales como “la cosa no funciona”, “seguimos caminos distintos” o “mereces alguien mejor”, solemos dar carpetazo a la pareja cuando la realidad es sencilla y tajante: se acabo lo que se daba.

El hecho es claro, se trata de un tema de sexo. Tener poco o malo, desear más o menos, perder el interés, volverse rudo, obsceno, inerte, convertirlo en algo mecánico, embrutecido, obligatorio. Cambiar el vergel florido del encuentro carnal por la estepa desértica del acto programado, casi aséptico.

Porque la frágil armonía conyugal revela sus fisuras más tempranas, sin dar tregua, en el terreno de lo corpóreo. La simple promesa de un encuentro inesperado con una tercera persona, aún con ausencia de intención, pueda dar al traste con varios años de relación. Si el ser humano ha alcanzado la cumbre de su intelecto en campos como la ciencia o la tecnología, en el terreno de lo puramente sexual se sitúa al nivel del gorila. De ahí que toda crisis doméstica se inicie sobre el colchón, pues la distancia, en ese breve espacio, puede ser kilométrica cuando se pierde el calor.

Recomiendo prestar atención al estado de la cuestión de manera casi diaria y plantar cara al desencuentro. Estar atento a las señales, dosificar la tele, airear el sofá, desconectar la wifi, apagar los teléfonos y cenar sentados, pues el deseo es cosa de dos, si están conectados. La vuelta al hogar puede convertirse en algo excitante si trabajamos nuestra energía y dejamos lo mejor de nosotros para el final del día. Y si no, atentos a la consigna que una compañera muy fogosa reza: “Por un sexo sin pereza”.

viernes, 23 de marzo de 2012

PASIÓN EN EL CAMPO


Me fascinan esas mujeres que hace un tiempo emparentaron, por acceso matrimonial, con familias de supuesta estirpe de apellidos con pedigrí, y pasan las vacaciones en casonas de campo tostándose en la piscina y aburridas como una ostra. Resulta que una de ellas, reciente aficionada al golf, protagonizó el pasado verano un suceso sin precedentes en este tipo de círculos.

Eva, así la llamaré, seguía un curso de iniciación el último año. Motivada por la llegada de un campeonato social en el que poder lucir palmito, decidió contratar unas clases particulares. Tres días a la semana, al final de la tarde, recorría nueve hoyos en compañía de Marta, su instructora. Jornada tras jornada practicaba sus golpes y perfilaba su postura mientras compartía, en tono cómplice, diferentes episodios de su vida con esa agradable y comprensiva profesora que, al poco tiempo, terminó revelándose como alguien cercano y muy en sintonía con su yo verdadero.

Una noche, cuando la clase tocaba a su fin, la lluvia las sorprendió a solas en medio del campo. Corriendo, llegaron entre risas a uno de los vestuarios, caladas hasta los huesos. Al entrar, un tropiezo condujo a Eva hasta el suelo. Marta le ofreció su brazo para levantarse y así, al contacto de la piel húmeda y la carne caliente, sucumbieron a una pasión animal que las llevó a explorar sus cuerpos en un acto directo y desinhibido.

La cosa no quedó ahí. Las dos mujeres, arrasadas por esa nueva forma de amor, dejaron atrás sus vidas para embarcarse, decididas, en una relación escandalosa cuyos detalles circularon como la pólvora.

Meses después, pasean por el centro de la mano, ajenas a las miradas de esas otras que cumplen su destino en compañía de algún pijo malacarado. La mujer insatisfecha, aunque discreta, es una bomba de relojería que, afinada y lista para estallar, se entrega a sus emociones por encima de sexos y de razones.

viernes, 16 de marzo de 2012

EL ENEMIGO EN CASA


Fiesta infantil. Varias madres charlamos en el sofá mientras los niños juegan a lo suyo. Aburrida de tanta cháchara femenina, paseo la vista por el agradable hogar de la anfitriona cuando algo llama mi atención. Por el pasillo, cargada con un niño entre los brazos, ataviada con unos jeans ajustados y una camiseta rosa, algo corta, dejando al descubierto una barriga adolescente, se acerca una esbelta y atractiva jovencita. “¿Es tu sobrina?” –le pregunto a la dueña de la casa. “Que va, es Fany, la canguro, la tengo ya un par de años” –confirma tranquila.

Vuelvo a mirar a esa lolita mientras se aleja y confirmo que la mujer con la que he hablado, esa madre sonriente, comprensiva y con algunos kilos de más, no sabe lo que tiene entre las manos. Su canguro debe rondar los diecisiete, luce una larga melena castaña y ojos almendrados. Tiene una cintura jodidamente estrecha que contrasta con un pecho terso y generoso, cubierto por un escueto sujetador de camiseta que clarea dos breves protuberancias rosáceas. Lleva las uñas rojas a medio pintar, brillo en los labios y una suerte de coleta desecha de la que caen unos cuantos mechones sobre el rostro, humedecidos ahora por las gotas de sudor que cubren sus sienes.

Fany, la canguro, corretea arriba y abajo, rendida a los juegos infantiles, y bebe a morro de una botella de refresco ante la turbada mirada de alguna que otra madre que, avispada, observa esa bomba de relojería que ríe a carcajadas y muestra medio culo diminuto cada vez que se dobla para agacharse. “Menuda cagada” –pienso. Y me imagino al pobre marido, llegando del trabajo con ganas de desconectar y obligado a presenciar semejante espectáculo día tras día. Si la carne es débil, y la vista díscola y caprichosa, no tentemos a la suerte. Y así comparto el consejo de una tía ya anciana: “Las otras mujeres de casa, y más si son de servicio, que sean más feas que Picio”.

viernes, 9 de marzo de 2012

Mi columna de hoy de Las Provincias. LOS PELIGROS DE LA VIDA DISIPADA


Me contaba un amigo algo crápula, de esos que pica de flor en flor, que tras años de relaciones breves e intermitentes con mujeres despampanantes, comienza a sentirse desubicado. No es el único. Me llegan desde hace tiempo confesiones de hombres y mujeres, amantes de la vida disipada, que ya no le encuentran la gracia a tanto desparrame. El acto sexual puntual, tanto tiempo considerado como elemento de la modernidad, derivó en una suerte de promiscuidad colectiva y aceptada, símbolo de una pretendida libertad. Pero la realidad es que en esa entrega física, aparentemente superficial, se comparte mucho más que piel y fluidos.

El ser humano, tan sensible a cualquier estímulo exterior, no es capaz de deslizarse por la superficie de ese encuentro trascendental para el que cada cultura, religión o creencia ha elaborado su particular manual de uso y disfrute. No somos animales, por mucho que algunos insistan en hacérnoslo creer, y por ello no es posible separar el cuerpo de la mente cuando la lujuria está presente, pues no siempre el deseo o la pasión han de verse colmados con una penetración. Seamos creativos y exploremos más allá de ese impulso inicial, conozcámonos, hablemos, valoremos y respetemos nuestro espíritu sin exponerlo antes de tiempo a la crudeza de nuestra supuesta naturaleza.

Cierto recogimiento sensitivo es clave para crecer en otros ámbitos y estar en comunión con nuestros actos. De ese modo, derivando nuestras relaciones por caminos más mentales y menos corporales, veremos completados ciertos aspectos de nuestra conciencia que parecían encontrarse en estado de latencia. Desde aquí abogo por un viraje hacia terrenos más castos y apuesto por el sexo en pareja. Nunca el placer vive mejores momentos que los avivados por el mutuo conocimiento, si además, el deseo es compartido y la pulsión pura, no se me ocurre mejor aventura.

viernes, 2 de marzo de 2012

Mi columna de hoy de Las Provincias. Sobre la mirada incontrolable de los hombres.


OTRA MIRADA

Cenaba la otra noche en un restaurante cuando, en la mesa de al lado, una joven de aspecto agradable relataba a su acompañante una historia truculenta sobre una cabina de rayos uva. Él aparentaba escuchar con cara de fingido interés aunque en realidad su atención estaba centrada en el trasero de la camarera. Podría tratarse de un acto aislado pero la experiencia de años y el testimonio de numerosas afectadas confirman mis sospechas: el hombre se ve importunado incontables veces al día con pensamientos libidinosos.

Más allá del amor, de la familia, de coyunturas laborales, económicas o políticas, por encima de amigos, aficiones, compromisos o aversiones, impera el impulso sexual. Un sentimiento incontrolable pero rara vez consumado, una suerte de excitación platónica que les lleva a olvidarse de todo para centrarse, de manera exclusiva, en el objeto de deseo. A veces se trata de una mujer con la que entablan conversación, una dependienta, una conductora, una médico o vecina. Otras veces tan sólo es aquella con la que se cruzan en la calle o que atraviesa la calzada en bicicleta.

Porque sólo hace falta un instante para que la alarma del hombre se active y todos sus sentidos queden suspendidos en pos de ese pequeño destello que, por unos segundos, despertó su imaginación. Al ser conscientes de esta extraña afección que sufre el varón, podremos entender entonces su falta de atención, su acusada dispersión, aumentada ante la presencia de otras féminas, y la imposibilidad, en consecuencia, de controlar su mirada. Recomiendo hacer la vista gorda e ignorar tales distracciones, pues si sus ojos con los años se tornan verdes, otra parte de su cuerpo se relaja y deja paso al limbo casto-erótico que los mantiene en alerta hasta el final de sus días.

La mirada inocente, el hombre la torna indecente en pos de su fantasía que, al margen de su situación, se verá satisfecha en pensamiento, palabra, obra u omisión.

jueves, 1 de marzo de 2012

Mi columna de Las Provincias de la pasada semana. ¿Por qué causará tanto revuelo el desnudo masculino?


MIEMBRO DE HONOR

Viernes noche en el cine. Comienza Shame, el último trabajo de Michael Fassbender, el actor de moda en Hollywood, guapo a rabiar, de corte intelectual y con un cuerpo de infarto. Ya en la primera secuencia confirmo los rumores que circulan por la red: el señor Fassbender luce un miembro de proporciones monumentales. El director, a modo introductorio y para calmar ­–imagino­– la ansiedad de las espectadoras, lo hace pasear en cueros de cara a cámara y orinar de espaldas para ofrecernos una perspectiva prodigiosa de esta parte concreta de su anatomía, que asoma como péndulo poderoso, desafiando las leyes de la física.

Un murmullo femenino de aprobación recorre la sala, y yo me pregunto: “¿por qué sigue causando tanto revuelo el desnudo masculino?” A nadie le extraña que reputadas actrices enseñen los pechos o el resto de atributos, pero son pocos los actores de renombre que han decidido mostrarse sin ropa. Richard Gere, Bruce Willis, Ewan Mc Gregor o Harvey Keitel son algunos de los valientes que se han lanzado a la piscina.

En esta sociedad fálica, en la que el símbolo viril reina poderoso y bucea entre líneas hasta las entrañas mismas de el arte o la política, la visión de un pene incomoda. Decido indagar en el tema y descubro que gran parte del asunto tiene que ver con la consistencia. Si el miembro se presente flácido, lo que viene a ser como quedarse a mitad de camino, el mensaje puede contener una lectura ofensiva de lo que entendemos por masculinidad. En cambio, la imagen de un pene erecto resulta amenazante, agresiva y un tanto ordinaria. La silueta del hombre blandiendo a solas su excitación, contiene además notas tragicómicas que envuelven la acción con cierto aroma a patochada. A los actores del futuro les diré que no sufran, pues aunque su talla no consiga levantar pasiones, siempre podrán echar mano de las tres dimensiones.

Columna de Las Provincias sobre la realidad de las mujeres de 40.


MUJERES DE CUARENTA

Los cuarenta es una edad en la mujer por la que siento verdadera fascinación. Mientras las de treinta hacemos equilibrios abrumadas por toda suerte de novedades trascendentales como son la maternidad, el matrimonio, la independencia o la proyección laboral, ellas miran el mundo desde el púlpito elevado de la seguridad y la experiencia. La mujer a esta edad sabe lo que quiere, lo que necesita y lo que le gusta. Normalmente ha encontrado su peinado, domina los tacones y no se la juega con estilismos imposibles, pues el pasado le ha demostrado que arriesgarse con la moda se paga caro. La mayoría se cuida, va al gimnasio y luce un cuerpo tonificado que sabe donde lucir. Pues si la década anterior, embarazos, crianzas y relaciones, nos suelen tener alejadas del circuito de fiestas y festejos, pasados esos años de retiro, la hembra vuelve a la carga poderosa, valiente, jugando sus cartas con arte y blindada a toda suerte de ataques exteriores. Además, su relación con respecto al hombre cambia de manera radical. Al fin deja de idolatrarlo y necesitarlo para hablar de él con una mezcla de indiferencia, condescendencia y cierta sorna. Si años atrás ella anhelaba la llegada de un príncipe azul que la conquistara por siempre, ahora lo ve como un mequetrefe, un ser débil, inconsecuente y programado para el romance, la conquista y la fantasía barata.

Pero si hay algo seguro, es que en esa etapa la dama deja atrás prejuicios, perezas y rarezas para encontrarse a sí misma en la cama y empezar a disfrutar como amante. Así, rotunda y contundente, se muestra en plenitud, sin tapujos, para dar rienda suelta a su placer, entregada a esa cuarentena lujuriosa, sin importarle mucho el quién, y si el cómo y el cuando. Porque, y como una atractiva y madura conocida me confesó no hace mucho “Si voy a hacer yo todo el trabajo, no me importa lo que tenga abajo.”

Columna de Las Provincias sobre un viaje en tren con affaire clandestino incluido.


EXTRAÑOS EN UN TREN

No hace mucho tuve que ir a Madrid por trabajo. Ida y vuelta en el día, vagón turista, asiento en pasillo y video aburrido. Aunque nada me importa porque viajo en el AVE, esa magnífica bala de acero que nos catapulta a la capital para enlazarnos al cogollo de las compras, el negocio o la cultura. Pero hay más. El tren prodigioso promete convertirse en pieza clave para aquellos que deseen ampliar los horizontes de lo no conyugal. Así que en voz baja y con minúsculas, las insignes siglas se podrían traducir: Aventuras Veniales Extramuros. Y me remito al trayecto que anticipaba al inicio. No llevábamos más de media hora de viaje cuando, unas filas por delante se pone en pie ella, una atractiva señora valenciana, madre de familia, con la que a veces coincido en algún sarao. Va impecable, como siempre, y todo parece indicar que viaja sola. Al poco me levanto para ir al baño y lo encuentro ocupado. Espero unos minutos y cuando estoy a punto de rendirme escucho el sonido del pestillo y veo abrirse al puerta. Por ella sale la dama misteriosa de antes. La encuentro distinta, dispersa, distraída. Rápido, sin mirar ni ver a nadie, se adentra en el vagón y la pierdo de vista. Estiro la mano para entrar al inodoro y ante mi aparece él, un influyente empresario de apellido conocido en la ciudad, que me mira un segundo sin pestañear, sale por la estrecha portezuela y se adentra en los vagones de primera. Ya en Atocha se suben al mismo taxi y acierto a verlos a lo lejos enlazados en un abrazo profundo, conocido.

A la vuelta no los veo. Los imagino en alguna habitación de hotel, libres, clandestinos y ajenos a este mundo de extraños donde la vida, el amor y el sexo, viajan cada uno por su lado.

Columna de Las Provincias sobre una calçotada y la errática interpretación de la mente masculina.


LA ERÓTICA VEGETAL

No hace mucho estuve por primera vez en una calçotada. Llegado el momento de ingerir los deliciosos vegetales, me ruborizo al observar como compañeras más experimentadas que yo agarran la verdura por un extremo, y tras mojar la punta en romescu, echan la cabeza hacia atrás para recibir una extensión importante de calçot con la boca en máxima apertura. Enseguida puedo comprobar como los hombres de manera imperceptible observan la escena de reojo, con cierta lascivia. Pero nadie parece darse cuenta.

Es entonces cuando me pregunto ¿Seré yo que tengo una visión distorsionada de la realidad o es que hay una especie de pacto entre géneros al respecto? Me inclino por la segunda opción. No debo ser la única que veo algo más en el anuncio de Espárragos Carretilla, en donde un campesino llega del campo, ataviado con mono vaquero, y le ofrece a una joven un espárrago de proporciones indecentes, que ella se introduce en la boca con los ojos cerrados para terminar chupándose un dedo.

Cuando voy a la sección de verduras y cojo un buen pepino, un calabacín o pido un nabo, puedo percibir alguna mirada masculina que envuelve el acto cotidiano de indecencia. Igual que no son pocas las películas en las que la protagonista, coqueta, pela una banana y se come el fruto a mordiscos provocando una inmediata reacción en su acompañante. Pero, por mucha tradición gastroerótica que exista al respecto, a mi no deja de resultarme ridículo el hecho de que el hombre vea reflejada su virilidad en determinados frutos. Sobre todo por el hecho de que, llegado un momento, no hay verdura que mantenga la tersura. ¿Será por eso que la mayoría de vegetarianas vuelve a la carne con los años?

Columna publicada en en periódico Las Provincias en enero del 2011


Las perlas del sur

Con el paso de los años he podido observar como todo hombre poblador de nuestro planeta de cualquier edad, condición, raza o nacionalidad, no puede controlar su mirada ante la presencia de un escote femenino. Se trata de una mirada rápida, casi imperceptible, una bajada de ojos que apenas dura unas décimas de segundo pero que el varón, en muchos casos apurado, se ve incapaz de dominar. No deja de sorprenderme esa creatividad masculina para referirse a los pechos que pasa por términos como peras, bolas, bufas, trancas, melones, domingas, mamellas y alguna que otra perla, cuando a la hora de la verdad, se sienten tan intimidados ante la presencia de un par de ellas en un contexto cotidiano, que no son capaces de controlarse. Todavía recuerdo una reunión de trabajo a la que acudimos una compañera muy dotada y yo durante la cual, el pobre interlocutor, luchó de manera titánica contra su díscola mirada que insistía una y otra vez en posarse en su delantera. Tan apurado le vi que, en un descuido del mirón, le pasé un foulard a mi amiga para ocultar sus atributos. Aún así, era tarde, pues el pobre hombre, ya por deformación, siguió mirando compulsivamente hacia los vibrantes bultos ahora cubiertos de tela floreada. Al terminar la reunión se despidió de nosotras casi sin mirarnos y se marchó cargando con el peso de esas tetas perturbadoras. Desde ese día no he podido dejar de sentir compasión por ese extraño mal que afecta a los varones y hace que me pregunte: ¿qué pasaría si a nosotras nos ocurriera lo mismo con su entrepierna? Prefiero no pensarlo, la respuesta se me torna dura.