Con la llegada del verano frecuento la piscina de un club
deportivo privado de selecto ambiente y pedigrí. Allí los socios se remojan
durante el calor antes de marcharse a Jávea, Ibiza o Benicasim. Ellos, con
bañador de corte clásico, ellas, con modelos de una pieza o discretos biquinis,
comparten césped con niños de revista y jovencitos glamourosos, con aire a lo Gossip Girl, en un ambiente sosegado y
previsible. Pero siempre hay una excepción. Una madre de cuarenta y tantos con
larga melena castaña, exóticos rasgos y un cuerpo de infarto, irrumpe cada
mañana a eso de la una sujetando un capazo. Se acomoda en una hamaca y se
desprende de su camiseta dejando al descubierto un escueto modelo brasileño en
azul pastel que cubre lo justo de su anatomía. Tras aplicarse la crema con
ceremonia se dirige hasta la ducha con andares de gacela. Allí presiona el
pulsador y deja caer el chorro de agua helada sobre su piel satinada con los
ojos cerrados y la cabeza apoyada en el hombro. La breve tela entonces clarea
lo justo para advertir una fugaz línea oscura entre los muslos y dos botones
tensos de suave tono pardo en la parte superior. Con un salto atlético se lanza
de cabeza zambulléndose en la parte honda y bucea la piscina del tirón. Luego
la recorre de vuelta con suaves brazadas y emerge al exterior regalando a los
allí presentes una imagen húmeda y contundente de su exquisita figura. Las más
mayores la miran juzgando con desazón su increíble exhibición. Las jóvenes la
siguen con la boca abierta, conscientes de ser testigos de un espectáculo
singular. Ellos, por su parte, independientemente de edad, flipan con la leona que
se mueve relajada sintiéndose a gusto en su piel, bella y serena. Yo la
observo, pues siempre hay algo que aprender. Si la naturaleza dotó a la dama
con semejante armamento, lo lógico es que ella le saque partido, aunque en el
club, por un tema de convención, se convierta en tema de conversación. ¡Bendito
atrevimiento!.
viernes, 29 de junio de 2012
domingo, 24 de junio de 2012
DESDE BRASIL CON AMOR
Uno no siempre está preparado para la visita de un amigo
extranjero. Con los años y la edad, nos acomodamos al orden de una vida
programada de la que es difícil abstraerte por las buenas. Por ello mi sorpresa
fue mayúscula cuando recibo no hace mucho el mensaje de Tiago, un antiguo
compañero brasileño que conocí en Londres en mis tiempos de universidad.
“Elena, ¿cómo estás?, te voy a dar una sorpresa” –me soltó en el Facebook sin
más. Y así, una semana después, recojo a un sonriente, delgado y más curtido
Tiago en la estación del AVE. Tras una intensa puesta al día sobre familia,
trabajo y demás, descubrimos que si bien mis últimos años han estado marcados
por embarazos, partos y crianzas, su destino le ha llevado a viajar por todo el
mundo, aprender varios idiomas y consolidar una fama de galán que ha visto
concretarse con ligues internacionales. “Te has hecho mamá” –suelta en el
coche. “¿Dónde está la Elena salvaje que bailaba sobre las barras?” –me
interroga con sorna. Descubro con alivio que tiene una habitación en un pequeño
hostal de Mestre Racional. Le acompaño a dejar su maleta y baja de nuevo con
energía renovada. “Habrá que aprovechar el día” – dice animoso. Así que acepto
someterme a una ruta delirante por la ciudad.
En el Oceanográfico hacemos cola bajo un sol de justicia.
Cuando al fin accedemos vamos del Ártico al Mediterráneo mirando los peces, sin
prisa. La beluga nos dedica una sonrisa. Ya en el exterior me acerco a un
pingüino vago recostado sobre una roca que emite un extraño sonido. Tiago me señala
con el dedo. “¿No te habrás tirado un pedo?” –pregunta graciosillo. De allí a
Colón, calle de la Paz y plaza de la Reina donde contrata a un cochero con
caballos. Recorremos San Vicente, la Virgen y la zona del Mercado Central
subidos en un bonito carruaje de voluble suspensión que me hace perder el
equilibrio. Ya en tierra firme digo “Estoy cansada”. Pero mi amigo me mira con
pena. “Pensé que comeríamos junto a la arena” –confiesa. Ponemos rumbo a la
Malvarrosa y tomamos mesa en un restaurante mítico donde comemos clóchinas,
ensalada y paella valenciana. Con el estómago hasta arriba le pido un receso
hasta la tarde pero a la vuelta, desvía la ruta a traición y terminamos en
Alboraya tomando horchata y fartons.
“Este tío es un cabrón”, me digo. Intento de nuevo el descanso pero resulta del
todo imposible. “¿Me dejas que coja el coche?” –pregunta. Y con la absurda
premisa del “antes de que se haga de noche” nos plantamos en la Albufera,
mirando los pajaritos del lugar y negociando con un barquero el precio del
paseo. Media hora después surcamos los salvajes canales mientras Tiago
fotografía con detalle los arrozales. Por un momento tengo la tentación de
empujarlo y salir huyendo, pero entonces se gira y me apunta con su objetivo.
“Has cogido algunos kilos” –afirma con una sonrisa. Yo lo miro con recelo.
“Pues tú tienes menos pelo” –contesto afilada. “Ehh, como te pones, te lo digo
con las mejores intenciones” – replica. Entonces cierro los ojos y me concentro
en un mantra escapista: “Desaparece de mi vista.”
Volvemos a la ciudad y por fin, me deja en mi casa. “Os
recojo a las nueve” –se despide. Y me doy una ducha cabreada. Bajo el agua me
siento culpable: “¿Porqué toda esta maldad?, ¿Dónde está mi hospitalidad?”. Decido
positivarme para la noche recordando la amistad que antaño me satisfizo. Llega
a la hora acordada y me sorprende con una noticia: “Por problemas con mis
billetes me marcho mañana temprano.” Me siento fatal. Le dedico una intensa
velada de cena, risas y animada conversación que culminamos bailando en un
local de la playa. Al despedirme me entra la nostalgia, prometo llamarle,
mantener el contacto y por influencia de la culpa, suelto una lagrimilla. Afligido
por mi pena consulta su smartphone. “A
mi también me supo a poco, ¿vuelvo el fin de semana?” – pregunta. “Dejémoslo
así” –atajo. “Lo bueno dura poco, sino te vuelve loco” –confirmo. Y ahora si,
le digo adiós hasta el siguiente lustro y prometo cortarme en el Facebook, pues esa red traicionera, te
hace mantener amistades que, de otra manera, hubieran muerto hace tiempo. En
beneficio de la salud y para evitar otros males recomiendo precaución con los
contactos virtuales.
viernes, 22 de junio de 2012
ORGASMO DIGITAL
El marido de mi amiga Elisa trabaja en Barcelona, lo que
obliga a la pareja a vivir separada gran parte de la semana. Desde hace un par
de años el matrimonio ha tenido que construirse una vida basada en sábados y
domingos. “Cada vez en más difícil” –me comentaba un día. “La falta de relación
ha terminado enfriando la habitación” –aseguraba. Así que, y para calmar su preocupación,
la animé a lanzarse la red: “Prueba el sexo online,
busca en Internet”. Tras las dudas iniciales, se bajó un programa de video y
empezó con algo suave, castas conversaciones fraternales donde hablar de lo
ocurrido en el día. Poco a poco empezó a liberarse de ropa y una de las veces,
sin aviso, se sentó en sujetador a comentar la jornada. Un par de noches
después, animada por algo de vino, decidió quedarse en bragas y animó a su
marido a departir en calzoncillos. La semana siguiente, ya sin ropa, la
conversación subió de tono y a la hora de la cena, cada uno manifestó de
palabra su fantasía más obscena. Lo siguiente ya vino dado. Breves roces,
suaves caricias, firmes toqueteos, intensos magreos y la culminación donde el
placer estalla: relaciones completas de cara a la pantalla. Elisa, transformada
en una auténtica estrella del telesexo, se lanzó durante meses a ese acto
consensuado viendo su relación avivada, dilatada, aderezada.
Con la llegada del verano volvió su marido a casa y con él la
presencia y la convivencia. Al poco tiempo se dieron cuenta de que echaban de
menos esos kilómetros de distancia con los que habían acercado sus corazones.
Así que un par de días a la semana él se buscaba un hotel y ejecutaban,
conectados al ordenador, los juegos iniciados en el invierno.
La mente de los amantes, conforme gana en complejidad,
abandona los juegos de antes para dar paso a la novedad. Y aunque en este caso
lo erótico se somete a lo tecnológico, el goce pasa de lógicas y se proyecta en
el teclado. Apoyo una consigna de lo más literal: ¡viva el sexo digital!.
domingo, 17 de junio de 2012
CUANDO CALIENTA EL SOL
Existen muchos motivos por los que no es recomendable pasar
el día en la playa con tres niños menores de cuatro años. Aún así, convencida
por una amiga, cargo el coche el pasado sábado a eso de las doce de la mañana y
nos plantamos en la Patacona cargadas con sillas, sombrilla y nevera. Tardamos
media hora en recorrer la pasarela de madera machacadas por un poniente bestial
bajo una sintonía conocida: “mamá me quemo los pies, mamá tengo sed, mamá me
hago pis, mamá qué calor, mamá cógeme….”. Al fin encontramos un pequeño espacio
junto a la orilla, una breve extensión que nos da justo para colocar las dos
sillas pegadas y dejar los cubitos. Miro a mi alrededor y le comento a mi
amiga: “Estamos en Silicon Valley”.
Implantes de todo tamaño, forma y condición campan a sus anchas en un alegre
festival de la pechuga artificial. “Toma ya”, pienso. “Parecen parabólicas”– me
comenta mi compañera. Porque esos pechos brillantes e imponentes reciben los
rayos con soberbia dureza y mantienen la compostura aún estando la dueña
tumbada, ladeada o volteada. “Mete barriga”- le digo. Y terminamos de montar la
paraeta sin soltar el aire derramando sudor por cada uno de los poros de
nuestro cuerpo. Ya instaladas, constatamos que si ellas lucen delantera, ellos
siguen el modelo macho alfa musculado, testosteronizado, de piel brillante y
corte de pelo a lo Ricky Martin. Ni perfil cervecero, ni culos peludos. Todo un
derroche de vitalidad. “Donde están los tíos de verdad?”, me pregunto.
Conseguimos llegar hasta el agua sorteando el
gentío y, pese a encontrarla parda y calentorra, alivia el sofoco que nos
invade. Unos metros más adentro, una pareja caldea aún más el ambiente
pegándose un lote indecente. Con sus cuerpos fundidos, se besan apasionados
mientras se tocan con manos ansiosas. La chica, con movimiento ágil, da un
pequeño saltito y rodea con sus piernas la cintura de él, que tira del hilillo
y le suelta la parte de arriba del bikini. “¿Se la va a comer?”– pregunta uno
de los niños alarmado ante semejante batalla lingual. “No, es que ella no se
encuentra bien”– es lo único que acierto a decir. Y consigo trasladar al grupo
hasta aguas más calmadas en la zona de la orilla. Desde ese punto tengo una
perspectiva global del tránsito en la arena, y me sorprendo ante la visión del
bazar ambulante que se desplaza constante ofreciendo a los allí presentes relojes
de pega, collares de tela, pareos, refrescos, alfombras, coco, sandía, lotería,
pedicura exprés, masaje tailandés, lectura de cartas o manos. Toda una oferta
que distrae al personal y le hace gastar unas perras a costa de su ociosidad.
La atención masculina se concentra ahora en una pareja de jovencitas jugando a
las palas en tanga. La amiguitas, con la melena suelta, estiran el brazo para
pegar a la bola, y se agachan sin pudor a recogerla regalando al público una
perspectiva casi ginecológica de la zona de entre nalgas. “¿Será posible?”–
comenta a mi lado una señora entrada en carnes mientras su marido observa el
partido con la boca ensalivada y la mano en el bolsillo. Noto que me mareo y me
siento en el suelo. Allí donde miro encuentro algo excesivo, bocadillos
chorreantes, niños que chillan, espaldas a la parrilla, una chica con pinzas
que se depila la axila, un señor mayor se cambia el bañador y en el tránsito
muestra un péndulo tristón. Una joven sonriente de acerca con tarjetas en la
mano. “¿Salís esta noche?”, me pregunta mascando chicle. “¿Qué?”– respondo
confundida. Entonces se acerca la compañera que sujeta un globo con el logo de
una discoteca. “Tía, que es una señora”– le suelta. Y se marchan riendo.
“Zorras paletas”, pienso. Y les lanzo un puñado de arena que me salpica en los
ojos. Los niños me ven y empiezan a lanzar bolas en plan kamikaze exaltando el
ánimo de los vecinos que nos increpan. Nos marchamos antes de hora. Subimos al
coche que está a cincuenta grados y me quemo las manos en el volante. De vuelta
a casa hago una parada en la avenida Baleares y adquiero una piscina de goma,
que lleno en mi terraza y termina convertida en nuestro improvisado paraíso. La
playa deberá esperar a un momento más propicio cuando los niños, más calmados,
no se comporten como animales y en mi barriga, por milagro divino, aparezcan
abdominales.
viernes, 15 de junio de 2012
ÉXTASIS DEL SÁBADO NOCHE
domingo, 10 de junio de 2012
PELEA EN EL BARRO
Llevo a mi hijo a una pequeña guardería cercana al paseo de
la Alameda. Allí lo deposito cada mañana y allí lo recojo por las tardes junto
a otras madres, una de las cuales, es la que hoy ocupa mi atención.
Sara, la madre de Nacho, es madrileña, guapita de treinta y
largos y un punto medio canalla medio faltón, con cierta tendencia al
cachondeo. Ambas pasábamos tardes, en compañía de otras, frecuentando los
parques del barrio. Con el tiempo ganamos en confianza y del tema de los críos pasamos
a otros más jugosos como el sexo, el trabajo o las amigas. Pero un día las
cosas se torcieron. Sin más.
Estábamos en el cauce del río. Los niños jugaban con la
pelota cuando Nacho le suelta a mi hijo Ramón un tortazo sin previo aviso.
“¡Nacho!” –le grito mientras me acerco – “¡No se pega!”. Ramón llora y Sara
observa la escena sin moverse del banco. La miro con cara de “ya podrías mover
el culo” y me parece percibir en su expresión algo distinto, imperceptible, que
trastoca su interior.
Unos días después, nos encontramos en un cumpleaños infantil
cuando Nacho berrea: “Me ha pegado Ramón”, dice con tono entrecortado. Y señala
con el dejo a mi hijo que mira desconcertado. “Caray con Ramón, que mano más
larga” –comenta Sara en voz alta. Yo le pregunto y él lo niega, acusando a un
tercero de la refriega. “No ha sido él” – le explico. A lo que ella responde
alterada: “Y encima no da la cara”. Yo la miro molesta dispuesta a aclararlo
cuando sacan la piñata y el asunto se diluye.
La semana siguiente caminamos por Eduardo Boscá camino de la
tienda de juguetes cuando empieza a llover. Nacho empuja a Ramón y este cae
junto al bordillo. Sin pensar, me lanzo a socorrerlo y le piso a Nacho en el
borde de la zapatilla. Aún así, el niño chilla. “Ten cuidado, ¿no?” –me espeta
Sara con tono seco. Yo la miro con Ramón en brazos. “¿No le va a pedir perdón?”
– le suelto. “Tú le acabas de pisar” –contesta. Respiro indignada. “Mira,
déjalo, mejor nos vamos” –termina. Y se marchan sin mirar atrás mientras mi
hijo sigue llorando con la rodilla sangrando. Los veo cruzar e instalarse a
cubierto en unos columpios de la calle Islas Canarias. Decido ir tras ellos y
me hago un hueco bajo la misma caseta de
madera. Sara, que habla al teléfono, me
mira sobresaltada. “Cuelga” –digo fría. Ella guarda el móvil tranquila y me
dice sin mirar: “¿Y ahora qué pasa?”. Para entonces, yo ya he cogido
carrerilla: “Pasa que tu hijo pega, siempre, y no le dices nada. Que no eres
capaz de levantar el pandero del banco, que nunca traes la merienda y Ramón le
da una parte sin protestar, que le rompe sus juguetes, que le perdió el balón,
le cortó un mechón. Pasa que no me hacen gracia tus comentarios sobre esta
ciudad o la gente que vive en ella, que quizás no tenemos tanta oferta
cultural, pero sí una playa que te cagas, que tus mechas me dan pena, que
existe una cosa que se llama sujetador y que si atendieras a razones, no irías
marcando pezones. Y que de aquí no mueves un dedo hasta que Nacho le pida
perdón”.
El agua, que se ha colado entre las maderas, nos moja y ha
creado un charco de barro alrededor de nosotras. De repente nos imagino
agarradas en el suelo, forcejeando, las camisetas rasgadas en un abrazo brutal,
el pelo mojado, la piel brillante cubierta de fango, nuestras manos resbalan y
nos retorcemos sobre el agua intentando conseguir el control, furiosas,
desatadas. “Perdona”, la voz de Nacho me saca de mi ensoñación. Ramón ríe y
ambos corren al tobogán cogidos de la mano. Yo miro a Sara. “¿Tienes un
cigarrillo?” –le digo. Así, nos fumamos el pitillo mirando a nuestros hijos,
ajenos al curso de las tensiones.
Ser madre no es sencillo. Los niños sacan nuestro instinto
más bestial y el ser social, avivado, puede sufrir un viraje hacia lo salvaje.
Aunque Sara más tarde me perdonó y yo culpé mi reacción animal a un desajuste
hormonal, las cosas nunca fueron lo mismo. Quizás la opción del barro más
justa, directa y selvática, hubiera zanjado el problema pasando de la
dialéctica. Suena el tam tam, si los
retoños peligran sale la tigresa de afiladas garras a matar por la manada. La
hembra ruge, chilla, aúlla, relincha y ladra. ¡Uaaa!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)