Pasado el alboroto causado por Christian Grey, cuando ya
todo el mundo ha leído las novelas y algunas, las más fans, se encuentran a la
espera de que escojan al protagonista para la versión cinematográfica de esta
historia pornográfica, la relación entre el guapo y sexy millonario y la
inocente estudiante ha dejado una impronta en muchas de las lectoras que,
picadas por la curiosidad y conscientes de que su visión de la sexualidad no
pasaba del encuentro semanal en la postura habitual, han decidido dar el paso y
acercarse al sadomaso adquiriendo un antifaz, unas botas con espuelas o una
fusta. En la caja del producto o en las fotos de Internet, la cosa la pintan
fácil. Una tía con tipazo y la boca pintada en rojo luce corsé de cuero y gorra
de policía mientras sujeta un látigo con maestría. Pero la realidad en estos
casos no conoce de piedad. En un encuentro reciente con un grupito de amigas,
después de la cena y las copas, la anfitriona nos anuncia su intención de
mostrarnos su última adquisición. Minutos después aparece con un par de botas
por la rodilla y un vestido en vinilo del que cuelgan un par de esposas. La
tela brillante se arruga por la parte de delante alrededor del michelín, las
botas se le clavan al gemelo poniendo de relieve la mala calidad del cuero, las
esposas no dan el pego y pese a que la amiga no está nada mal, lejos de parecer
una dama dominante a mi me recuerda a una especie de elefante. “¿Qué tal?”
–pregunta expectante. Como no quiero herir sus emociones contesto con una frase
que tiene varias interpretaciones: “Lo vas a dejar de piedra”. Ella, orgullosa
de su osadía, toma la respuesta como una picardía y continua la exhibición. Yo
pienso en la delgada línea que separa lo erótico de la patético en el terreno
de lo amateur y maldigo a ese fabricante, ese asesino del sex appeal que a
costa del Grey-calentón, va a llevarse por delante más de una relación. Espero
que las damas entren cuanto antes en razón.
viernes, 30 de noviembre de 2012
lunes, 26 de noviembre de 2012
DOS CLASES DE BANCOS
Martes por la tarde en el club, cursillo infantil de tenis .
Junto a las pistas hay dos bancos para que los acompañantes se sienten a
esperar. Uno de ellos está más próximo a la valla, y en él se suelen poner las
madres, jóvenes, guapas y pijas, para charlar de sus cosas. El otro, situado en
el otro extremo, es el que las chicas de servicio han escogido como suyo y que
toman cada tarde en comandita. Así que un par de días a la semana, esos dos
bancos separados en la distancia espacial y vital, acogen a ese grupo de
mujeres para las que el destino ha marcado caminos tan diferentes.
Una tarde, y debido a una inoportuna reparación en el suelo,
los operarios deben de mover los asientos, de manera que cuando llega la hora
de la clase, las acompañantes que van llegando se encuentran con los dos bancos
pegados, en uno de los laterales. Aún así las mujeres, leales a su condición,
se acomodan con la acostumbrada distribución quedando así la situación: madres
a la izquierda, internas y niñeras a la derecha. Yo, que llego algo tarde, me
tengo que conformar con una silla solitaria que encuentro unos metros más atrás
y decido aprovechar para relajarme leyendo un rato. Hasta mis oídos llegan
varios temas de conversación que en principio, no merecen mi atención. Mientras
las mamis se decantan por la fashion night out de la próxima semana, un
profesor de manualidades con dudosos modales, los descuentos especiales en un
par de tiendas de moda, una crema con glicólico, recetas de Thermomix, una niña
que se hace pis, el frío, las revistas y un bautizo. Las chicas por su parte
hablan de bonos de autobús, tintes para el pelo, la marca del móvil, los
precios de su operador, la ropa interior, un programa de televisión y los
planes de fin de semana. Yo intento concentrarme en la lectura intentando
abstraerme del cacareo cuando de repente una de las madres, una flaquita
castaña vestida con suéter de lana, pitillos vaqueros y botas de montar, anuncia
a sus compañeras: “El marido de mi hermana le engaña”. Tras un breve silencio
las chicas lo intentan asimilar y se lanzan a preguntar: “¿Con quién?”, “¿Desde
cuando?”, “¿Estás segura?”, “¿No será una confusión?”, “¿Los ha pillado en
acción?”, “¿Será que a él le puede el vicio?”. Entonces ella, consciente de la
expectación, decide soltar la bomba: “Cree que está liado con la chica de
servicio”. El grupo no puede reprimir un gritito de terror mientras en el banco
contiguo, el de las chicas con malla y coleta, se dan codazos y miran hacia la
pista intentando disimular. Pero las madres no se percatan, pues su nivel de
conmoción las hace concentrarse únicamente en la historia que su amiga les
narra a continuación. “Cuando se fue su tata de siempre mi hermana buscó en una
agencia y le mandaron a Jenny. Yo le dije que la veía muy joven y además era un
cañón, pero ella acababa de parir y no sabía discernir. Jenny se reveló como una
interna eficiente y cariñosa que además, cocinaba de maravilla y transmitía a
los niños su alegría” – relata. El grupito de amigas la sigue con atención. Las
niñeras por su parte, atrapadas por la historia, se han ido desplazando y
escuchan sin perderse ni un dato del escabroso relato.
“Una día llegó a casa antes de lo previsto y los encontró
sentados en el sofá, no estaban haciendo nada pero le pareció advertir algún
tipo de complicidad. Hizo como si no lo hubiera visto pero empezó a investigar
y una tarde, buscando en el cuarto de ella, descubrió con estupor que le había
cogido un sujetador” –se detiene, una de las niñeras de tanto estirar el cuello
casi se cae del banco, las otras la mandan callar. Las madres van a estallar.
“¿Y qué más?” –preguntan en una voz. “Entonces una tarde, aprovechando que
Jenny no la veía, le cogió el teléfono móvil y descubrió que guardaba una foto de
él, un primer plano en el que sonreía” – continua. Justo en ese momento termina
la clase y los niños aparecen en manada. Se ha hecho tarde y aunque la cosa
está que arde, el momento pasa y todas vuelven a su casa. La clase siguiente,
con el suelo ya reparado, cada banco ha vuelto a su lado. Las madres se sientan
en su extremo, correctas y sonrientes, con el mismo talante de siempre. Las
chicas de servicio, aún con la antena puesta, intuyen que se acabó la fiesta. Y
aunque ya nunca más se vuelvan a mezclar, unos bancos y el azar, las unió por
una tarde en el miedo común al engaño, al desengaño y a que un tío les haga
daño.
viernes, 23 de noviembre de 2012
ÉL QUERÍA A SU MUJER
Luís se llevó una agradable sorpresa el día
que su compañera de despacho se cogió la baja por maternidad y en su lugar
contrataron a Merche, una morena guapita de veinticinco años con una sonrisa
traviesa y un culo imponente. Tras el impacto inicial y al constatar cada
mañana que Merche era aficionada al traje sastre marcón y a llevar desbrochado
el peligroso botón, ese que marca la diferencia entre la camisa formal o el
escote bestial, Luís confirmó que se sentía seguro y no tenía nada que esconder,
pues tenía muy claro que quería a su mujer. Por ello no notaba nada cuando
Merche se agachaba con las piernas estiradas para buscar un informe y ante sus
ojos quedaba un triángulo perfecto coronado por ese trasero respingón que
desafiaba las costuras del pantalón. Tampoco le importaba los días que hacía
calor y a Merche se le formaban unas gotas de sudor en la zona del bigote, ni
la mancha del escote, que ponía de manifiesto una clara tendencia animal, una
fuerza racial y potente, pues para él era evidente que a la única que tenía en
mente era a su mujer. No le era extraño cruzársela camino del baño y que ella le
guiñara un ojo con complicidad, con esa familiaridad espontánea que surge entre
compañeros de profesión que comparten vocación. Ni que se acercara para mirar
algo en su ordenador y apoyara el pecho en el hombro de él, que sentía la carne
turgente, caliente, a través de la tela. Así que la noche que pasaron en
Barcelona para asistir a un curso de formación, cuando ella después de la cena le
acompañó hasta el ascensor, se liberó de la ropa junto a la entrada y le bajó
el pantalón. El hecho de que él la acorralara en la pared y la besara con
pasión, el consiguiente revolcón y las horas de sexo brutal que pasaron sin
salir de la habitación, no importaron, porque Luís, en el fondo mismo de su
ser, estaba completamente seguro de que quería a su mujer.
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