viernes, 30 de noviembre de 2012

DE LO ERÓTICO Y LO PATÉTICO





Pasado el alboroto causado por Christian Grey, cuando ya todo el mundo ha leído las novelas y algunas, las más fans, se encuentran a la espera de que escojan al protagonista para la versión cinematográfica de esta historia pornográfica, la relación entre el guapo y sexy millonario y la inocente estudiante ha dejado una impronta en muchas de las lectoras que, picadas por la curiosidad y conscientes de que su visión de la sexualidad no pasaba del encuentro semanal en la postura habitual, han decidido dar el paso y acercarse al sadomaso adquiriendo un antifaz, unas botas con espuelas o una fusta. En la caja del producto o en las fotos de Internet, la cosa la pintan fácil. Una tía con tipazo y la boca pintada en rojo luce corsé de cuero y gorra de policía mientras sujeta un látigo con maestría. Pero la realidad en estos casos no conoce de piedad. En un encuentro reciente con un grupito de amigas, después de la cena y las copas, la anfitriona nos anuncia su intención de mostrarnos su última adquisición. Minutos después aparece con un par de botas por la rodilla y un vestido en vinilo del que cuelgan un par de esposas. La tela brillante se arruga por la parte de delante alrededor del michelín, las botas se le clavan al gemelo poniendo de relieve la mala calidad del cuero, las esposas no dan el pego y pese a que la amiga no está nada mal, lejos de parecer una dama dominante a mi me recuerda a una especie de elefante. “¿Qué tal?” –pregunta expectante. Como no quiero herir sus emociones contesto con una frase que tiene varias interpretaciones: “Lo vas a dejar de piedra”. Ella, orgullosa de su osadía, toma la respuesta como una picardía y continua la exhibición. Yo pienso en la delgada línea que separa lo erótico de la patético en el terreno de lo amateur y maldigo a ese fabricante, ese asesino del sex appeal que a costa del Grey-calentón, va a llevarse por delante más de una relación. Espero que las damas entren cuanto antes en razón.

lunes, 26 de noviembre de 2012

DOS CLASES DE BANCOS



Martes por la tarde en el club, cursillo infantil de tenis . Junto a las pistas hay dos bancos para que los acompañantes se sienten a esperar. Uno de ellos está más próximo a la valla, y en él se suelen poner las madres, jóvenes, guapas y pijas, para charlar de sus cosas. El otro, situado en el otro extremo, es el que las chicas de servicio han escogido como suyo y que toman cada tarde en comandita. Así que un par de días a la semana, esos dos bancos separados en la distancia espacial y vital, acogen a ese grupo de mujeres para las que el destino ha marcado caminos tan diferentes.
Una tarde, y debido a una inoportuna reparación en el suelo, los operarios deben de mover los asientos, de manera que cuando llega la hora de la clase, las acompañantes que van llegando se encuentran con los dos bancos pegados, en uno de los laterales. Aún así las mujeres, leales a su condición, se acomodan con la acostumbrada distribución quedando así la situación: madres a la izquierda, internas y niñeras a la derecha. Yo, que llego algo tarde, me tengo que conformar con una silla solitaria que encuentro unos metros más atrás y decido aprovechar para relajarme leyendo un rato. Hasta mis oídos llegan varios temas de conversación que en principio, no merecen mi atención. Mientras las mamis se decantan por la fashion night out de la próxima semana, un profesor de manualidades con dudosos modales, los descuentos especiales en un par de tiendas de moda, una crema con glicólico, recetas de Thermomix, una niña que se hace pis, el frío, las revistas y un bautizo. Las chicas por su parte hablan de bonos de autobús, tintes para el pelo, la marca del móvil, los precios de su operador, la ropa interior, un programa de televisión y los planes de fin de semana. Yo intento concentrarme en la lectura intentando abstraerme del cacareo cuando de repente una de las madres, una flaquita castaña vestida con suéter de lana, pitillos vaqueros y botas de montar, anuncia a sus compañeras: “El marido de mi hermana le engaña”. Tras un breve silencio las chicas lo intentan asimilar y se lanzan a preguntar: “¿Con quién?”, “¿Desde cuando?”, “¿Estás segura?”, “¿No será una confusión?”, “¿Los ha pillado en acción?”, “¿Será que a él le puede el vicio?”. Entonces ella, consciente de la expectación, decide soltar la bomba: “Cree que está liado con la chica de servicio”. El grupo no puede reprimir un gritito de terror mientras en el banco contiguo, el de las chicas con malla y coleta, se dan codazos y miran hacia la pista intentando disimular. Pero las madres no se percatan, pues su nivel de conmoción las hace concentrarse únicamente en la historia que su amiga les narra a continuación. “Cuando se fue su tata de siempre mi hermana buscó en una agencia y le mandaron a Jenny. Yo le dije que la veía muy joven y además era un cañón, pero ella acababa de parir y no sabía discernir. Jenny se reveló como una interna eficiente y cariñosa que además, cocinaba de maravilla y transmitía a los niños su alegría” – relata. El grupito de amigas la sigue con atención. Las niñeras por su parte, atrapadas por la historia, se han ido desplazando y escuchan sin perderse ni un dato del escabroso relato.
“Una día llegó a casa antes de lo previsto y los encontró sentados en el sofá, no estaban haciendo nada pero le pareció advertir algún tipo de complicidad. Hizo como si no lo hubiera visto pero empezó a investigar y una tarde, buscando en el cuarto de ella, descubrió con estupor que le había cogido un sujetador” –se detiene, una de las niñeras de tanto estirar el cuello casi se cae del banco, las otras la mandan callar. Las madres van a estallar. “¿Y qué más?” –preguntan en una voz. “Entonces una tarde, aprovechando que Jenny no la veía, le cogió el teléfono móvil y descubrió que guardaba una foto de él, un primer plano en el que sonreía” – continua. Justo en ese momento termina la clase y los niños aparecen en manada. Se ha hecho tarde y aunque la cosa está que arde, el momento pasa y todas vuelven a su casa. La clase siguiente, con el suelo ya reparado, cada banco ha vuelto a su lado. Las madres se sientan en su extremo, correctas y sonrientes, con el mismo talante de siempre. Las chicas de servicio, aún con la antena puesta, intuyen que se acabó la fiesta. Y aunque ya nunca más se vuelvan a mezclar, unos bancos y el azar, las unió por una tarde en el miedo común al engaño, al desengaño y a que un tío les haga daño.

viernes, 23 de noviembre de 2012

ÉL QUERÍA A SU MUJER



Luís se llevó una agradable sorpresa el día que su compañera de despacho se cogió la baja por maternidad y en su lugar contrataron a Merche, una morena guapita de veinticinco años con una sonrisa traviesa y un culo imponente. Tras el impacto inicial y al constatar cada mañana que Merche era aficionada al traje sastre marcón y a llevar desbrochado el peligroso botón, ese que marca la diferencia entre la camisa formal o el escote bestial, Luís confirmó que se sentía seguro y no tenía nada que esconder, pues tenía muy claro que quería a su mujer. Por ello no notaba nada cuando Merche se agachaba con las piernas estiradas para buscar un informe y ante sus ojos quedaba un triángulo perfecto coronado por ese trasero respingón que desafiaba las costuras del pantalón. Tampoco le importaba los días que hacía calor y a Merche se le formaban unas gotas de sudor en la zona del bigote, ni la mancha del escote, que ponía de manifiesto una clara tendencia animal, una fuerza racial y potente, pues para él era evidente que a la única que tenía en mente era a su mujer. No le era extraño cruzársela camino del baño y que ella le guiñara un ojo con complicidad, con esa familiaridad espontánea que surge entre compañeros de profesión que comparten vocación. Ni que se acercara para mirar algo en su ordenador y apoyara el pecho en el hombro de él, que sentía la carne turgente, caliente, a través de la tela. Así que la noche que pasaron en Barcelona para asistir a un curso de formación, cuando ella después de la cena le acompañó hasta el ascensor, se liberó de la ropa junto a la entrada y le bajó el pantalón. El hecho de que él la acorralara en la pared y la besara con pasión, el consiguiente revolcón y las horas de sexo brutal que pasaron sin salir de la habitación, no importaron, porque Luís, en el fondo mismo de su ser, estaba completamente seguro de que quería a su mujer.