lunes, 28 de enero de 2013

TRABAJAR EN CASA



Tras mi periplo vital personal que hoy no voy a relatar, decido después del verano empezar a trabajar en casa. Así me reafirmo en mi vocación de columnista –periodista-redactora y paso a instalarme en mi buhardilla, que además es mi habitación, en una mesa de madera recia con la espartana compañía de un flexo y mi ordenador. Al principio me marco un horario, de nueve a dos, con una pausa para comer y otra vez hasta las cinco, cuando recojo a mi hijo en un colegio del ensanche. Un par de días voy a inglés a la Escuela Oficial de Idiomas y otros dos intento nadar. La cosa, como verán, parece sencilla, lo que hace años yo había imaginado, una existencia bohemia alrededor de la escritura, marcarme los tiempos, organizar mi actividad, gozar de la libertad que se supone que te procura la creatividad. Pero no. La realidad es bien distinta. Pasadas las primeras jornadas plagadas de novedad en las que una se levanta puntual, se pega una ducha y se sienta frente al ordenador entregada a ese cometido inspirador, llega un día en el que te cuesta un poco más salir de la cama y te pones a escribir en pijama. “Solo es hoy” –te dices. Pero semanas después has asumido la condición de trabajar en bata y camisón y te parece la única opción. Como es imposible mantener largo tiempo la concentración y además no tienes a nadie que te de conversación, inicias un acoso implacable a la nevera. Al principio lo quieres hacer agradable, buscas algo saludable, pero poco a poco te liberas y llega un momento en el que te cagas en todo y te lanzas al pan con chorizo y las papas con aceitunas, costumbre que pronto se traduce en la báscula y el aspecto físico general, más salvaje y dejado. “Yo no te noto que has engordado” –te dicen los otros. Y bien pensado es normal que el aumento de peso pase desapercibido, porque sabes que últimamente el pantalón ancho y el suéter de lana se han convertido en tu atuendo preferido. A veces te invade una modorra monumental y tu cabeza, consciente de la pereza, se inventa falsas obligaciones, extrañas distracciones que tú crees fundamentales como limpiar el teclado del portátil, buscar el título de la facultad o poner en orden los libros con ansiedad. Otro día te ves atrapada por las redes sociales y te pasas la mañana enfrascada mirando las fotos de la boda de la amiga de la hermana de la prima de una ex compañera de trabajo, que hace siglos que no ves y que ahora te parecen increíbles, fascinantes, imprescindibles. De repente se te ocurre que tienes las puntas del pelo fatal, entonces corres al baño, buscas la mascarilla y te la aplicas con fruición cuando te fijas en que tus cejas están pendientes de una depilación. Coges las pinzas y tratas de darles forma mientras caes en que hace meses que no sometes tu rostro a una exfoliación y te pones a frotar tu cara con una crema de cristales de corindón.
Un día llaman a la puerta sin avisar y tú, que llevas un buen rato sin hablar, la abres y te encuentras con la empleada del gas a la que le cuentas alguna intimidad y la invitas a un café. Ella acepta cortada y media hora después intenta escabullirse como puede pese a que tú no dejas de insistirle en que se quede. Al despertarte una mañana tienes una revelación y decides empezar el día con energía, te calzas la malla y las zapatillas y sales a la calle con la sana intención de andar. Ya en el río empiezas a pasar frío y te encuentras fuera de lugar entre esos corredores y ciclistas que se ejercitan con brío. De camino a casa y como te sientes fatal, te pegas un desayuno monumental que te crea culpabilidad. Entonces vuelves a la realidad y caes en que aún no has pegado ni golpe y te pones a trabajar sin parar intentando adelantar lo que queda acumulado. Así, te das cuenta de que esa actividad es el estado ideal productivo, la actitud que tiene sentido y no puedes entender como llevas tantos días posponiendo las tareas que tenías que hacer. A partir de ese momento decides ducharte a primera hora y entregarte con motivación pese a que  sabes que en cuestión de una semana volverá la bata, el pijama, las papas, el chorizo, las redes sociales, la culpabilidad, las sesiones de belleza y la pereza… lo que acabas asumiendo como gajes de tu oficio. 

viernes, 25 de enero de 2013

CUANDO ÉL NO QUIERE



Me entero por varios casos de que el viejo tópico femenino de “cariño hoy no puedo que me duele la cabeza”, de siempre asociado a la estrechura o la pereza, ha saltado de género para invadir el terreno masculino, siendo ahora ellos los que esquivan a su pareja con excusas como “voy hasta arriba de trabajo” o el socorrido “hay partido del Valencia”, llevando al límite la paciencia de sus señoras que reciben la negativa como una inclemencia. “No te lo vas a creer, pero en mi casa no hay manera de meter” –me anunciaba el otro día Silvia, una vecina y amiga. “Llevamos casi un mes sin hacerlo y parece que Pablo vive en la ignorancia, no le da ninguna importancia. Cada día es algo distinto, se puede pasar dos horas buscando un bañador, o un cargador, o poniendo en orden el congelador. El otro día le dije unas cuantas verdades, le planteé mis necesidades. Me miró como distraído y me dijo que le ayudara a encontrar unas llaves que había perdido” –confiesa. Yo le aconsejé lo clásico, una cena con velas, algo de ropa interior, tomar la iniciativa. “No puedo mostrar más motivación, una noche me tiré encima y casi cometo una violación. Me planteé buscar fuera de casa pero nada, se nota a la legua que estoy desesperada” –continua. Quizás se trata de una especie de epidemia, pues Silvia, mujerona atractiva y potente, se suma a la lista de damas que conozco que se suele quedar con las ganas. Puede ser que el mito del macho con apetito de haya agotado y que los pocos sementales que quedan se conviertan en ejemplares para admirar en los museos. Los pobres chicos de las generaciones que llegan viven acobardados ante los deseos exacerbados de la nueva mujer emancipada y sexualmente liberada, hasta el punto de que es ella la que decide cuando, donde y con quién. Desde aquí animo a los varones a volver a lucir los galones de esa antigua virilidad, aunque solo sea para ser tratados con piedad por aquellas señoras que, independientemente de su edad, buscan sexo de calidad. 

lunes, 21 de enero de 2013

INSTINTO ANIMAL



Los parques públicos son como el patio de la cárcel, tienen unas reglas sagradas no escritas pero consensuadas que para poder sobrevivir tienes que conocer, asumir y acatar. Mi experiencia de más de tres años como madre me ha llevado a explorar el terreno y poder definir una serie de pautas que a muchos les pueden interesar. Lo primero que hay que saber es que no todos los parques son iguales, es decir, no es lo mismo pasar la tarde en uno de General Urrutia que en el del centro de la Glorieta. En los parque pijos tienes que ir arreglada y vestir a tus hijos con bombachos, capota y abrigo. Allí las madres hablan sentadas sujetando sus bolsos de marca mientras las chicas de servicio esperan con el pan debajo del tobogán a pequeños que se llaman Álvaro, Claudia o Beltrán. En los otros que yo suelo frecuentar por la zona de Manuel Candela la cosa está más mezclada y madres en vaqueros charlan sentadas aquí y allá, con un ojo puesto en la conversación y el otro en sus pequeños que juegan dentro de su campo de visión. Obviando las distancias provocadas por la variable social y la ubicación, todos los parques tienen en común el modo de funcionamiento, un código silencioso que se cumple en pos de la estabilidad. Una de las primeras reglas sería la de la equidad en el nivel de los juguetes a llevar. Llegar con un cochecito o una muñeca está bien, pero ir con la moto a baterías, los patines o la consola, no mola. Provoca fricciones, discusiones y el niño portador del juguete mejor, quedará inevitablemente aislado después de protagonizar numerosas peleas con otros que terminarán llorando y suplicando a su madre con desespero que les compre el objeto de deseo. La segunda regla tendría que ver el uso equilibrado del columpio. Lo pactado, lo educado, es hacer que los pequeños se vayan turnando por orden de llegada mientras van jugando. Una madre voluntaria, normalmente muy pesada, ejercerá de encargada y distribuirá los tiempos a disfrutar y los periodos a descansar. Aquellos que lleguen y se apoderen del balancín saltándose al resto, están dando por supuesto que pasan de cortesías generándose automáticamente numerosas antipatías. La tercera regla fundamental trata de la parte más irracional: los conflictos directos entre los niños. Aquí es donde las mujeres perdemos la cabeza pues nunca vamos a entender, por mucho que el otro tenga razón, que a nuestro ángel de cuatro años otro desalmado de la misma edad lo humille o le haga daño. Yo he presenciado verdaderas batallas campales, señoras fuera de sus cabales por una tontería, algo que empezó como una nadería. Una de ellas ocurrió el año pasado en abril. Estaba yo sentada en un banco del Gulliver mientras mi hijo jugaba con piedras cuando de repente escucho un grito. Al levantar la vista veo a un niño de unos cinco años llorando en el suelo al final de un tobogán. “¡Me ha tirado!” –le escucho repetir entre sollozos mientras señala con el dedo a otro que lo mira cabreado. De la nada emerge una chica como una exhalación, coge al que se supone herido y con un grito aguerrido le increpa al otro sacando pecho: “¡¡Has visto lo que has hecho!!”. En cuestión de segundos hace su aparición otra madre que abraza al presunto autor y le contesta con una mirada que arde: “¡A Nacho tú no le gritas!”. La otra sujeta a su pequeño que no deja de llorar: “¡Tu hijo es un demente, una especie de delincuente, lo ha empujado, lo podía haber matado!”. Entonces la segunda da dos pasos y se pone frente a su enemiga ofendida: “¡Te estás pasando, solo estaban jugando!”. Ante mi asombro la otra deja al niño al lado y la empuja en el hombro: “¡Lo tengo fichado, tu hijo es un maleducado!”. Tras otro empujón, varios gritos y lo que me pareció un tirón de pelo, entre unos y otras las consiguieron calmar y yo casi me muero de miedo. Desde ese día tengo muy claro que en cuestiones infantiles y cuando hay conflicto por medio, buscar el entendimiento es el único remedio. Tengan cuidado en los parques, esos espacios de entrada inofensivos que esconden la esencia del ser femenino primario y brutal. Y en caso necesario, no estaría de más entrenarse en un buen gancho de derechas por si el asunto se pone serio. Apego maternal e instinto animal se unen entonces en mezcla explosiva. Sea un poco irreflexiva.

viernes, 18 de enero de 2013

VENTAJAS E INCONVENIENTES




Me cito la pasada semana con unas antiguas compañeras de trabajo a las que llevaba tiempo sin ver. Nada más sentarme a la mesa me doy cuenta de que una de ellas, la que vivía en pareja, exhibe una sonrisa reveladora que ponen de manifiesto algo que parece obvio y que ella pasa a confirmar: “tengo un nuevo novio”. “¡Cuenta!” –le pedimos. “¿De donde lo has sacado? ¿Está bueno? ¿No será casado?” –le acribillamos a preguntas. Resulta que se trata de un chico guapo de treinta y tantos que conoció corriendo en el río. “Es profesor y toca la batería, está soltero, es hetero, no arrastra pretendientes. Pero bueno, tiene sus ventajas e inconvenientes” –relata. “Viéndote esa piel tan luminosa ya me imagino por donde va la cosa” –añado. “Tiene una manos enormes, con dedos largos y fuertes, y en la zona de la palma le han salido una especie de durezas provocadas por el roce al tocar con las baquetas. La primera cita me metió tanta caña que cuando llegó la mañana, la cama se había movido tres metros y el cabezal estaba casi en la ventana. Otra noche me levantó del suelo con una mano y me arrancó la ropa con la boca, de hecho ya no compro lencería, no sé si es normal pero la destroza como si fuera un animal. Si os enseño los muslos y el culo, tengo sus huellas marcadas, como moradas. También lo hicimos en el ascensor, pulsó el stop, me dio la vuelta y me apretó contra el espejo mirándome a los ojos, sin dejar que moviera un sólo músculo en ese espacio minúsculo. Y me ha iniciado en otras artes, he descubierto otras partes, no os podéis imaginar hasta donde se puede llegar con un buen aceite de cocina, él pasa de la vaselina” –termina. El resto la miramos sin pestañear. “¿Cual sería el inconveniente?” –le pregunto por preguntar. “Creo que estaría mejor sin hablar, nunca dice nada interesante” –contesta. Nosotras nos quedamos en silencio hasta que una le dice al fin: “¿Y qué marca de aceite has dicho que utilizáis como lubricante?”.