jueves, 28 de febrero de 2013

EN LA CAMA CON GRIPE



Den por seguro que preferiría que el título de esta columna fuera “en la cama con Brad Pitt” o “bajo las sábanas con Velencoso”. Pero no. La incómoda e inoportuna dolencia que trastoca mis días no es otra sino una molesta, despiadada, incisiva y por desgracia común gripe. Todo empezó hará cosa de tres semanas cuando llevé a mi hijo mayor, que se encontraba febril, a la consulta del pediatra, que le diagnosticó un virus gripal. Tras varios días de medicinas y noches sin dormir, la cosa parece estabilizarse justo cuando su hermano pequeño empieza a quejarse. Como es sábado acudimos a la Salud y nos encontramos en la entrada de urgencias a media Valencia con la misma dolencia: gripe. Volvemos a casa preparados para otra semana infernal cuando, y solo tres días después, es mi marido el que enferma. Con la casa hasta arriba de pañuelos, jarabe y pastillas, monto una pequeña enfermería y veo como poco a poco uno tras otro comienzan a experimentar cierta mejoría. “Cuidado con los contagios, no la vayas a pillar” –me advierte una amiga. “Si no la he cogido ya…”–le respondo cansada de velar por esa enfermedad. Mientras tanto me entero de nuevos brotes de virus que afloran aquí y allá y confirmo que la epidemia está atacando la ciudad.  Llega el fin de semana. Parece que la calma se ha instalado en mi hogar cuando empiezo con una leve tos y dolor de garganta. “Esto no es nada, yo ya estoy inmunizada” –me digo. Aún así me tomo un ibuprofeno y vivo la noche del sábado con cierto desenfreno. Al día siguiente continua la tos y se suma una leve jaqueca. Es entonces cuando empiezo a elucubrar y saco mi lado aprensivo para contrastar con algunos amigos si soy proclive a enfermar. “¿Qué síntomas tenias al principio? ¿Cuántos días te encontraste mal?” –me lanzo a preguntar. El lunes sigo igual. Empiezo con el paracetamol y hago vida normal, pero a última hora del día me doy cuenta de que la cosa no mejora y ya esa noche la paso divagando, con la percepción de que tengo algo dentro incubando. El martes me despierto con una extraña sensación de frío, pereza y un intenso dolor de cabeza. Me marco un ritmo de medicamentos más seguido, el mismo que días atrás utilizó mi marido. Al llegar el mediodía no puedo ni ver la comida y, casi en contra de mi voluntad, me meto un rato en la cama totalmente tapada con la nariz taponada. Como no me quiero doblegar, a mitad de tarde intento ponerme a trabajar pero es del todo imposible. Esa noche la paso dando vueltas mirando el reloj de la mesilla como en una especie de pesadilla. El miércoles, para evitar levantarme, amanezco reciclando los pañuelos de papel ya usados, como hacíamos de jóvenes con las colillas que nos habíamos fumado. Me hacen ponerme un termómetro digital que en cuestión de un minuto marca casi cuarenta. Me siento como muerta cuando llega un médico a visitarme, un chico boliviano alto y fornido que me dice que para curarme tengo que descansar e hidratarme. Cuando se va me toca la mano y yo, que estoy doblada como un gusano, con el pelo sin lavar y un pijama de muñecas, le sonrío con una mueca y pido en silencio por favor que no me lo encuentre jamás en el exterior. A partir de ese momento acepto mi condición y paso los siguientes dos días aquejada de dolores musculares, sensación de calor, de frío, aturdimiento, encogimiento y un rechazo profundo y visceral hacia el resto de la humanidad. De repente todo el mundo me cae mal, me molesta, empiezo a hacer memoria y a sacar trapos sucios mentales de viejas amistades, me recreo pensando en gente que me parece indeseable, hasta que alguien de mi familia me dice con tacto que estoy completamente insoportable. El viernes me despierto algo más potable, me pego una ducha y pese a que siento mi cuerpo débil y maltrecho y una tos profunda y ronca emerge cada rato de mi pecho, empiezo a ver las cosas con otra perspectiva.
Si aún no la han pillado les aconsejo tomar medidas de prevención. Este año, y me encuentro en disposición de hacer una comparativa, la gripe viene muy jodida, además de larga, intensa y contagiosa, como una penitencia religiosa. Abríguense, vacúnense y si aún así la cogen, solo les queda una opción: vivirla con resignación.




PADRES DE CARNE Y HUESO



El otro día me llama la atención la siguiente situación: tras la salida del colegio, aprovechando la buena tarde, me decido a bajar al río, junto al estanque del Palau, en compañía de mis dos hijos. Nos acomodamos en una bancada junto a una zona soleada y me dispongo a relajarme un rato cuando veo al marido de una chica que conozco. Está sentado igual que yo, mirando el teléfono móvil mientras sus hijos, niño y niña, devoran papas de una bolsa y comparten Coca Cola sentados en el suelo, mientras juegan con un perrito sin collar que no deja de ladrar. Yo, que conozco a la madre y me consta su recta conducta y sus estrictas normas de educación, dudo que diera a esto su aprobación máxime cuando ella, la nena, se pone de pie y empieza a saltar en un charco, como una loca, poniéndose perdida la ropa. El padre continua a lo suyo mientras los dos niños disfrutan de la libertad que supone esa falta de autoridad. Tan solo un día después entro en El Corte Inglés a hacer unas compras y me cruzo en la puerta a dos amigas que charlan entre risas. “¿Dónde vais tan contentas?” –les pregunto. “Hemos dejado a los niños en la zona de juegos vigilada, si ves a los maridos no digas nada. Se supone que estamos de paseo en el río, pero hace mucho frío, además, hace siglos que no vamos de tiendas con libertad” –dicen sin rastro de culpabilidad. Me acuerdo de la gran bronca que nos contó una madre de la clase, cuando descubrió que su marido algunos viernes, en vez de llevar a su pequeño a iniciación musical, se lo llevaba al bar de un amigo donde tienen una timba de póquer y se pasaba la tarde jugando mientras el niño se distraía pintando, o de otra que cada dos por tres le pide a su suegra que recoja a sus hijos del colegio por estar enganchada con una contractura, cuando la realidad es que tiene una limpieza de cara, un masaje o una pedicura. Me doy cuenta entonces de que nosotros, los padres, también somos niños, pero grandes, y si bien es cierto que nuestro status de progenitores nos lleva a ser organizados, responsables y a querer parecer mejores, la realidad es que cada uno tiene su pequeña debilidad, y si no son las compras, la salidas, el fútbol, el tenis, el bricolaje, las sesiones de masaje o las series de televisión, quizás es la misma pereza o la necesidad de vez en cuando, aunque sea de semana en semana, de hacer lo que nos de la gana.
Yo pienso que en estos tiempos de pedagogos, super nannys, psicólogos conductivistas, escuelas de padres,  grupos de apoyo de madres, niños hiperactivos, déficits de atención, cursos de estimulación, terapias de relajación, música temprana, inglés para bebés o informática adaptada, se impone que nosotros, los adultos encargados de formar a la manada, podamos disfrutar de cierta inmunidad. Por ello no dejo de sorprenderme cuando el otro día, en el patio de la guardería, escucho como una profesora con gesto preocupado le comunica a una madre que su hija, un mico de dos años que no levanta dos palmos del suelo, tiene una personalidad que les crea confusión, que es muy autoritaria y tendente a la manipulación. La madre, tras escuchar largo rato lo que le tenían que decir, compartió conmigo a la salida en voz baja pero con poco disimulo: “les pueden dar por el culo”. Y ante la recomendación de estar más atenta a las influencias del entorno, me dijo que lo mejor que podía hacer la terapeuta era verse una película porno.
Les pido una reflexión sobre el tema, antes de que se convierta en un problema. Evitemos la sobreprotección, la comparación, el análisis constante, la observación asfixiante y dejemos a los niños que sean lo que son. A mi no me interesa saber si según algún estudio lo estoy haciendo bien o mal, ni me quiero leer un manual, ni intentar llevar esa rutina que parece que unos y otras consideran normal. Por la salud de sus emociones entréguense a ciertas pasiones y sáltense de vez en cuando alguna de sus cientos de obligaciones. Apuesten por una vida con menos presiones.

viernes, 22 de febrero de 2013

UN PEQUEÑO JUGUETE SEXUAL



Jueves noche. Eduardo, un íntimo amigo soltero que ronda los cincuenta, nos relata un reciente acontecimiento relacionado con el goce que le sucedió no hace mucho con una de sus amigas con derecho a roce. Se había acostado unas cuantas veces con Nuria, una procuradora divorciada y lanzada que trabaja en su despacho. La primera vez ocurrió por casualidad, tras acabar muy tarde la reunión de una importante negociación. A partir de ese momento, y siempre vía mensaje de texto, cada cierto tiempo buscaban un pretexto y quedaban para practicar sexo. Una de las veces la encuentra diferente, como si algo le rondara por la mente. “¿En qué estás pensando?” –le pregunta distraído. “En un anillo” –le suelta ella dejándolo de una pieza. Él la mira aterrado pensando que se ha enamorado. Ella sonríe traviesa y saca un pequeño objeto que tenía guardado. “Mira, esto es un aro vibrador, te lo tienes que poner y alcanzaremos el máximo placer” –le dice. Eduardo mira la arandela de goma rosa sin poder reaccionar. “¿Qué pasa? Es un pequeño juguete sexual, es lo último, tengo varias amigas que lo han usado y les ha encantado” –le explica. Él, que pese a su vida díscola está chapado a la antigua, no se siente preparado para ver su miembro decorado. Pero, aunque en un principio emite un no por respuesta, Nuria parece tan entusiasmada que él acaba claudicando ante su propuesta.
Su sorpresa fue que al final la cosa no estuvo tan mal, hasta el punto de que Eduardo, lanzado, ha quedado tan fascinado con los efectos del aro que parece que se ha aficionado y ha adquirido, como él le llama, un pequeño maletín de pervertido. Y aunque él es ajeno al compromiso, hace algunas semanas que por lo menos un par de días comparten piso. La conclusión que sacamos es que la marcha engancha, motiva y saca de cada uno la vena más creativa.


viernes, 15 de febrero de 2013

LONGANIZAS Y MORCILLAS



Estando la otra noche de cena en el bar de un amigo que solemos frecuentar, me llaman la atención unos enormes bocadillos que reposan en la barra envueltos en papel de plata y que el camarero se dispone a embolsar. “¿Ahora sirves a domicilio?” ­–le pregunto al propietario. “Son para las chicas del puticlub de ahí al lado, a veces me llaman y si es una hora buena, les acerco la cena” –comenta señalando la entrada luminosa del otro lado de la calle. En cuestión de segundos los varones de la mesa contigua se lanzan con toda suerte de comentarios que pretenden ser mordaces, pero que no pasan ni de procaces: “deja que tienes mucho lío, yo les acerco el bocadillo” –dice uno. “seguro que son de longaniza y morcilla” –dice otro más. “¿los dejas en la recepción o se los entras a la habitación?” lanza un tercero. “¿están buenas, van con lencería fina, te dejan propina” –insiste el primero. El dueño sonríe entre cortado y apurado. A mi me vienen a la cabeza las tarjetas que cada noche de salida encontramos en la ventanilla del coche anunciando algún burdel. En la mayoría aparecen exuberantes señoritas mostrando cacha vestidas de atenta enfermera, o de gentil niñera, otras veces es solo un cuerpo sin ropa, o el rostro de una chica con el dedo metido en la boca. Siempre pensé que estas publicidades eran sumamente obvias, banales, pero ahora que veo en acción a estos sementales, confirmo que los responsables de estos locales manejan perfectamente los conceptos de marketing fundamentales. La mente del hombre, de natural literal, responde a los estímulos más básicos desde muy temprana edad. Por ello me produce risa cuando nosotras intentamos dialogar utilizando diferentes técnicas y tretas, cuando ellos a lo que suelen reaccionar es a la serie tía-culo-tetas.