Miguel, interiorista de
profesión, lleva unas semanas trabajando en el proyecto de rehabilitación en
una casa por el Carmen cuya ubicación, ha provocado que sea testigo de una
situación que le turba. Una tarde saliendo de la obra le pareció ver a un
agradable conocido, un reputado doctor casado y con varios hijos, encendiendo
un pitillo en la puerta de “Cueros”, un sex shop gay conocido por su cuarto
oscuro. Cohibido, cambió de acera e intentó disimular haciéndose el distraído. Sólo
dos días después llega a la casa a mitad mañana y lo vuelve a ver apoyado en el
escaparate arcoíris donde penden modelos extremos de ropa interior, esposas,
vibradores y pantalones de piel. Camina hasta el portal mirando al suelo para
no posar sus ojos en los de aquel médico vicioso. Las semanas siguientes Miguel
se las tiene que ingeniar para intentar acceder a la casa en el momento
propicio sin hacer visible el vicio de ese conocido que le hace vivir
atormentado. “Creo que está enganchado, en el local hay hasta cabinas, el otro
día además estaba acompañado por un chico de rostro aniñado” –me comentó preocupado.
Solo unos días después Miguel y el doctor se encuentran en un pub. Cortado, mi
amigo lo trata de evitar pero el otro, amable, lo saluda en tono agradable. “Te
he visto varios días en el Carmen, mi mujer se ha montado una mercería y cuando
la voy a visitar me hace salir a la calle fumar” –le cuenta. Miguel, aliviado,
le narra entre risas lo que ha experimentado y el doctor le confiesa entonces
que a él le ocurrió lo mismo, que esperaba en el escaparate buscando algo de
brisa y que al verlo pasar sin saludar intuyó que lo que quería era entrar. Aclarado
el malentendido, los dos conocidos tendrán por siempre la duda de si lo que contó
el otro era cierto o era un pretexto con el que justificar aquello que querían
ocultar.
lunes, 29 de julio de 2013
ADULTERIO EN LA TERRAZA
Debido a una lesión en el
pie, una molesta fractura por sobrecarga que no se termina de curar, me veo
obligada esta semana a pasar tres días en casa inmovilizada. Resignada, me hago
fuerte en la planta superior con mi ordenador, el aire acondicionado, un bote
de helado, revistas y las vistas que me ofrece la casa de enfrente. El primer
día a mitad mañana hago algo que no acostumbro hacer: me fijo en una vecina cuya
terraza se encuentra en mi campo de visión desde esa habitación. Tras salir un
par de veces, pasar la escoba y limpiar con una especie de colador el agua de
la pequeña piscina hinchable que tiene colocada en el lado que pega el sol, entra
al interior y sale con sus dos críos, un niño de unos cuatro años y una niña
algo mayor. La madre es alta, delgada y viste un mini short y un pequeño top
que deja al descubierto unas bonitas proporciones. Aunque me suena de vista no
le tengo seguida la pista y me digo que tengo que avisar a mis amigos solteros
y heteros de que en el barrio hay un pibón. Mientras los niños chapotean ella
whatsappea con rostro sonriente recostada en una hamaca a la vez que con la
mano se acaricia la zona del vientre. Me pregunto en ese momento qué será lo
que tiene en mente y si será casada, separada o vivirá emparejada. Alrededor de
la una se levanta diligente y se dirige al interior de la vivienda para reaparecer
en el exterior acompañada por una señora mayor que, por los gritos y saludos de
los niños, es la abuela. Percibo en el pibón cierta tensión que la enerva y
llego a la conclusión de que se trata de la suegra. Tras secar a los pequeños
vuelven a entrar y a los pocos minutos aparece de nuevo en solitario bebiendo de
una lata con tranquilidad, disfrutando de la soledad. Con un gesto se retira la
camiseta dejando al descubierto dos pechos redondos de tamaño perfecto. De
manera instintiva me tiro hacia atrás ocultándome tras el estor abrumada por la
imagen de esas tetas sin sujetador. “Fijo que las lleva puestas, a su edad no
se puede burlar la ley de la gravedad” –me digo. Al rato me vuelvo a asomar
pero no está. Intento vislumbrar alguna sombra en la ventana de la que debe ser
su habitación cuando a eso de las dos hace su reaparición acompañada por un
tío. Pese a que ahora va vestida con el top, por la forma de hablar y de mirar pongo
la mano en el fuego de que no es el marido. De repente se empiezan a besar sin
darse tregua, él la coge con una mano del pelo y con la otra le agarra el
trasero. Ella pega un saltito y rodea con sus piernas la cintura de ese Sansón
que da unos pasos, con ella en brazos, y la introduce en la casa. Lo que sucede
a continuación no lo atino a ver pero el inicio me ha parecido una escenita
improvisada de porno amateur.
Después de comer mantengo
toda mi atención en ese espacio que ahora, vacío, huele a lío. Cerca de las
cuatro la adúltera hace su salida vestida con shorts y una camiseta normal y
vuelve a pasar el colador por la superficie de la piscina de goma. Tras andar
trajinando dentro y fuera durante un rato los niños vuelven a hacer su
aparición, ya sin la suegra, y se lanzan al agua con determinación. Las
siguientes tres horas transcurren como una tarde normal con juegos, meriendas y
actividades caseras hasta que a las ocho y diez entra en escena el que sin
ninguna duda es el esposo, pues es recibido con un frío saludo por parte de
ella y con gran algarabía por los críos. Él se arremanga la camisa y se pone
una cerveza mientras ella le habla sin moverse de la silla con pereza. La
familia al completo de retira a la hora de cenar y yo pienso en cómo alguien
puede tener esa facilidad para engañar. Entonces, a eso de las doce, es él, el
marido, el que sale al exterior vestido con camiseta y ropa interior, saca el
teléfono y empieza a escribir cerca de la piscina, con unos gestos y miradas
hacia interior que indican que se trata de una acción clandestina. Me meto en
la cama y tengo una reflexión sobre la condición humana y lo difícil que debe
de ser para algunos mantener su papel los siete días de la semana. Pero en el
caso de esa pareja, dada su situación y al existir una doble traición, se
equipara el engaño quedando amortiguado el daño.
LLENA HASTA ARRIBA DE VERANO
Con los años y conforme fue variando
mi situación, cambié el escenario de mis veraneos de los idílicos años de
infancia en Gandía con escarceos al Perelló o Cullera, pasando por la
adolescencia y primera juventud en Denia y las posteriores Ibiza y Formentera,
más chic, exclusivas y en apariencia molonas, donde la gente guapa del planeta
sale a cenar o a navegar. Así las vacaciones dejaron de tener tres meses para
durar quince días, más algunas escapaditas de fin de semana distribuidas por
Pascua, algún puente o Navidad. Por ello el otro jueves, cuando una madre del cole
nos invita a un grupito a pasar el día a su apartamento de Puebla de Farnals,
sufro una extraña conmoción, una regresión que comienza sobre la arena, cuando
saca un paquete de papas Lolita y un bote de aceitunas rellenas. Con la mano
todavía mojada cojo una patata de la bolsa y al llevármela a la boca siento en
los labios el sabor de la sal y la sensación crujiente entre los dientes
activando determinadas conexiones mentales muy reales que me transportan a los
seis años. Al llegar a la piscina me llama la atención un trampolín que ocupa
uno de las laterales invitándome a entrar al agua de manera alternativa.
Decidida, me lanzo a probar para darme cuenta, al experimentar una sonora
culada, de que estoy desentrenada. Tras colocar mi biquini en su lugar, me
vuelvo a lanzar un par de veces más saboreando la divertida sensación de estar
suspendida unos segundos antes de la caída. Cuando me siento en la toalla miro
al resto disfrutando del baño tras la playa, una secuencia pactada, relajada,
en una situación de comunión con sus vecinos de urbanización. “Ya han traído la
paella” –me indican. Desde la terraza del apartamento veo a varias familias
comiendo al exterior, en muchos casos a pecho descubierto, ensalada y gazpacho
sobre manteles de cuadros. De fondo en el televisor las noticias hablan del
calor, las carreteras y algún caso de corrupción. Al terminar de comer me quedo
medio traspuesta en el sillón sumida en ese momento de placer molestada tan
solo por una mosca impertinente que insiste en posarse en mi brazo. Para
merendar saca una bandeja con una perfecta selección: barquillos, leche
merengada con canela y granizado de limón. Bajamos de nuevo y al salir del
ascensor veo en la portería unos carteles que han pegado con el plan del día. “Batalla
de globos en la piscina y taller de plastilina, clase de aquaerobic, campeonato
de mus y cine de verano”. A mi alrededor se agolpan críos frotándose las manos
con emoción al contemplar la programación que para el día siguiente anuncia
castillos hinchables y bailes de salón. Ya en la calle, en las zonas comunes
unos y otras comen pipas o helados y las parejas de jubilados salen arreglados
a pasear. No puedo evitar pensar en los veranos de mi infancia y me dejo llevar
por la nostalgia al recordar las pelotas de Nivea lanzadas desde una avioneta
amarilla, los castillos en la orilla, los bocadillos de tortilla, el cine al
aire libre, las camas elásticas, la petanca, los bolos, los recreativos, fumar
en la estación, ir a la playa sin protección, jugar a polis y cacos, meter la
cara en la sandía o andar descalza todo el día. Una del grupito aprovecha una
ausencia de la anfitriona y rompe de manera momentánea mi ensoñación haciendo
una crítica afilada de la urbanización, la gente, el ambiente. Nos habla entonces
de su experiencia de años en el primer montañar de Jávea, de una casa que
alquiló en Denia sobre las rocas en la parte de las Rotas, del chalet de sus
suegros en el Portet de Moraira, de cuando juega con sus amigas a las paletas
en Benicassim, en la zona de Playetas. “Esta tía es idiota” –me digo, y tomo
nota mental de hacerle el vacío. Cuando nos vamos a marchar veo a las pandillas
de jovencitos de tonteo sentados en el muro del paseo, me pongo por un momento
en su lugar y soy capaz de sentir la libertad, el poder de la novedad, la
expectación, las prisas. Observo como uno de ellos muy flaco, que no tendrá más
de quine años, se acerca con disimulo hasta una morenita de su edad a la que
coge de la mano. Yo cojo el coche y vuelvo a mi casa llena hasta arriba de
verano.
jueves, 25 de julio de 2013
YO NO LIGO JAMÁS
Las cálidas noches de verano
son el momento ideal para los reencuentros. Con el pretexto de ponernos al día
antes de las vacaciones nos juntamos para comer en la playa tres ex compañeras
de trabajo, todas con un pasado en el sector del audiovisual. “Chicas, estoy
que me salgo. El balance de esta semana es la prueba: siete contactos más en el
Facebook, una invitación al Badoo, un par de mails amorosos, nueve mensajes de texto
indecorosos y decenas de WhatsApp. Parece increíble pero el tema de la
fidelidad empieza a ser misión imposible” –nos cuenta entre risas Teresa,
casada y madre al igual que la otra amiga que nos acompaña. Igual que yo. “A mi
no deja de escribirme un tipo del trabajo. Le he dicho varias veces que no,
pero el pobre no para de insistir, dice que le pone que le haga sufrir” –cuenta
Susana, la otra. Yo escucho sin hablar pues lo cierto es que no tengo nada que
aportar. Desde hace unos cuantos años vivo un placentero matrimonio fruto del
cual han nacido mis dos hijos a los que cuido con dedicación y que me sitúa directamente
fuera del campo de acción de lo masculino. Así, centrada en mi labor de
madre-esposa veo el tema del ligoteo como un episodio lejano de mi vida, un
pasado remoto e incierto para el que estoy desentrenada o como me diría una
noche un conocido, oxidada. “Yo no ligo nunca, jamás” –les digo. “No me lo
creo. No estás mal, y además con el tema de las columnitas eróticas te tienes
que hinchar” –dice Teresa. “Pues el caso es que no” –afirmo. Esa negativa se
instala en el aire a mi alrededor y no puedo evitar evocar la odisea de San Juan
de la Cruz, el cual fue capaz de crear “Cántico Espiritual” encerrado en un
calabozo, privado del contacto exterior y en condiciones precarias. Pienso
entonces en mi, impulsada a elaborar piezas cargadas de sensualidad cuando mi
día a día se ubica entre cursos de natación, jornadas en el río, visitas a la
feria, parques, cumpleaños y toda suerte de actividades que suelen estar
dirigidas a menores de cinco años. Entiendo así que el material de las columnas
emerge de la escucha y una estricta observación que me convierten en testigo de
una realidad erótica, errática y realista de la que pocas veces soy
protagonista. Mis compañeras de mesa no han dejado de narrar sus desventuras y
las de otras chicas y señoras conocidas que mensajito arriba, coqueteo abajo,
nunca abandonaron el mercado. Pese a que no tengo un mayor interés, no puedo
evitar preguntarme cual será la razón por la que me encuentro tan fuera de
circulación. Las miro con atención y enseguida me doy cuenta de que se trata de
un tema de predisposición. Al levantarse para ir al baño, hablar con los
camareros o simplemente recogerse el pelo, me parece detectar en ellas algo
más, una bruma sutil e imperceptible capaz de transmitirle a los tíos que todo
es posible. Algo parecido a esos silbatos de ultrasonidos indetectables para
humanos pero infalibles con los perros que, independientemente de su elección,
se encuentran en su campo de acción. Tras la paella y al volver a la arena me
siento cada vez más pequeña al verlas tumbadas en la toalla en topless hablando
con naturalidad con unos italianos que les han consultado sobre qué visitar en
la ciudad. “A mi me encanta el Carmen, la Catedral, tenéis que visitar el
Mercado Central, en Colón está la zona de tiendas y en el río la Ciudad de las
Artes y las Ciencias” –le explican señalando en el plano con la mano mientras
el guapo italiano les sonríe encantado. Yo, que siempre en las cenas suelto
ocurrencias y burradas pareciendo muy lanzada, me veo ahora desenfocada,
desbancada por mi propia realidad formal de tinte conservador y abrumada por
ese candor, ese halo seductor que envuelve a mis compañeras. De vuelta a casa,
al pasar por delante de una terraza a rebosar y, sintiendo que cometo una
traición a mi condición, ralentizo el paso y saco pecho en un intento de reivindicar
mi derecho a flirtear mientras en mi cabeza se repite sin cesar: “porque yo lo
valgo”, el mantra intelectual de L’Oreal, sin obtener, una vez más, el
resultado esperado. Como me soltó Susana, lo más probable es que esté falta de
actitud y de ganas.
viernes, 19 de julio de 2013
UN SUEGRO MUY SEDUCTOR
Disfrutando la otra tarde de
una jornada de playa en el Saler con un par de madres del cole y los niños,
recibimos la visita del suegro de una de ellas que tiene cerca un apartamento.
Tras un “que paisaje tan bonito”, saca unos cubitos y una cometa que se ofrece
a volar con el grupito. Por las risas, las bromas y las miradas, noto enseguida
que Pepe, el abuelito, es un pajarito. “Esta cometa es imposible de volar.
¿Alguna de vosotras cree que la sabrá empinar?” –nos suelta con complicidad sujetando
el artilugio colorido tras un rato de pelea. Yo observo al resto que sigue a lo
suyo. Él continua distrayendo a los pequeños en la orilla cuando veo que coge
el teléfono y, con cierta discreción, comienza a hacer fotos en nuestra
dirección. “Esta playa tiene vistas que son una maravilla” –comenta al
percatarse de que lo miro y me he dado cuenta. Yo no puedo quitarme de la mente
a la nuera, una chica responsable, trabajadora y con un físico potente. La
imagino en la paella de los domingos intentando capear el tema con disimulo
mientras el suegro le da una palmada en el culo. Tras darse un baño con los
niños, sale empapado y decide secarse de pie al aire a pocos metros de
nosotras. “Hace años aquí se practicaba el nudismo, aún hoy cuando hace mucho
calor hay algunos que prescinden del bañador” –nos cuenta a modo informativo.
El resto sonríe de manera natural y yo me pregunto si esto será lo habitual. Al
girarme para mirar a los niños veo su sombra alargada proyectada en la arena con
los brazos en jarras y las manos en las caderas, como un ave rapaz surcando el
aire sobre su presa. Descubro entonces que en el oscuro perfil recortado Pepe
aparece estilizado y rejuvenecido, como si nunca hubiera envejecido. “Así es
como verdaderamente se siente” –pienso mirando esa sombra que ahora, de perfil,
desvela para mi sorpresa una llamativa dotación superlativa.
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