lunes, 29 de julio de 2013

ENCUENTRO EN CUEROS



Miguel, interiorista de profesión, lleva unas semanas trabajando en el proyecto de rehabilitación en una casa por el Carmen cuya ubicación, ha provocado que sea testigo de una situación que le turba. Una tarde saliendo de la obra le pareció ver a un agradable conocido, un reputado doctor casado y con varios hijos, encendiendo un pitillo en la puerta de “Cueros”, un sex shop gay conocido por su cuarto oscuro. Cohibido, cambió de acera e intentó disimular haciéndose el distraído. Sólo dos días después llega a la casa a mitad mañana y lo vuelve a ver apoyado en el escaparate arcoíris donde penden modelos extremos de ropa interior, esposas, vibradores y pantalones de piel. Camina hasta el portal mirando al suelo para no posar sus ojos en los de aquel médico vicioso. Las semanas siguientes Miguel se las tiene que ingeniar para intentar acceder a la casa en el momento propicio sin hacer visible el vicio de ese conocido que le hace vivir atormentado. “Creo que está enganchado, en el local hay hasta cabinas, el otro día además estaba acompañado por un chico de rostro aniñado” –me comentó preocupado. Solo unos días después Miguel y el doctor se encuentran en un pub. Cortado, mi amigo lo trata de evitar pero el otro, amable, lo saluda en tono agradable. “Te he visto varios días en el Carmen, mi mujer se ha montado una mercería y cuando la voy a visitar me hace salir a la calle fumar” –le cuenta. Miguel, aliviado, le narra entre risas lo que ha experimentado y el doctor le confiesa entonces que a él le ocurrió lo mismo, que esperaba en el escaparate buscando algo de brisa y que al verlo pasar sin saludar intuyó que lo que quería era entrar. Aclarado el malentendido, los dos conocidos tendrán por siempre la duda de si lo que contó el otro era cierto o era un pretexto con el que justificar aquello que querían ocultar.

ADULTERIO EN LA TERRAZA



Debido a una lesión en el pie, una molesta fractura por sobrecarga que no se termina de curar, me veo obligada esta semana a pasar tres días en casa inmovilizada. Resignada, me hago fuerte en la planta superior con mi ordenador, el aire acondicionado, un bote de helado, revistas y las vistas que me ofrece la casa de enfrente. El primer día a mitad mañana hago algo que no acostumbro hacer: me fijo en una vecina cuya terraza se encuentra en mi campo de visión desde esa habitación. Tras salir un par de veces, pasar la escoba y limpiar con una especie de colador el agua de la pequeña piscina hinchable que tiene colocada en el lado que pega el sol, entra al interior y sale con sus dos críos, un niño de unos cuatro años y una niña algo mayor. La madre es alta, delgada y viste un mini short y un pequeño top que deja al descubierto unas bonitas proporciones. Aunque me suena de vista no le tengo seguida la pista y me digo que tengo que avisar a mis amigos solteros y heteros de que en el barrio hay un pibón. Mientras los niños chapotean ella whatsappea con rostro sonriente recostada en una hamaca a la vez que con la mano se acaricia la zona del vientre. Me pregunto en ese momento qué será lo que tiene en mente y si será casada, separada o vivirá emparejada. Alrededor de la una se levanta diligente y se dirige al interior de la vivienda para reaparecer en el exterior acompañada por una señora mayor que, por los gritos y saludos de los niños, es la abuela. Percibo en el pibón cierta tensión que la enerva y llego a la conclusión de que se trata de la suegra. Tras secar a los pequeños vuelven a entrar y a los pocos minutos aparece de nuevo en solitario bebiendo de una lata con tranquilidad, disfrutando de la soledad. Con un gesto se retira la camiseta dejando al descubierto dos pechos redondos de tamaño perfecto. De manera instintiva me tiro hacia atrás ocultándome tras el estor abrumada por la imagen de esas tetas sin sujetador. “Fijo que las lleva puestas, a su edad no se puede burlar la ley de la gravedad” –me digo. Al rato me vuelvo a asomar pero no está. Intento vislumbrar alguna sombra en la ventana de la que debe ser su habitación cuando a eso de las dos hace su reaparición acompañada por un tío. Pese a que ahora va vestida con el top, por la forma de hablar y de mirar pongo la mano en el fuego de que no es el marido. De repente se empiezan a besar sin darse tregua, él la coge con una mano del pelo y con la otra le agarra el trasero. Ella pega un saltito y rodea con sus piernas la cintura de ese Sansón que da unos pasos, con ella en brazos, y la introduce en la casa. Lo que sucede a continuación no lo atino a ver pero el inicio me ha parecido una escenita improvisada de porno amateur.
Después de comer mantengo toda mi atención en ese espacio que ahora, vacío, huele a lío. Cerca de las cuatro la adúltera hace su salida vestida con shorts y una camiseta normal y vuelve a pasar el colador por la superficie de la piscina de goma. Tras andar trajinando dentro y fuera durante un rato los niños vuelven a hacer su aparición, ya sin la suegra, y se lanzan al agua con determinación. Las siguientes tres horas transcurren como una tarde normal con juegos, meriendas y actividades caseras hasta que a las ocho y diez entra en escena el que sin ninguna duda es el esposo, pues es recibido con un frío saludo por parte de ella y con gran algarabía por los críos. Él se arremanga la camisa y se pone una cerveza mientras ella le habla sin moverse de la silla con pereza. La familia al completo de retira a la hora de cenar y yo pienso en cómo alguien puede tener esa facilidad para engañar. Entonces, a eso de las doce, es él, el marido, el que sale al exterior vestido con camiseta y ropa interior, saca el teléfono y empieza a escribir cerca de la piscina, con unos gestos y miradas hacia interior que indican que se trata de una acción clandestina. Me meto en la cama y tengo una reflexión sobre la condición humana y lo difícil que debe de ser para algunos mantener su papel los siete días de la semana. Pero en el caso de esa pareja, dada su situación y al existir una doble traición, se equipara el engaño quedando amortiguado el daño. 

LLENA HASTA ARRIBA DE VERANO



Con los años y conforme fue variando mi situación, cambié el escenario de mis veraneos de los idílicos años de infancia en Gandía con escarceos al Perelló o Cullera, pasando por la adolescencia y primera juventud en Denia y las posteriores Ibiza y Formentera, más chic, exclusivas y en apariencia molonas, donde la gente guapa del planeta sale a cenar o a navegar. Así las vacaciones dejaron de tener tres meses para durar quince días, más algunas escapaditas de fin de semana distribuidas por Pascua, algún puente o Navidad. Por ello el otro jueves, cuando una madre del cole nos invita a un grupito a pasar el día a su apartamento de Puebla de Farnals, sufro una extraña conmoción, una regresión que comienza sobre la arena, cuando saca un paquete de papas Lolita y un bote de aceitunas rellenas. Con la mano todavía mojada cojo una patata de la bolsa y al llevármela a la boca siento en los labios el sabor de la sal y la sensación crujiente entre los dientes activando determinadas conexiones mentales muy reales que me transportan a los seis años. Al llegar a la piscina me llama la atención un trampolín que ocupa uno de las laterales invitándome a entrar al agua de manera alternativa. Decidida, me lanzo a probar para darme cuenta, al experimentar una sonora culada, de que estoy desentrenada. Tras colocar mi biquini en su lugar, me vuelvo a lanzar un par de veces más saboreando la divertida sensación de estar suspendida unos segundos antes de la caída. Cuando me siento en la toalla miro al resto disfrutando del baño tras la playa, una secuencia pactada, relajada, en una situación de comunión con sus vecinos de urbanización. “Ya han traído la paella” –me indican. Desde la terraza del apartamento veo a varias familias comiendo al exterior, en muchos casos a pecho descubierto, ensalada y gazpacho sobre manteles de cuadros. De fondo en el televisor las noticias hablan del calor, las carreteras y algún caso de corrupción. Al terminar de comer me quedo medio traspuesta en el sillón sumida en ese momento de placer molestada tan solo por una mosca impertinente que insiste en posarse en mi brazo. Para merendar saca una bandeja con una perfecta selección: barquillos, leche merengada con canela y granizado de limón. Bajamos de nuevo y al salir del ascensor veo en la portería unos carteles que han pegado con el plan del día. “Batalla de globos en la piscina y taller de plastilina, clase de aquaerobic, campeonato de mus y cine de verano”. A mi alrededor se agolpan críos frotándose las manos con emoción al contemplar la programación que para el día siguiente anuncia castillos hinchables y bailes de salón. Ya en la calle, en las zonas comunes unos y otras comen pipas o helados y las parejas de jubilados salen arreglados a pasear. No puedo evitar pensar en los veranos de mi infancia y me dejo llevar por la nostalgia al recordar las pelotas de Nivea lanzadas desde una avioneta amarilla, los castillos en la orilla, los bocadillos de tortilla, el cine al aire libre, las camas elásticas, la petanca, los bolos, los recreativos, fumar en la estación, ir a la playa sin protección, jugar a polis y cacos, meter la cara en la sandía o andar descalza todo el día. Una del grupito aprovecha una ausencia de la anfitriona y rompe de manera momentánea mi ensoñación haciendo una crítica afilada de la urbanización, la gente, el ambiente. Nos habla entonces de su experiencia de años en el primer montañar de Jávea, de una casa que alquiló en Denia sobre las rocas en la parte de las Rotas, del chalet de sus suegros en el Portet de Moraira, de cuando juega con sus amigas a las paletas en Benicassim, en la zona de Playetas. “Esta tía es idiota” –me digo, y tomo nota mental de hacerle el vacío. Cuando nos vamos a marchar veo a las pandillas de jovencitos de tonteo sentados en el muro del paseo, me pongo por un momento en su lugar y soy capaz de sentir la libertad, el poder de la novedad, la expectación, las prisas. Observo como uno de ellos muy flaco, que no tendrá más de quine años, se acerca con disimulo hasta una morenita de su edad a la que coge de la mano. Yo cojo el coche y vuelvo a mi casa llena hasta arriba de verano.

jueves, 25 de julio de 2013

YO NO LIGO JAMÁS



Las cálidas noches de verano son el momento ideal para los reencuentros. Con el pretexto de ponernos al día antes de las vacaciones nos juntamos para comer en la playa tres ex compañeras de trabajo, todas con un pasado en el sector del audiovisual. “Chicas, estoy que me salgo. El balance de esta semana es la prueba: siete contactos más en el Facebook, una invitación al Badoo, un par de mails amorosos, nueve mensajes de texto indecorosos y decenas de WhatsApp. Parece increíble pero el tema de la fidelidad empieza a ser misión imposible” –nos cuenta entre risas Teresa, casada y madre al igual que la otra amiga que nos acompaña. Igual que yo. “A mi no deja de escribirme un tipo del trabajo. Le he dicho varias veces que no, pero el pobre no para de insistir, dice que le pone que le haga sufrir” –cuenta Susana, la otra. Yo escucho sin hablar pues lo cierto es que no tengo nada que aportar. Desde hace unos cuantos años vivo un placentero matrimonio fruto del cual han nacido mis dos hijos a los que cuido con dedicación y que me sitúa directamente fuera del campo de acción de lo masculino. Así, centrada en mi labor de madre-esposa veo el tema del ligoteo como un episodio lejano de mi vida, un pasado remoto e incierto para el que estoy desentrenada o como me diría una noche un conocido, oxidada. “Yo no ligo nunca, jamás” –les digo. “No me lo creo. No estás mal, y además con el tema de las columnitas eróticas te tienes que hinchar” –dice Teresa. “Pues el caso es que no” –afirmo. Esa negativa se instala en el aire a mi alrededor y no puedo evitar evocar la odisea de San Juan de la Cruz, el cual fue capaz de crear “Cántico Espiritual” encerrado en un calabozo, privado del contacto exterior y en condiciones precarias. Pienso entonces en mi, impulsada a elaborar piezas cargadas de sensualidad cuando mi día a día se ubica entre cursos de natación, jornadas en el río, visitas a la feria, parques, cumpleaños y toda suerte de actividades que suelen estar dirigidas a menores de cinco años. Entiendo así que el material de las columnas emerge de la escucha y una estricta observación que me convierten en testigo de una realidad erótica, errática y realista de la que pocas veces soy protagonista. Mis compañeras de mesa no han dejado de narrar sus desventuras y las de otras chicas y señoras conocidas que mensajito arriba, coqueteo abajo, nunca abandonaron el mercado. Pese a que no tengo un mayor interés, no puedo evitar preguntarme cual será la razón por la que me encuentro tan fuera de circulación. Las miro con atención y enseguida me doy cuenta de que se trata de un tema de predisposición. Al levantarse para ir al baño, hablar con los camareros o simplemente recogerse el pelo, me parece detectar en ellas algo más, una bruma sutil e imperceptible capaz de transmitirle a los tíos que todo es posible. Algo parecido a esos silbatos de ultrasonidos indetectables para humanos pero infalibles con los perros que, independientemente de su elección, se encuentran en su campo de acción. Tras la paella y al volver a la arena me siento cada vez más pequeña al verlas tumbadas en la toalla en topless hablando con naturalidad con unos italianos que les han consultado sobre qué visitar en la ciudad. “A mi me encanta el Carmen, la Catedral, tenéis que visitar el Mercado Central, en Colón está la zona de tiendas y en el río la Ciudad de las Artes y las Ciencias” –le explican señalando en el plano con la mano mientras el guapo italiano les sonríe encantado. Yo, que siempre en las cenas suelto ocurrencias y burradas pareciendo muy lanzada, me veo ahora desenfocada, desbancada por mi propia realidad formal de tinte conservador y abrumada por ese candor, ese halo seductor que envuelve a mis compañeras. De vuelta a casa, al pasar por delante de una terraza a rebosar y, sintiendo que cometo una traición a mi condición, ralentizo el paso y saco pecho en un intento de reivindicar mi derecho a flirtear mientras en mi cabeza se repite sin cesar: “porque yo lo valgo”, el mantra intelectual de L’Oreal, sin obtener, una vez más, el resultado esperado. Como me soltó Susana, lo más probable es que esté falta de actitud y de ganas.






viernes, 19 de julio de 2013

UN SUEGRO MUY SEDUCTOR



Disfrutando la otra tarde de una jornada de playa en el Saler con un par de madres del cole y los niños, recibimos la visita del suegro de una de ellas que tiene cerca un apartamento. Tras un “que paisaje tan bonito”, saca unos cubitos y una cometa que se ofrece a volar con el grupito. Por las risas, las bromas y las miradas, noto enseguida que Pepe, el abuelito, es un pajarito. “Esta cometa es imposible de volar. ¿Alguna de vosotras cree que la sabrá empinar?” –nos suelta con complicidad sujetando el artilugio colorido tras un rato de pelea. Yo observo al resto que sigue a lo suyo. Él continua distrayendo a los pequeños en la orilla cuando veo que coge el teléfono y, con cierta discreción, comienza a hacer fotos en nuestra dirección. “Esta playa tiene vistas que son una maravilla” –comenta al percatarse de que lo miro y me he dado cuenta. Yo no puedo quitarme de la mente a la nuera, una chica responsable, trabajadora y con un físico potente. La imagino en la paella de los domingos intentando capear el tema con disimulo mientras el suegro le da una palmada en el culo. Tras darse un baño con los niños, sale empapado y decide secarse de pie al aire a pocos metros de nosotras. “Hace años aquí se practicaba el nudismo, aún hoy cuando hace mucho calor hay algunos que prescinden del bañador” –nos cuenta a modo informativo. El resto sonríe de manera natural y yo me pregunto si esto será lo habitual. Al girarme para mirar a los niños veo su sombra alargada proyectada en la arena con los brazos en jarras y las manos en las caderas, como un ave rapaz surcando el aire sobre su presa. Descubro entonces que en el oscuro perfil recortado Pepe aparece estilizado y rejuvenecido, como si nunca hubiera envejecido. “Así es como verdaderamente se siente” –pienso mirando esa sombra que ahora, de perfil, desvela para mi sorpresa una llamativa dotación superlativa.