Me entero
por un sesudo estudio de la Universidad de Seúl que el tamaño de los dedos de
la mano derecha está íntimamente relacionado con las medidas de la
masculinidad. Es decir, que si el dedo anular es más largo que el índice el
macho estará bien dotado, tirando por tierra viejas teorías sobre la forma de
la nariz o el grosor del pulgar. El tema tiene que ver con los andrógenos y la
testosterona del varón durante los meses de gestación y ha sido confirmado con
sujetos voluntarios. La noticia causa cierto revuelo entre amigas y conocidas
que se lanzan con sus propios argumentos. «Qué emoción, ya tenemos otra
motivación, gracias a esto saldremos a la calle en busca de nuestro Cristóbal
Colón» –afirma una. «Desde hoy ya no nos interesan las manos suaves y angulosas
de pianista, ahora lo que buscamos es el dedo salchicha, la espada láser, la
longaniza » – apoya otra. A partir de ese momento sufro una especie de
deformación profesional y no puedo evitar calibrar las medidas, a ojo de buen
cubero, cuando hablo con un camarero, un médico o el marido de alguna amiga.
Nosotras nos convertimos en una suerte de secta y cuando alguna detecta lo que
piensa que cree que es un buen ejemplar, lo anuncia con la adaptación de un
término fotográfico para designar esta valoración de tinte pornográfico: “gran
anular”. Me planteo que es curioso que sea precisamente el anular el dedo donde
se lleva el anillo de casado, como si al rodearlo con la alianza el hombre
quedara señalado y por lo tanto sexualmente castrado. Pienso entonces que igual
es al contrario y esa circunferencia de oro solo sea la pista de donde tenemos
que posar nuestra vista. En cualquier caso el tema del dedo a nosotras nos ha
dado para un buen rato de cachondeo. Me imagino a más de uno que, dada su
tendencia a fantasmear, se planteará en breve hacérselo alargar.
viernes, 24 de enero de 2014
viernes, 17 de enero de 2014
LOS ZAPATOS DEL PRESIDENTE
En 2005 Joseph Aloisius Ratzinger
es coronado como Benedicto XVI y algunos de los primeros titulares los
protagonizan sus llamativos zapatos de piel roja, que muchos atribuyen a cierta
sofisticación, incluso a las ganas de llamar la atención, pero que en realidad
son el símbolo de la sangre de los mártires cristianos. Tres años después salta
a la palestra Lady Gaga y sus vertiginosas plataformas de diseños imposibles,
que la elevan al estatus de rareza y hacen de su caminar misión imposible.
Recién iniciado 2014 un hombre sale de un portal en París intentando pasar
desapercibido, con paso presto, el casco de la moto puesto y toda la pinta de haber
hecho algo prohibido. Un paparazzi capta el momento y una revista sensacionalista
señala con el dedo a François Hollande, el mandatario francés. La prueba
incriminatoria no es la forma de moverse, la estatura, ni la incipiente
barriga. El quid de todo el asunto está en los zapatos de piel negra, cara y
trabajada que lleva el infiel. Tras la publicación su esposa ingresa en un
hospital con una crisis de ansiedad y se comienza a hablar de Julie Gayet, la
amante, una actriz veinte años menor con ese aura algo dejada-despeinada-recién
trajinada que tienen las francesas de bien. Si el calzado del antiguo Papa
recrea cierta esencia de esnobismo y los zancos de Gaga elevan la moda al
paroxismo, ese par de mocasines pueden terminar convertidos en el símbolo de la
lujuria, de la erótica del poder, del engaño de altos vuelos entre el mandato
ejecutivo y la vedette. El presidente, al ser desenmascarado, reconoce sentirse
indignado y asegura: «los asuntos privados deben tratarse
en privado». Yo le diría que hubiese antes pensado en el calzado, pues no es el
primero que juega a ser el amante motorizado. Siempre le podrá pedir consejo a
ese otro cazador cazado.
viernes, 10 de enero de 2014
MARCHA NUPCIAL
A Laura le
invitan a una boda. La que se casa es una antigua amiga del colegio a la que
con el tiempo sólo ve de uvas a peras. El novio es un tipo agradable y
atractivo con el que, y durante el año que ellos empezaron a salir, Laura tuvo
un rollito. Pese a que se trata de una cosa del pasado, a ella le invade el
arrepentimiento y piensa que no debe de ir, que es una traición que a su amiga,
en el caso de enterarse, le haría sufrir. Cuando está pensando una excusa la
amiga le llama tan ilusionada que ella no puede hacer nada. El día de la boda,
al llegar a la iglesia, mira al novio que está bueno que te cagas. La novia
entra del brazo del padre emocionada, dispuesta a dar el paso de su vida. Un
potente coro entona la marcha nupcial Lohengrin de Wagner. Laura se
siente sobrecogida y le viene a la memoria cuando era pequeña y recorría el
pasillo con una servilleta en la cabeza, emulando su futuro enlace. Recuerda
entonces la noche, unos diez años atrás, que se encontró con el ahora novio en
un pub. Tras compartir una juerga loca terminaron en un pisito viejo de su
abuela, precipitados sobre un sofá, haciéndose de todo con las manos y la boca.
Levanta la mirada hacia al altar y, sintiendo la necesidad de redención,
reconoce para sí misma que no fue sólo una vez, que han estado juntos en más de
una ocasión que, a decir verdad, durante la última década se han visto con
asiduidad. El novio da el sí quiero y Laura lo nota cortado, como forzado. Se
le pasa por la mente que ella nunca querría envejecer junto a un tío que le
pone tan caliente, que no quiere ser venerada y respetada, que prefiere ser
fornicada y acabar algunas noches satisfecha y sudada. Al finalizar suena el
“Aleluya Exultate Jubilate” de Mozart y sale cogida de la mano de su marido, un
tipo de aspecto distinguido con el que lleva siete años de casada y por el que se
siente muy querida y protegida.
martes, 7 de enero de 2014
LA GRAN BELLEZA
La noche de Valencia hace
aguas para aquellos que ya han quemado ciertos años. Comentamos en una cena que
en Londres, París o Madrid hay todo un circuito de locales o propuestas para
satisfacer a ese grupo que oscila entre los treinta y largos hasta más allá de
los cincuenta. Lugares en los que respirar modernidad, con ambiente mezclado
por sexo, actitud y edad, buena oferta de copas y música de calidad donde poder
bailar o intimar o tener una noche loca. Inspirada por la película “La Gran
Belleza”, de Paolo Sorrentino, me dejo llevar y visualizo las Atarazanas del
Grao, el claustro del San Pío V, la Lonja o los Jardines de Monforte tomados
por una noche, decorados para el momento, conquistados para el divertimento, el
esparcimiento, en una invasión glamurosa. Las mujeres, bellas, con sus cuerpos
esculpidos y luciendo tacones imposibles, magnificadas por la presencia de esos
lugares de ensueño a ritmo de música electrónica en su vertiente más
psicodélica. Los hombres observan a través del cristal, provocados por el
influjo delirante de esas veladas florecientes. Las noches cálidas de la ciudad
podrían entregarse a esa fantasía puntual de talante nocturno y venial que
tendría su fin al alba, borrando su estela con el día y dejando a los
asistentes a la espera de otra más.
Alguien de la mesa comenta
que un grupo de empresarios se está planteando montar un club privado en un
edificio escogido, un lugar pensado para el encuentro de unos pocos elegidos
que deseen pagar. Los interesados tendrán que ser aceptados por el núcleo duro
del lugar y seguir una serie de preceptos, asumir ciertos conceptos basados en
la privacidad, la exclusividad, lo prohibido. A mi la cosa me recuerda a “Eyes Wide
Shut”, de Kubrick, donde un grupo de enmascarados se reúne en un lugar al azar,
entregados a una orgía onírica y secreta, una fantasía sexual grupal con
prostitutas e invitados misteriosos. Salvando las distancias, y atendiendo a la
realidad, convenimos que en Valencia la cosa no funcionaría. La razón es la
densidad de población y el hecho de que con el tiempo siempre verías a las
mismas personas, como en el club social del bloque de apartamentos. «Echaríamos
en falta novedad, diversidad» –decidimos. Una nos habla, a través de la
experiencia de su hijo, de las discotecas que pegan en este momento, que suman
unas cinco situadas en distintos barrios de la ciudad. Por lo que cuenta la
tónica general es la extrema juventud de los asistentes, cuya media oscila entre
los quince o menos y los veinte, y las escaramuzas pseudosexuales que efectúa
ese colectivo instruido en las artes digitales. La cosa se basa en colgar fotos
atrevidas o pensamientos desvaídos en Instagram o Twitter, con el fin de
mostrarse, abrirse al prójimo sin tener que hablar. Por las imágenes que nos
enseña de la cuenta de su pequeño descubrimos que si bien ellos están muy
desarrollados para su edad, las niñas dejan a la tentadora Lolita al nivel de beata.
Maquilladas, enmelenadas, entaconadas, ajustadas y con una actitud muy Miley–Rihanna
resumida en el mantra: «siempre hago lo que me pasa por el tanga». «Debemos de
encontrar nuestro lugar» –opina otra. Alguien propone apuntarnos a bailes de
salón y el resto le ignoramos. «No lo entendéis. Es una opción postmoderna,
avanzada, osada. Está a punto de volver, si nos ponemos ahora cuando regrese la
moda estaremos en la cresta de la ola» –argumenta. Nos plantemos que en este
año que entra vamos a ser más activos y creativos al respecto. Alguien habla de
organizar cenas con desconocidos en lugares improvisados y se suceden las
propuestas como las experiencias rurales, acudir a la vendimia, domesticar un
gallo o escalar los picos más altos de España. Al despedirnos comentamos que,
aunque no hemos sacado ninguna conclusión, por lo menos hemos estimulado la
imaginación. Toda fantasía deja un poso, un caldo de cultivo concentrado que te
asalta el día menos pensado y te pinta de dorado el interior la cabeza. Y ahí
está, me imagino, la clave de esa gran belleza.
viernes, 3 de enero de 2014
LA LLAMADA DESEADA
Pese a la hegemonía del Smartphone
y la tiranía que el WhatsApp ejerce en nuestras vidas, todavía queda un reducto
para el suspense, una parcela de tradicionalidad que nos transporta al pasado:
esperar una llamada de alguien que te gusta, de ese trabajo al que te has
presentado o del amante que parece distanciado. Ese momento, que se puede extender
desde un minuto, hasta una tarde o varios días, genera en el interesado
expectación y desarrolla su imaginación hacia varias posibilidades que oscilan
entre el pesimismo, el optimismo o el puro realismo. Recuerdo que una amiga,
tras esperar como una posesa que el macizo que le pidió el número en una fiesta
muy divertida diera señales de vida, me invita a su casa a cenar. «Hoy es
jueves, me va a llamar. Querrá quedar mañana y ha esperado hasta el último
momento para aparentar normalidad» –afirma. Yo la escucho admirada por su
seguridad. Ella prepara caipiroskas en la mesa del salón poniendo toda su
atención. «¿Hace cuantos días lo conociste?» –pregunto. «Casi diez. Me tiene
totalmente absorbida, creo que va a ser el polvo de mi vida» –sentencia.
Entonces, y como una señal del destino, su teléfono empieza a sonar. Yo salto
del sofá y miro pantalla: «¡Es Adrián!» –le grito. Ella termina de servir el
vodka sin levantar la mirada, deja la botella y le pone el tapón. Se seca las
manos con un trapo de algodón. Abre un armario del que saca dos posavasos de
cristal. «¡Joder, que va a colgar!» –le insisto. Con paso de gacela se acerca y
me entrega una copa. Con la otra se acerca su cóctel a la boca y bebe
tranquila. Entonces gira su cabeza, alarga el brazo y coge el teléfono que de
tanto sonar parece que ha empezado a bramar.
«¿Qué tal?» –contesta con una sonrisa. Semanas después, y a tenor del
placentero resultado, puedo decir que la intención debe de ser inversamente
proporcional a la esperanza que tengamos en lo anhelado.
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