viernes, 24 de enero de 2014

EL TAMAÑO DEL ANULAR



Me entero por un sesudo estudio de la Universidad de Seúl que el tamaño de los dedos de la mano derecha está íntimamente relacionado con las medidas de la masculinidad. Es decir, que si el dedo anular es más largo que el índice el macho estará bien dotado, tirando por tierra viejas teorías sobre la forma de la nariz o el grosor del pulgar. El tema tiene que ver con los andrógenos y la testosterona del varón durante los meses de gestación y ha sido confirmado con sujetos voluntarios. La noticia causa cierto revuelo entre amigas y conocidas que se lanzan con sus propios argumentos. «Qué emoción, ya tenemos otra motivación, gracias a esto saldremos a la calle en busca de nuestro Cristóbal Colón» –afirma una. «Desde hoy ya no nos interesan las manos suaves y angulosas de pianista, ahora lo que buscamos es el dedo salchicha, la espada láser, la longaniza » – apoya otra. A partir de ese momento sufro una especie de deformación profesional y no puedo evitar calibrar las medidas, a ojo de buen cubero, cuando hablo con un camarero, un médico o el marido de alguna amiga. Nosotras nos convertimos en una suerte de secta y cuando alguna detecta lo que piensa que cree que es un buen ejemplar, lo anuncia con la adaptación de un término fotográfico para designar esta valoración de tinte pornográfico: “gran anular”. Me planteo que es curioso que sea precisamente el anular el dedo donde se lleva el anillo de casado, como si al rodearlo con la alianza el hombre quedara señalado y por lo tanto sexualmente castrado. Pienso entonces que igual es al contrario y esa circunferencia de oro solo sea la pista de donde tenemos que posar nuestra vista. En cualquier caso el tema del dedo a nosotras nos ha dado para un buen rato de cachondeo. Me imagino a más de uno que, dada su tendencia a fantasmear, se planteará en breve hacérselo alargar.

viernes, 17 de enero de 2014

LOS ZAPATOS DEL PRESIDENTE


En 2005 Joseph Aloisius Ratzinger es coronado como Benedicto XVI y algunos de los primeros titulares los protagonizan sus llamativos zapatos de piel roja, que muchos atribuyen a cierta sofisticación, incluso a las ganas de llamar la atención, pero que en realidad son el símbolo de la sangre de los mártires cristianos. Tres años después salta a la palestra Lady Gaga y sus vertiginosas plataformas de diseños imposibles, que la elevan al estatus de rareza y hacen de su caminar misión imposible. Recién iniciado 2014 un hombre sale de un portal en París intentando pasar desapercibido, con paso presto, el casco de la moto puesto y toda la pinta de haber hecho algo prohibido. Un paparazzi capta el momento y una revista sensacionalista señala con el dedo a François Hollande, el mandatario francés. La prueba incriminatoria no es la forma de moverse, la estatura, ni la incipiente barriga. El quid de todo el asunto está en los zapatos de piel negra, cara y trabajada que lleva el infiel. Tras la publicación su esposa ingresa en un hospital con una crisis de ansiedad y se comienza a hablar de Julie Gayet, la amante, una actriz veinte años menor con ese aura algo dejada-despeinada-recién trajinada que tienen las francesas de bien. Si el calzado del antiguo Papa recrea cierta esencia de esnobismo y los zancos de Gaga elevan la moda al paroxismo, ese par de mocasines pueden terminar convertidos en el símbolo de la lujuria, de la erótica del poder, del engaño de altos vuelos entre el mandato ejecutivo y la vedette. El presidente, al ser desenmascarado, reconoce sentirse indignado y asegura: «los asuntos privados deben tratarse en privado». Yo le diría que hubiese antes pensado en el calzado, pues no es el primero que juega a ser el amante motorizado. Siempre le podrá pedir consejo a ese otro cazador cazado.


viernes, 10 de enero de 2014

MARCHA NUPCIAL




A Laura le invitan a una boda. La que se casa es una antigua amiga del colegio a la que con el tiempo sólo ve de uvas a peras. El novio es un tipo agradable y atractivo con el que, y durante el año que ellos empezaron a salir, Laura tuvo un rollito. Pese a que se trata de una cosa del pasado, a ella le invade el arrepentimiento y piensa que no debe de ir, que es una traición que a su amiga, en el caso de enterarse, le haría sufrir. Cuando está pensando una excusa la amiga le llama tan ilusionada que ella no puede hacer nada. El día de la boda, al llegar a la iglesia, mira al novio que está bueno que te cagas. La novia entra del brazo del padre emocionada, dispuesta a dar el paso de su vida. Un potente coro entona la marcha nupcial Lohengrin de Wagner. Laura se siente sobrecogida y le viene a la memoria cuando era pequeña y recorría el pasillo con una servilleta en la cabeza, emulando su futuro enlace. Recuerda entonces la noche, unos diez años atrás, que se encontró con el ahora novio en un pub. Tras compartir una juerga loca terminaron en un pisito viejo de su abuela, precipitados sobre un sofá, haciéndose de todo con las manos y la boca. Levanta la mirada hacia al altar y, sintiendo la necesidad de redención, reconoce para sí misma que no fue sólo una vez, que han estado juntos en más de una ocasión que, a decir verdad, durante la última década se han visto con asiduidad. El novio da el sí quiero y Laura lo nota cortado, como forzado. Se le pasa por la mente que ella nunca querría envejecer junto a un tío que le pone tan caliente, que no quiere ser venerada y respetada, que prefiere ser fornicada y acabar algunas noches satisfecha y sudada. Al finalizar suena el “Aleluya Exultate Jubilate” de Mozart y sale cogida de la mano de su marido, un tipo de aspecto distinguido con el que lleva siete años de casada y por el que se siente muy querida y protegida.

martes, 7 de enero de 2014

LA GRAN BELLEZA


La noche de Valencia hace aguas para aquellos que ya han quemado ciertos años. Comentamos en una cena que en Londres, París o Madrid hay todo un circuito de locales o propuestas para satisfacer a ese grupo que oscila entre los treinta y largos hasta más allá de los cincuenta. Lugares en los que respirar modernidad, con ambiente mezclado por sexo, actitud y edad, buena oferta de copas y música de calidad donde poder bailar o intimar o tener una noche loca. Inspirada por la película “La Gran Belleza”, de Paolo Sorrentino, me dejo llevar y visualizo las Atarazanas del Grao, el claustro del San Pío V, la Lonja o los Jardines de Monforte tomados por una noche, decorados para el momento, conquistados para el divertimento, el esparcimiento, en una invasión glamurosa. Las mujeres, bellas, con sus cuerpos esculpidos y luciendo tacones imposibles, magnificadas por la presencia de esos lugares de ensueño a ritmo de música electrónica en su vertiente más psicodélica. Los hombres observan a través del cristal, provocados por el influjo delirante de esas veladas florecientes. Las noches cálidas de la ciudad podrían entregarse a esa fantasía puntual de talante nocturno y venial que tendría su fin al alba, borrando su estela con el día y dejando a los asistentes a la espera de otra más.
Alguien de la mesa comenta que un grupo de empresarios se está planteando montar un club privado en un edificio escogido, un lugar pensado para el encuentro de unos pocos elegidos que deseen pagar. Los interesados tendrán que ser aceptados por el núcleo duro del lugar y seguir una serie de preceptos, asumir ciertos conceptos basados en la privacidad, la exclusividad, lo prohibido. A mi la cosa me recuerda a “Eyes Wide Shut”, de Kubrick, donde un grupo de enmascarados se reúne en un lugar al azar, entregados a una orgía onírica y secreta, una fantasía sexual grupal con prostitutas e invitados misteriosos. Salvando las distancias, y atendiendo a la realidad, convenimos que en Valencia la cosa no funcionaría. La razón es la densidad de población y el hecho de que con el tiempo siempre verías a las mismas personas, como en el club social del bloque de apartamentos. «Echaríamos en falta novedad, diversidad» –decidimos. Una nos habla, a través de la experiencia de su hijo, de las discotecas que pegan en este momento, que suman unas cinco situadas en distintos barrios de la ciudad. Por lo que cuenta la tónica general es la extrema juventud de los asistentes, cuya media oscila entre los quince o menos y los veinte, y las escaramuzas pseudosexuales que efectúa ese colectivo instruido en las artes digitales. La cosa se basa en colgar fotos atrevidas o pensamientos desvaídos en Instagram o Twitter, con el fin de mostrarse, abrirse al prójimo sin tener que hablar. Por las imágenes que nos enseña de la cuenta de su pequeño descubrimos que si bien ellos están muy desarrollados para su edad, las niñas dejan a la tentadora Lolita al nivel de beata. Maquilladas, enmelenadas, entaconadas, ajustadas y con una actitud muy Miley–Rihanna resumida en el mantra: «siempre hago lo que me pasa por el tanga». «Debemos de encontrar nuestro lugar» –opina otra. Alguien propone apuntarnos a bailes de salón y el resto le ignoramos. «No lo entendéis. Es una opción postmoderna, avanzada, osada. Está a punto de volver, si nos ponemos ahora cuando regrese la moda estaremos en la cresta de la ola» –argumenta. Nos plantemos que en este año que entra vamos a ser más activos y creativos al respecto. Alguien habla de organizar cenas con desconocidos en lugares improvisados y se suceden las propuestas como las experiencias rurales, acudir a la vendimia, domesticar un gallo o escalar los picos más altos de España. Al despedirnos comentamos que, aunque no hemos sacado ninguna conclusión, por lo menos hemos estimulado la imaginación. Toda fantasía deja un poso, un caldo de cultivo concentrado que te asalta el día menos pensado y te pinta de dorado el interior la cabeza. Y ahí está, me imagino, la clave de esa gran belleza.

viernes, 3 de enero de 2014

LA LLAMADA DESEADA


Pese a la hegemonía del Smartphone y la tiranía que el WhatsApp ejerce en nuestras vidas, todavía queda un reducto para el suspense, una parcela de tradicionalidad que nos transporta al pasado: esperar una llamada de alguien que te gusta, de ese trabajo al que te has presentado o del amante que parece distanciado. Ese momento, que se puede extender desde un minuto, hasta una tarde o varios días, genera en el interesado expectación y desarrolla su imaginación hacia varias posibilidades que oscilan entre el pesimismo, el optimismo o el puro realismo. Recuerdo que una amiga, tras esperar como una posesa que el macizo que le pidió el número en una fiesta muy divertida diera señales de vida, me invita a su casa a cenar. «Hoy es jueves, me va a llamar. Querrá quedar mañana y ha esperado hasta el último momento para aparentar normalidad» ­–afirma. Yo la escucho admirada por su seguridad. Ella prepara caipiroskas en la mesa del salón poniendo toda su atención. «¿Hace cuantos días lo conociste?» –pregunto. «Casi diez. Me tiene totalmente absorbida, creo que va a ser el polvo de mi vida» –sentencia. Entonces, y como una señal del destino, su teléfono empieza a sonar. Yo salto del sofá y miro pantalla: «¡Es Adrián!» –le grito. Ella termina de servir el vodka sin levantar la mirada, deja la botella y le pone el tapón. Se seca las manos con un trapo de algodón. Abre un armario del que saca dos posavasos de cristal. «¡Joder, que va a colgar!» –le insisto. Con paso de gacela se acerca y me entrega una copa. Con la otra se acerca su cóctel a la boca y bebe tranquila. Entonces gira su cabeza, alarga el brazo y coge el teléfono que de tanto sonar parece que ha empezado a bramar.  «¿Qué tal?» –contesta con una sonrisa. Semanas después, y a tenor del placentero resultado, puedo decir que la intención debe de ser inversamente proporcional a la esperanza que tengamos en lo anhelado.