viernes, 28 de febrero de 2014

EL GALLO GANADOR




Coincido el otro día en una cena con dos varones desconocidos, amigos de unos amigos. El primero tiene cuarenta y largos, es alto, bien parecido y tiene un punto interesante. El segundo rondará los sesenta, es de estatura media, parece de entrada callado y no destaca por agraciado. En la mesa además hay un par de solteras de buen ver que, y como las abejas al panal, ponen toda su atención en el primero, que parece pasarlo fenomenal. Éste, el guapo, habla con seguridad de su trabajo de asesor y nos narra sus gustos en pintura y fotografía, mientras reparte sonrisas encantador. Las damas asienten y lo miran como si fuera lo más fascinante del mundo entero y casi se caen de la silla cuando descubren que es hetero y está soltero. El segundo, que ha permanecido hasta el momento en un plano inferior, se va soltando echando mano de ese valor tan seguro que es el sentido del humor. Ya calientes por el vino, las señoras viran su atención hacia este señor inteligente que se confiesa amante de la cocina, el vino y la buena conversación. El primero, que lleva un rato ausente, trata de recuperar su lugar hablando de ejercicio y nos instruye sobre cómo nos tenemos que cuidar con ciertos hábitos alimenticios. El segundo dice entonces que a las señoras hay que tratarlas como si fueran una pareja de vals, acompañarlas con suavidad intentando seguir su ritmo pero sin agobiar. El primero dice que le gustan las mujeres que van despacio y le dejan mantener su espacio. El segundo afirma que la dama se vuelve más bella con la maternidad y asegura que la mujer madura y segura le parece irresistible. El primero parece confundido y percibo su estatus: tocado y hundido. Tras el postre se marcha a casa alegando que tiene que madrugar y el otro, el vencedor, acaba la velada siendo el centro de atención. Así queda confirmado que, en estos casos, la ciencia que mejor funciona es sin duda la experiencia.

viernes, 21 de febrero de 2014

SÍNDROME DEL VESTUARIO


Leo que cada vez hay más hombres aquejados del llamado “síndrome del vestuario”, una suerte de patología que surge por la comparativa, muchas veces inconsciente, entre miembros. Por una compleja ecuación neuronal, el macho tendería a percibir su órgano sexual como más pequeño de lo que realmente es, activando en su cerebro una cadena de mecanismos que atacarían, en última instancia, a su autoestima. Aquí el varón tiene mucho que aprender de la mujer. Pues, y de una manera innata que quizás tiene que ver con una rama de la ciencia conectada con el instinto de supervivencia, nosotras tendemos a ver en las otras una realidad adaptada. Es decir, que si la hembra tiene un pecho perfecto nuestros ojos irán directos al culo, la rodilla o a cualquier otra parte de su cuerpo hasta dar con el defecto. Gracias a esta mirada sesgada se lleva a cabo una compensación que equilibra la visión y nos protege del desánimo. Con el tema de las parejas pasa un poco igual. Si un tío se pasea con una acompañante despampanante el resto lo verá como un triunfador y lo imaginará atendido por esa ninfa descomunal, que no sólo es sexy y diligente sino que destaca por trabajadora, inteligente y buena conversadora. Para nosotras es diferente. Cuando vemos a otra en compañía de un tío guapo y encantador, que además es un padrazo y tiene aura de triunfador, pensamos al segundo en cual será la tara, que quizás es una suegra obsesionada, o resulta que la caga cuando abre la boca, o es un picha loca. En ambos casos nosotras hemos aprendido a paliar el padecimiento producido por el brillo ajeno a golpe de práctica lógica. Por ello les animo a los señores a no calibrar su hombría en función de las medidas del vecino pues sobretodo, y especialmente en el caso expuesto, muchas veces la percepción del tamaño tiene mucho que ver con el contexto, la situación y hasta el presupuesto.

lunes, 17 de febrero de 2014

AMOR ABIERTO




He aquí una gran contradicción: la infidelidad está de moda, al mismo nivel que lo está la estabilidad. Coincidiendo con el boom de páginas web para infieles, donde para entrar tienes que tener a alguien a quién engañar, resulta que en Hollywood se pone de moda la pareja estable y con hijos, en un retorno al modelo convencional. Y aquí el dilema: algunos no desean la separación, pero tampoco quieren quedarse fuera de circulación. De ahí que la monogamia quede como una convención pendiente de revisión. Conozco un matrimonio que ha decidido abrir una puerta, levantar la veda, entrar en el terreno de lo que se conoce como pareja abierta. Una vez al mes, y además han acordado que sea a la vez, tienen licencia para quedar, charlar, cenar o intimar con otro. Pese a lo loco del asunto, entre ellos han pactado una reglas que no se pueden saltar: será sólo ese día y no más, la vuelta a casa no será después de las 6 de la madrugada, lo ocurrido durante la velada no se hablará, pues está prohibido preguntar. En las citas tendrán que evitar la zona del centro y escoger lugares en las afueras de la ciudad o espacios interiores. Me dice la esposa que empezaron un año atrás para superar una crisis. Cuenta que al principio pensaba que la cosa acabaría mal, pero que les ha ido fenomenal. Durante el mes se comportan de manera normal pero, y gracias al secreto compartido, han visto aumentar su complicidad. El día D ninguno se puede enfadar ni hay lugar para el remordimiento, pues los dos tienen la atención puesta en su propio divertimento. «¿Y si alguno no tiene con quién quedar?» –pregunto. «No siempre hay sexo, a veces es un cine o una cena con un ex. Lo que a mi me engancha es la sensación de libertad» – explica. «¿Y los otros también están  casados?» –me intereso. Ella entorna los ojos y me dedica una sonrisa cómplice: «No te imaginas lo amplio que es el mercado» – asegura.

ES LA TIERRA DEL AMOR



A principios de semana me enseña una amiga el modelito de ropa íntima que se ha comprado para San Valentín. Adquirido en la tienda de una conocida firma italiana  que se encuentra cercana a Colón, el conjunto consta de dos piezas elaboradas con unas gomas anchas de lycra en negro. El sujetador está formado por dos pequeñas bañeras que tapan medio pecho justo hasta que acaba el pezón y tiene la espalda cruzada por varias tiras, al igual que la parte trasera inferior, dándole una apariencia arácnida. «¿Y tú crees que esto es lo adecuado para la ocasión? Le veo un punto sado» –le digo. «Mi marido ha cambiado, será la edad. Se ha vuelto más sofisticado. Primero fueron las botas de cuero. Ahora le pone este rollo hard» –me informa. Dos días después me envía una autofoto realizada en el baño con el conjunto puesto, el pelo revuelto y el rostro congestionado. «Estrenado» – es el texto que acompaña a la imagen. Pese a que se ha adelantado al día de los enamorados me parece que ha sido una excelente celebración, que denota el buen estado de su relación. Me planteo si en terrenos del amor el hecho en sí puede condicionar el sentimiento y la intención. Pienso en cómo se conocieron mis padres y en esas sesiones vespertinas en Chacalay, uno de los locales de moda a mediados de los cincuenta situado en la Calle Salvá. Allí los jóvenes tomaban combinados y compartían charlas y algunos, los más avezados, salían a  bailar, pues era la forma más cercana de intimar. También sé de los paseos por la Gran Vía, en grupos de chicos por un lado, y de chicas por el otro, en búsqueda de esa mirada que confirmara una pasión no prohibida pero si contenida. Los Viveros también fueron durante mucho tiempo uno de los lugares en los que dar rienda suelta al amor más casto. A finales de los sesenta es la “Bounty” la discoteca donde, en las zonas de penumbra, los enamorados se entrenaban con los primeros magreos. En la boîte “El Buho”, situada por Ruzafa, iba gente un poco más mayor y por ende los jovencitos más lanzados en busca de experimentación. En la Alameda pegaba “Flamingo”, frecuentado por un ambiente más mezclado y en una calle anexa a Navarro Reverter estaba “Whisky a go-gó”, epicentro de la modernidad donde no importaba el sexo o la edad. Me cuentan que en Justo y Pastor abrió en plenos setenta “Le Paradis”, local ubicado en un palacete con un gran jardín donde se podía retozar bajo los naranjos. Otra opción eran los cines de reestreno. El Goya, el Avenida, el Tyris o el Metropol ofrecían oscuridad y la proximidad de unas sillas de madera donde poder juntar la piel. Años más tarde me cuentan algunos amigos que sube la temperatura en “Servus”, un pequeño local de Grabador Esteve donde en los primeros ochenta las parejitas se acomodaban en unos sofás de terciopelo, colocados en una sola dirección como si fuera un vagón. Aquellos que conseguían llevarse a la chica que les gustaba hasta el sillón salían de allí con un calentón de narices. Los que querían bailar y frecuentar a gente guapa acudían a “Distrito 10”, local imprescindible en el momento . En los noventa si tenías una cita ibas a la zumería, la heladería, a dar una vuelta por el centro comercial o a las discotecas en las sesiones light. Si la cosa iba a más tenías el cauce del río hasta que te hacías un poco más mayor y podías montártelo en el coche, o disfrutar de los numerosos garitos de la noche. Tengo entendido que los chicos y las chicas de hoy, a los que hasta hace poco quedar en la Plaza de los Pinazo les parecía el planazo, y que se lo montaban en pleno botellón, lo solucionan ahora por WhatsApp y obtienen la información en las redes sociales. Yo lo pienso y llego a la conclusión de que sea cual sea su opción y con independencia de cuales fueran los lugares frecuentados por su generación, viva en pareja, se considere un descreído de lo romántico o le parezca que el día de los enamorados sea una absurda invención, esta, su ciudad, siempre estará presente como ese decorado privilegiado donde vio florecer, consumar o concluir el amor. Es por ello que carga con el peso de ser la tierra de las flores, de la luz y del exceso.




domingo, 9 de febrero de 2014

DESEO FEMENINO


En un artículo reciente sobre el deseo carnal de la mujer leo que este disminuye con los años, si se encuentra en pareja. ¿Y el de los hombres qué? –dirán. Lo que mengua en este caso es la frecuencia y los niveles de satisfacción, pero no la motivación. Explica que la excitación en el macho se activa como si fuera un botón y que para ellas el tema es más complejo, que cada vez es como si tuvieran que componer una jugada de ajedrez. El apogeo sensual de la dama, añade, se da a los cuarenta y tantos y aquí la sorpresa: se ha descubierto que no es cierto que su máxima aspiración sexual tenga que ver la reproducción. Así quedaría desterrada la idea de que ellas prefieren la monogamia y el romanticismo y que ellos son más de botifarra y jamón. Asegura que un potente laboratorio se encuentra trabajando en la Lybrido, la píldora mágica femenina que promete elevar su libido a niveles de concurso. Su lanzamiento al mercado casi se ha convertido en un asunto de estado pues el macho, consciente del poder de este fármaco, vive acojonado. Imagínenlo temblando, pensando que es su novia o su esposa la que, fulminada por una repentina y artificial excitación, sucumbe a las garras de la pasión con ese conocido con el que se cruza una noche. «No me he podido controlar», «me he dejado llevar», «no ha significado nada», «sólo ha sido sexo, lo nuestro es amor» – la visualiza diciendo, utilizando esas justificaciones que durante siglos han sido patrimonio exclusivo de los varones. Al día siguiente él recibirá unas flores en el trabajo y durante varias semanas ella se mostrará mansa y encantadora, echándole mucho cuento al rollo del arrepentimiento. Él se reprochará a sí mismo no haber estado más dispuesto, pues ya se habrá dado cuenta de que lo que no se obtiene en casa, se trajina fuera con el primero que pasa. Seguro qué a más de uno le suena esta situación y se sabe hasta el guión.





CENA CLANDESTINA


Leo en este diario que “La cena de los idiotas” ha vuelto a la ciudad. Una versión renovada del desternillante texto se interpreta estos días en el Olympia. Muchos de los que no han visto la obra conocerán la historia por la película del mismo nombre, dirigida por Francis Veber en 1998. La acción se centra en la cena que los miércoles organizan un grupo de amigos. Cada uno de ellos debe de llevar consigo un tipo poco brillante con el fin de dar con el idiota universal, un sujeto tonto de remate que anime la velada con su ignorancia infinita. El tema me viene a la cabeza la noche que me invitan a una cena clandestina. «¿Cómo?» –me sorprendo. «La cena la organiza un chico en su piso. Allí reúne a unas diez personas mezcladas. Prepara la comida y escoge el vino. Nosotros seremos cuatro y el resto desconocidos. Me han dicho que es muy divertido» ­–me explica. La propuesta me parece, por lo menos, estimulante. Empiezo a elucubrar con una larga lista de posibilidades que se pueden dar. Me imagino sentados frente a algún ex, o ese vecino que me cae mal, un antiguo jefe, un rollito de BUP, una profesora del pasado o un político de bagaje complicado.
Por fin llega el día escogido. Jueves. De camino a la dirección señalada pienso que el jueves es mejor, que es un día informal, que si la cosa pinta mal te puedes escaquear con la excusa de que tienes que madrugar. Llegamos al portal de una finca tipo señorial en el cogollo comercial de la ciudad. Tras marcar el número en el telefonillo la puerta de abre sin más y nosotros nos miramos. «¿No será un rollito sexual?, ¿Quién te lo ha recomendado?» –le pregunto al amigo que nos ha movilizado. «No estaría mal. Ya tendrías inicio para tu libro: una orgía con la flor y nata de la ciudad. Podrías presentar Valencia como el nuevo reducto del vicio. Con la edición en papel podrían regalar un condón» ­–­suelta serio. Subimos a pie hasta el segundo piso comentando mi supuesto debut editorial. Cuando llegamos al rellano la puerta está abierta. Dentro nos encontramos con un inmenso salón, iluminado por velas, con tres enormes ventanales que ofrecen una perspectiva única del Mercado de Colón. En el centro una mesa alargada decorada de manera sobria, en las paredes un par de pinturas escogidas. Un incensario que pende junto a la puerta despliega un aroma embriagador. Una pareja, ella alta, joven y atractiva, él bajito y mayor, mira a la calle degustando una copa de vino. Se acercan a saludarnos agradables. Por un pasillo aparecen dos chicas de edad indefinida vestidas con una especie de sari, una en verde y otra en marrón. Somos presentadas y por un momento tengo la sensación de que se mueven de manera sincronizada. Entonces sale el anfitrión y nos ofrece una copa. Alto, delgado, lleva una especie de bata puesta y me recuerda a un director de orquesta. Las vistas a la calle centran en ese momento la conversación. Por la puerta aparece una pareja más. El chico, de aspecto tímido, lleva en la mano un marco con la foto de un paisaje de montaña y lo que parecen unos perros al fondo. Tras saludar lo coloca en un lado de la mesa, todos lo miramos sin mirar pero nadie tiene los cojones de preguntar. Nos sentamos según indica el organizador. Le cena se compone de varios platos, tipo degustación. El que nos recibe nos va contando detalles sobre los ingredientes y la preparación. El grupo disfruta de su arte culinario y tengo la sensación de que seguimos una especie de guión, con diálogos mezclados sobre temas que van desde el plan de rescate de Detroit, la última bienal de arte de Venecia o una crema de blanqueamiento anal. Las horas no parecen pasar, me sobrecoge un pensamiento buñuelista, como si estuviéramos en una réplica de “El Ángel Exterminador”, y me obsesiona la idea de que cuando llegue el momento, nunca podremos salir. A eso de la una nos marchamos dejando al resto del grupo sentado. Días después me viene a la cabeza que quizás ellos sigan allí, atrapados en ese espejismo de mundanidad. Recuerdo entonces la despedida del dueño de la casa: «La vida es divertida» –asegura. Caigo más tarde en la cuenta de que esa frase no es de él,  sino que es dicha por uno de los personajes en la película de Buñuel.






lunes, 3 de febrero de 2014

MÉNAGE À TROIS


Comparte conmigo un amigo algo pendón, de esos que nunca se ha casado y que a los casi cincuenta tira de agenda, una curiosa revelación. Un viernes noche está de copas con otro amigo cuando a eso de las dos de la madrugada recibe una llamada. En la calle escucha la voz de la atractiva heredera de una familia de bien, una chica madura con potente delantera, cabra loca y soltera, a la que de vez en cuando frecuenta. En tono suave pero firme le dicta un simple mandato: «ven». Él sonríe algo bufado y le explica que está acompañado, que va a despedirse de su colega para no dejarlo colgado. Entonces ella añade: «que venga también él». Sorprendido, le cuenta la propuesta a su compañero, que va igual de chispado y acepta lanzado. Por el camino comentan entre risas que seguro que se trata de un bulo y luego hacen algunas bromas sobre sus respectivos culos. Tras entrar en el portal suben los diez pisos en ascensor y hacen un pareado chistoso con la palabra frío y el término trío. La dama les recibe en el salón con la luz apagada y los conduce sin hablar a la habitación. Uno de ellos la empieza a besar y el otro se queda en un segundo plano, hasta que ella lo coge de la mano. Unas tres horas después los dos se suben de nuevo al ascensor, esta vez de bajada, evitando cruzar sus miradas. Cuando las puertas se abren los dos invitan al otro al salir, ya sin reír, con una postura forzada. Tras unos instantes los dos, por impulso, dan un paso hacia delante quedando sus cuerpos unidos por la zona del costado, a lo que ellos reaccionan con gesto horrorizado. Desde ese día no han vuelto a hablar. Ahora mi amigo intenta olvidar los detalles de esa noche de oscuridad y tequila. Y, pese a que está muy seguro de su integridad, lleva fatal todos los chistes que hacen referencia a su condición sexual.