Publicar una foto de unas
piernas desnudas sobre la arena con el mar de fondo acompañada de las palabras
“aquí, sufriendo” debería de estar penado por ley por repetitivo, obvio e
idiota. Lo mismo va para las cientos de personas que cada día regalan a sus
amigos de las redes sociales instantáneas de paisajes de las mismas calas de
Jávea, Denia o Moraira con frases del tipo “en el paraíso”, o “no quiero
volver”. Lo que podríamos bautizar como “foto testigo vacacional” no solo no es
necesario, sino que puede tener consecuencias altamente negativas. Lo primero
es que, y en el caso de los hombres emparejados, si por casualidad en un lado
de la imagen o en el fondo, incluso aunque su cuerpo salga seccionado, aparece
otra mujer que no es la suya, cuando llegue a casa el tipo va a tener que estar
preparado para la pregunta: «¿quién coño es esa tía que sale a tu lado?». Y les
puedo asegurar que no vale cualquier respuesta. Lo segundo es que si en su
trabajo ha dejado alguna pifia, tarea pendiente o cliente insatisfecho, es poco
recomendable dar publicidad a su estado relajado en modo playero cuando lo más
seguro es que esa persona agraviada desee matarle. Lo tercero y fundamental es
que, y no se cansan de repetirlo desde las empresas de seguridad, es un grave
error dejar pistas a los posibles cacos por cuya mente, teniendo en cuenta que
son delincuentes, solo pasa un mensaje al ver esas fotos divertidas: “no están
en casa”. Por lo demás, y dejando los motivos prácticos aparte, si es sincero
reconocerá que esos días de supuesto descanso tampoco suelen ser para tanto. El
cambiar de entorno, de paisaje, de morada, se convierte a veces en un trastorno
que hace que muchos de los viajantes acaben anhelando su cotidianeidad. En la
misma línea condeno también a todos aquellos que se quejan de manera regular
del calor. Les diré que vivimos en una ciudad costera sudeuropea con un elevado
índice de humedad. También les recordaré que cada año por esta época se
disparan las temperaturas y que, si ahora se ha hecho famoso el llamado “golde
de calor”, es porque estamos sobreinformados y en estos tiempos de inmediatez
todo es noticia. Además lo caliente se asocia a la vida, a lo emergente, al
contacto entre la gente, y en vista de la hegemonía cibernética y aséptica que
inunda nuestras vidas, es de agradecer que, aunque sea de vez en cuando,
nuestros cuerpos se ejerciten en la transpiración. Estos motivos, y si la
persona tiene algo de consideración, deberían de ser suficientes para que la sensación
corporal de cada uno no se convierta en tema de conversación más allá del
ascensor. Se me ocurre que en vez de las instantáneas de postal, o los
comentarios vacuos sobre los grados o la ubicación, cada uno utilice durante
estos meses el muro de su red social para compartir informaciones, de entrada
banales, pero en el fondo fundamentales. Por ejemplo, todo lo relacionado con
lo escatológico, que parece que tira para atrás, puede ayudar a crear alianzas
entre iguales. “Yo soy de antes de desayunar y revista”, podría anunciar una.
“Lo mío es más irregular, por fortuna hace tiempo que descubrí los yogurts de
fibra”, añadiría otro. Los “secretos” de estética también son un filón. “Vengo
de pincharme botox en un centro maravilloso en la calle Colón”, informaría la
interesada con una imagen de su cara renovada. “Mi mujer me ha regalado la
vista con una exquisita depilación integral”, comentaría orgulloso un marido.
Por supuesto lo carnal tendría una gran acogida. “Qué buenos son los polvos de
la siesta”, se atrevería alguien a
manifestar. “Objetivo conseguido, ¿recordáis el guapo vecino que dije que me
gustaba?, consideradlo tocado y hundido”, revelaría a sus conocidos una mujer
agradecida. Con este estilo más “natural” romperíamos la inercia de lo
“correctamente social” y abriríamos nuevos campos hacia esa vertiente de lo
supuestamente privado pero que en el fondo es nimio, accesorio, humanizante.
Estoy segura de que muchas figuras públicas, especialmente del entorno
político, verían su imagen reforzada si compartieran con el mundo alguna
nadería como travesuras de la niñez, preferencias en lencería o el nombre de esas tres personas con las que pasaría un fin de semana sin salir de la cama.
lunes, 28 de julio de 2014
martes, 22 de julio de 2014
BRONCEADO DE PISCINA
Leo hace poco un artículo
sobre la época dorada de Hollywood ilustrado con fotografías de estrellas de la
talla de Audrey Hepburn, Grace Kelly, Steve McQueen, Natalie Wood o Sean
Connery. Las celebrities aparecen relajadas en la tumbona al borde de una piscina
o sumergidas, posando con estilo, en el agua tratada. El texto hace referencia
al simbolismo enfrentado que supone tener una de ellas asociado al estatus pero
también a la decadencia. Para mi, que como reza el tema de Serrat, nací en el
Mediterráneo, veo la cercanía del mar como algo natural y desde pequeña he
encontrado la piscina como un sucedáneo menor, una diversión para niños, un
apaño recurrente donde pegarse un baño cuando aprieta el calor. Pasar las
vacaciones en alguna de las urbanizaciones adyacentes a la ciudad siempre me ha
parecido castrante, como si aquellos que las pueblan, al estar alejados del mar,
debieran de conformarse con refrescarse en el cemento, con ese bronceado mate y
tiznado que solo proporcionan los pinos y el cloro. Por otro lado ciertas
albercas, cuyos dueños han construido con la misma pretensión que si estuvieran
ubicadas en una mansión, salpicándolas con un puentecillo o con la escultura de
un cisne o de un angelito meón, me traen a la cabeza la figura de Hugh Hefner,
el mítico dueño de Playboy que creó su propio universo de modelos explosivas,
stripers y meretrices, cubierto por su bata de raso y gafas de aviador
sujetando un dry Martini. No hace mucho un empresario local adinerado montó en
su chalet un fiestón diurno con barra de cócteles, bandejas de sushi y dos
dj’s. Me cuentan que algunos invitados, poseídos por el espíritu hortera del
garito de Marbella famoso por sus “pool parties”, se fundieron una caja de
champagne rosa en el proceso de agitar la botella, quitar el tapón y hacer
saltar la bebida sobre el cuerpo de las bañistas que gritaban exaltadas dentro
de la piscina hasta que el anfitrión, sorprendido al ver el líquido espumoso
desperdiciado en ese rapto de efusión fiestera, abortó el momento con un: “Collons!
Que és aixó?”.
La piscina además se sitúa a
la cabeza, y gracias al calentón infiel que en su día hizo famoso el entonces
marido de Estefanía de Mónaco, Daniel Ducruet, de la lista de lugares
apropiados para el sexo loco, desbocado, ese tipo de acto no premeditado que
suele ocurrir en verano y cuyos protagonistas muchas veces no son capaces de
medir. En la piscina además se requiere cierto dress code y algo de recato, al
menos en la que yo, desde que tengo dos niños pequeños, frecuento. Algunas
señoras de cierta de edad se ven obligadas, por un tema de compromiso social, a
llevar bañador entero, cuando la realidad es que si por ellas fuera llevarían una
braguita de bikini minúscula, muy por debajo de la barriga, e incluso
prescindirían de la parte de arriba. La nota discordante, y a mi parecer
divertida, la ha puesto este verano el hijo algo díscolo y hasta hace nada
soltero de una conocida señora, que acude algunos días acompañado de su
reciente pareja. La chica es una joven espigada que lleva shorts y coleta
estirada cuyos apellidos, y los de su familia, nunca en la historia del club
han sonado por megafonía. Ella y él se tumban en las hamacas y se aplican crema
el uno al otro pasando del entorno, con el cuidado y la destreza de dos actores
porno. Luego se lanzan al agua, donde conversan largo rato abrazados junto al
bordillo, uniendo las caderas en un gesto instintivo, intercambiando besos furtivos.
En la ducha ella se enjuaga bajo el chorro dejando al descubierto el tatuaje
chinesco que decora una de sus nalgas. Mientras, la madre de él nada sin meter
la cabeza pero ataviada con gafas y gorro, con la intención, me imagino, de
abstraerse de la situación. Yo tengo grabada en la retina la piscina de “El
Graduado” donde el protagonista, interpretado por un joven Dustin Hoffman,
trata de aplacar el calor producido tras sus encuentros con la salvaje señora
Robinson. Si analizamos el tema de manera aséptica, bañarse en la piscina queda
reducido al hecho de compartir espacio y agua con otras personas llevando muy
poca ropa cuando sube la temperatura. Algo que a mi luego, como buena
observadora que soy, me da mucho juego.
viernes, 18 de julio de 2014
SE BUSCAN CHATIS
Resulta que campan estos días
por la ciudad algunos varones en busca de compañía eventual. Y no me refiero a
ese tipo de amor que se paga en cash, no. El tipo de tío al que me refiero está
soltero o separado y ha pasado el invierno enlazando historias intermitentes y
toreando a aquellas mujeres que querían algo más. Es la llegada de agosto lo
que produce en él un vértigo extraño, un abismo de soledad al que no tiene
claro si se quiere enfrentar. Se imagina entonces compartiendo velero en Ibiza,
chocita en Formentera o pequeño hotel en Tarifa, destinos donde sabe que va a
poder pasear con su nueva adquisición sin tener que dar explicaciones, ni
cruzarse a los amigos de su antigua mujer, ni estar sometido al ojo escrutador
de esos que luego le van a pelar. Durante esos días dorados la parejita hará el
amor, beberá vino helado, hablará de cosas de las que nunca ha hablado, reirá y
disfrutará de esa burbuja de inconsecuencia alentada, además, por la sensación
de mareo que en esas circunstancias provoca lo que se sabe perecedero. Por ello
los que aún no han conseguido compañía se lanzan durante los últimos días de
julio a una especie de cacería que centran sobretodo en terrazas y pubs,
paseando con su coche en plena noche, acudiendo a los pocos eventos que todavía
tienen lugar… haciendo lo que sea para dar con esa chati estival. Aquellos que
no lo consigan tendrán que resignarse a acoplarse en planes de amigos o bien
tratar de volver con su última ex, esa a la que dejó en el mes de mayo pensando
que el verano se le planteaba animado. Mi consejo a estos robinsones es que
tomen nota de la fábula de la hormiga responsable y ahorradora y la cigarra
díscola y vaga pues, a la hora de la verdad, puede que la vida de la cigarra
sea más divertida, pero es la hormiga la que dispondrá de calor y de comida. ¿O
acaso alguien conoce a algún hombre al que le guste pasar hambre?
¿DÓNDE COÑO ESTÁN LOS NIÑOS?
Hace unos años, cuando yo no
tenia niños y algunas amigas que ya eran madres anunciaban aterradas la llegada
del mes de julio, las miraba extrañada y pensaba que exageraban. Más tarde
cuando tuve a mi primer hijo y era solo un bebé, lo paseaba en la silla abajo y
arriba y lo llevaba a tomar helados o a la playa, donde pasaba las horas
jugando con el cubo y la pala sobre una toalla. Ha sido este verano con dos
niños de tres y cinco años cuando me he dado cuenta del elevado nivel de
actividad que tienen a esa edad y de que los días, que durante el resto de estaciones
se me pasan volando, parecen discurrir ahora ante mi como un reloj de arena,
segundo a segundo, como si arrastrara sobre mis hombros todo el peso del mundo.
Recuerdo meses atrás desconectar cuando las otras madres se ponían a hablar del
tema. “¿Dónde los vas a apuntar?”, se planteaba a la mínima ocasión. Las
alternativas eran algún colegio en inglés de fuera de la ciudad, el club de
tenis, el náutico, el Botánico o cualquier otro lugar donde organicen lo que se
llama “cursillo de verano”, previo pago de una pasta. Yo entonces, sintiéndome
distinta, me creía al margen asunto. “Trabajo en casa, me podré organizar”,
explicaba inspirada por la imagen de J.K. Rowling, autora de la saga Harry Potter, que
en más de una ocasión ha confesado que escribió el primer libro sentada en un
café mientras sus hijos pintaban a su lado. Casi a mediados de mes puedo
asegurar que la escritora inglesa fabula también sobre su pasado. ¿Y cual es la
verdad?, se preguntarán. El reto es que hay que hacer lo mismo que en invierno,
incluido trabajar, con la salvedad de que los niños no van al colegio. Las
vacaciones además contagian a los pequeños de una especie de frenesí
hiperactivo y las palabras “quiero, dame, vamos, coge, mira, ahora, luego, no,
más, ya y toma” se convierten en su nuevo idioma. Al final soluciono a duras
penas el tema de las mañanas con un cursillo de natación para uno y un
combinado de tenis, manualidades y piscina para el otro. Hasta ahí más o menos
bien. La cosa se complica por las tardes. El primer día vamos al parque y el
tobogán plateado de siempre arde. Tras media hora a la sombra constato que allí
no baja nadie. Mirando a mis hijos sofocados llego a la conclusión de que aquel
no es buen sitio para estar cuando golpea el calor. Al día siguiente a eso de
las seis y media me dejo caer por el río a la altura del Palau de la Música.
Mientras se toman la merienda me doy cuenta de que prácticamente no hay más
niños alrededor. Como hace algo de poniente me planteo si quizás esa estampa
desértica se trate un espejismo que los grados de más han provocado en mi
mente. El tercer día, ya mosqueada, pongo rumbo al Mercado de Colón y, si bien
de paso se ve algún crío, el ambiente es inquietantemente tranquilo y los
caballitos están vacíos. Mientras bebo una horchata en pajita una pregunta
resuena en mi interior: ¿dónde coño está el resto de niños?. Me invade la
oscura sensación de que quizás hay algo que estoy haciendo mal. Al consultar en
el chat de madres del colegio me entero de que a muchos de los compañeros los
han enviado con los abuelos a algún sitio de veraneo. Otros tantos se quedan en
casa. “¿Y qué hacéis?”, le pregunto a una de ellas por privado. “Juegan a la Wii,
ven la tele, ya sabes, aguantar con el aire acondicionado”, me explica. Día
tras día se me va acumulando el trabajo atrasado. Me invade una sensación del
pasado, cuando los niños eran solo bebés y yo sentía que siempre hacia lo que
no tocaba o estaba en el lugar equivocado. “Ahora es distinto”, me digo. “Soy
una veterana y hago lo que me da la gana. Las nuevas, las madres primerizas, me
miran al pasar y se dicen ‘ahí va una madre de verdad’”, me intento engañar.
Esa misma tarde decido volver al helado y a la toalla y a los cubitos en la
playa. Aunque ahora se mueven mucho más y yo no paro de gritar, pese a que me
paso el rato de pie controlando cual vigía y cada rato tengo que echar a correr
para alcanzar a alguno que trata de escapar, la realidad es que ese plan
sencillo junto al mar me resulta mucho más accesible y apetecible que el tener
que lidiar con el asfalto de la urbe.
domingo, 6 de julio de 2014
PENECENTRISMO
Me llama la atención la
anécdota que cuenta uno de los personajes de la película “Antes del anochecer”,
de Richard Linklater. Durante una comida estival en Grecia, y siguiendo la
estela del tono de la conversación, que se centra en ese momento en la configuración
mental de hombres y mujeres, una de las damas aporta la experiencia de su
madre, que trabajó la mayor parte de su carrera como enfermera en la unidad de
cuidados intensivos de un centro hospitalario de Atenas. La señora en cuestión
le contó en una ocasión a su hija la diferencia entre ambos sexos al despertar
después de un periodo de coma, tras alguna enfermedad o un accidente. En su
trabajo de enfermera ella les debía de explicar que se encontraban en un hospital
y tratar de ubicarles, poco a poco y con tacto. “Las mujeres sin excepción
preguntaban por sus hijos, su marido, la familia, por si hubo más heridos, los
detalles de lo ocurrido”, relata. La reacción de los hombres, en cambio, y con
un 100% de coincidencias, era muy distinta al abrir los ojos tras el largo
sueño para volver a la vida. “¿A que no sabéis lo que hacían?”, pregunta al
grupo conteniendo una sonrisa. “Interesarse por el estado de su miembro, si
seguía en el sitio, si volvería a funcionar…una vez averiguado esto les venía a
la cabeza el resto de cosas como los hijos o la esposa”, cuenta. Observé que
los hombres que había alrededor, tanto en la vida real como en la ficción, asintieron
brevemente con complicidad y rieron, poniéndose por un momento en el presente
de ese otro hombre convaleciente, asumiendo la profundidad de esa intensa relación
que establecen desde la infancia y que los lleva a proteger, casi con devoción,
esa parte de su cuerpo enlazada con elementos tan potentes como la virilidad, el
orgullo o la hombría. Me imagino la inscripción grabada en una zona
privilegiada e iluminada de su mente: “mi pene y yo”.
LA PARADOJA DEL CICLISTA
Casi la mitad de los
habitantes de nuestra ciudad utiliza la bicicleta al menos una vez por semana,
situándonos así a la cabeza de las ciudades más ciclistas de España. Vitoria, Sevilla
y San Sebastián también estarían en el grupo de ciudades “adecuadas”. En cambio
Bilbao, Las Palmas o Madrid rodarían en el sentido opuesto, con índices de uso
descendentes. Yo, que soy ciclista habitual, debo de confesar que dentro de mi
reside una contradicción que me lleva a experimentar la “paradoja del
ciclista”. Es decir, por un lado cuando asumo el rol de peatón y camino por la
acera me cabrea que alguien en bicicleta use el timbre para pasar. Yo suelo
mirar con cara rara y a veces incluso lanzo alguna perlita del tipo: “no soy yo
la que me tengo que apartar”. En cambio cuando salgo a lomos de la bici y me
lanzo sobre la acera sorteando peatones me pillo calentones cuando alguien me
increpa. “Este no es el sitio, tienes que ir por la carretera”, me soltó no
hace mucho una chica más o menos de mi edad al detenerme en una acera ancha del
paseo de la Alameda. “¿Por qué no te vas a la mierda?”, le contesté en un rapto
visceral. Ella entonces me miró fijo. “¿Eres Elena? Mi hija va a la piscina con
tu hijo”, contestó sorprendida. Yo giré la cabeza y emprendí la huida arrepentida
por mi arrebato. Otra de mis peleas se da muchas veces cuando llego en bici a
un paso de cebra y, pese a estar el semáforo intermitente, los coches pasan por
delante a pocos centímetros de mi rueda haciendo abuso de su superioridad. En
esos caos, y más si llevo a uno de mis hijos sentado en la sillita de atrás, me
lanzo con una retahíla de insultos alentados por mi faceta maternal más macarra.
La realidad, y pese al estatus
de ciudad ciclista que nos otorgan las encuestas, es que peatones, ciclistas y
conductores mantenemos una guerra silenciosa pero abierta. Se trata de una
especie de ley de la selva, una jerarquía que tendría que ver con el tamaño y
la potencia y que llevaría al conductor a sentirse amo y señor de la calzada,
consciente del poder de su motor, y teniendo ya que lidiar a diario con
autobuses, taxistas y motoristas. La presencia de los ciclistas sobre el asfalto
les parece a muchos incómoda, inapropiada, como el mosquito que aterriza sobre
la luna del coche y dificulta brevemente tu visión, hasta que das un golpe de
parabrisas y el insecto ve su final desparramado en el cristal. Lo del carril
bici en la ciudad queda pendiente de revisión. Si bien es cierto que han
aumentado los tramos para ciclistas, también es verdad que en muchas de las
zonas, como en la Avenida del Puerto o en Peris y Valero, las irregularidades
del terreno lo asemejan a ratos a una
carrera de Offshore. En el caso de que pretendas llegar al centro o ir a
comprar a la calle Colón, te tienes que buscar la vida, o dejar la bici aparcada
antes de la Gran Vía. Luego está el rio. Para muchos el cauce del Turia es la
solución. Yo les insto a que bajen en fin de semana por la mañana y presencien
la verbena de corredores, caminantes, paseadores, ciclistas, marchistas y
patinadores que tienen que bregar para avanzar en una de las dos direcciones
por un terreno abierto, exento de indicaciones y plagado de niños y perros. La
parte buena, que por supuesto la hay, es la aportación a la sostenibilidad, la
comodidad y la sensación de libertad que te da el ir volando sobre las dos
ruedas. La ausencia de subidas y bajadas, con la excepción de la ligera
pendiente de la calle del Mar, y la dimensión que muchos califican como
perfecta de la urbe, convierten a Valencia en la ciudad ideal para vivir
rodando. Uno de los puntos a valorar es la excelente acogida que ha tenido la
iniciativa Valenbisi en nuestras vidas. Pese a que aquellos que alquilan lo
hacen con una motivación meramente funcional, prescindiendo en muchos casos de
la parte de poesía vital que comporta ser ciclista, no dejan de formar parte de
esta corriente de pedaleo que ha erigido a la ciudad como emblema del
transporte saludable. Si aún no va en bici se lo aconsejo, además de sano es
agradable y, en caso de conflicto con coches o peatones, tendrá la oportunidad de
aliviar tensiones gracias a ese noble arte que se conoce como insultar.
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