domingo, 28 de septiembre de 2014

VALENCIANGLISH





Prometo que no soy una de esas madres que acosan a la profesora tras las clases con preguntas tipo “¿se ha terminado el almuerzo?” o “¿ha hecho la caca dura?”. Tampoco soy de las que en los cumpleaños infantiles ejerce control visual desde la mesa supervisando los movimiento del niño e interviniendo a cada rato con un “no se pega” o “tenéis que compartir”. Dicho esto tengo que reconocer que hay un tema que me supera y que tiene que ver con el plan de estudios en colegios públicos y concertados: el inglés. En varios de los centros que conozco los alumnos de infantil tienen cuatro tardes a la semana en valenciano y solo una de las clases en inglés. Quién quiera algo más puede pagar un programa de actividades a mediodía que sale como a cien euros al mes, o unas clases extraescolares, por las que los padres deben de desembolsar unos setenta euros, más el rollo que supone para un niño de cinco años alargar la jornada tras el ya de por sí extenso programa escolar. En este tipo de actividades te prometen la presencia de un “nativo” y hablan de él como algo exótico, un ser elegido que tú imaginas como un indio con taparrabos que te recibe con una lanza en una mano y la otra alzada con un sonoro “jau”. Creo que no soy la única que tras estudiar la asignatura de inglés desde tercero de EGB hasta COU, selectivo incluido, no podía mantener una mínima conversación en el idioma. Si hoy me puedo más o menos defender ha sido a golpe de academia, más una temporadita en Londres de camarera, más ver las series subtituladas, más la ayuda del desparpajo aderezada con alguna copa de vino. A los que piensen que las cosas han cambiado ya les digo yo que no. Quién tenga algún amigo venezolano, colombiano o argentino seguro que ya se ha sentido en alguna ocasión sorprendido ante el nivel de inglés y la pronunciación que suelen tener. “Eso es porque ven las películas y las series en inglés desde pequeños”, dicen muchos. Sí, y aquí tenemos a los mejores dobladores del mundo. Luego conoces a algún francés y descubres que también habla perfectamente en inglés y él te cuenta que lo aprendió en el colegio, “se trata del sistema educativo galo, es mucho más avanzado”, es la teoría extendida. Entonces descubres que los indios, los rumanos, los turcos o los africanos se defienden mejor que nosotros en la lengua de Shakespeare. “Ellos hablan idiomas menores, se trata de un claro tema de supervivencia”, razonará alguno. Un día coincides con un grupito de niños más mayores de algún colegio bilingüe, los escuchas hablar entre ellos en inglés y detectas un punto de superioridad, como si ese aprendizaje que han desarrollado de manera natural y a fuerza de talonario los situara en un estrato por encima de la media. No sé de que trata el magisterio en inglés ni me interesa. Lo que si sé es que un par de profesoras que conozco formadas en ese plan bilingüista, cuando se lanzan a hablar lo hacen en un claro y perfectamente entendible “jelou jau ar yu”, así, a pelo, haciendo que el “relaxing cup of café con leche” cobre todo el sentido porque ¿cómo vamos a ser capaces de hablar una lengua que nunca hemos aprendido? Tratar de dominar un idioma de adulto es algo crítico, casi dramático. Primero está la prueba de nivel, ese test que evalúa tu saber y que uno contesta un poco de oído, echando mano de conocimientos sueltos de aquí y de allá. Luego están las clases de conversación en las que el interesado suda tinta para tratar de explicar su película favorita o sus planes de fin de semana. Más tarde llegará la realidad y se tendrá que enfrentar a una conversación real que tratará de solventar con “ok’s” y gestos de cabeza, porque si algo tenemos los españoles es un enorme e insalvable pudor que nos hace refugiarnos en nuestro rotundo y literal castellano. Propongo, y dada la predisposición de consellería, que desarrollemos el “valencianglish”, un idioma híbrido que recoja lo mejor de cada lengua. En la red ya existen propuestas concretas del tema con perlas como “no em toques les balls que i know you” o “agafa una rebequeta que out fa cold”…

viernes, 26 de septiembre de 2014

NOVIOS A LOS SESENTA


                                


La frase “el amor no tiene edad” suena a tópico, a consigna animosa de libro dirigida a ese tipo de lector que desea ampliar los límites de su optimismo vital. Esta semana se recogía en prensa una noticia que anunciaba que se han duplicado las bodas entre mayores de 60 respecto a hace una década, con casi 8.000 enlaces de este tipo el pasado año. Los datos del INE confirman que se trata en su mayoría de divorciados que buscan una segunda oportunidad en el amor. Lo que también se sabe es que los varones, y me imagino que esto no sorprende a nadie, se refugian en brazos de damas más jóvenes y que ellas, a partir de cierta edad (y estos datos los he obtenido a través de investigaciones a nivel particular) no volverían a casarse ni muertas. «Lo del amor maduro que llega al final del camino es un bulo. Me imagino apuntados a bailes de salón, comprándome ropa interior extraña, tratando de poner nombre a algo que ya te digo que no se parece a lo que todos entendemos por pasión», me cuenta una señora de edad. Me viene a la cabeza un momento de la entrevista que esta semana le hizo Risto Mejide a Joaquín Sabina. Cuando el publicista le pregunta por el sexo a los 65, el cantautor ríe a medias y sale al paso con un «la vocación no se pierde, pero quiero pasar de puntillas por la pregunta… faena de aliño no, con lo que ha sido una, no», dejando patente que cuerpo y mente, a partir de cierto momento, deciden operar cada uno por su lado. No obstante me parece loable, y una consecuencia lógica si tenemos en cuenta el envejecimiento generalizado de la población, que la tendencia tras divorciarse sea volver a casarse, más allá del momento cronológico y de la falta de tono. Entonces ¿podrá suplirse el fuego carnal por otros valores como el cariño y la comunicación? Si preguntamos a ellos la respuesta es negativa, si preguntamos a ellas, la mayoría confiesa que preferiría vivir con una amiga…

jueves, 25 de septiembre de 2014

LA PANTERA ROSA SE HA HECHO ROSA



Quedo el otro día con unos amigos que tienen varios negocios relacionados con la moda. En un momento dado de la conversación me relatan que la gente ya no invierte en ropa, que tiran de fondo de armario que aderezan con algo de low cost y reciclan de las pasadas temporadas. «La gente solo sigue gastando en comida y restaurantes», afirma uno de ellos. Al mirar a nuestro alrededor, pese a que es martes, confirmamos que las terrazas de la calle se encuentran a tope y pienso que somos nosotros mismos los que hemos optado por proveernos de “pan y circo”, cultivando las relaciones sociales, dando el protagonismo a nuestras necesidades fundamentales. Me doy cuenta de que la falta de liquidez más que un problema, una realidad o una sensación, se ha transformado en una frecuencia de onda media que permanece en el ambiente, persistente, mezclada con el oxígeno, el nitrógeno y el argón. Lo asemejo de manera mental a ese poso que dejó la guerra en muchas de nuestras abuelas que las llevaba a apurar hasta la última cortada de una barra de pan y a aprovechar todos y cada uno de los elementos flotantes del puchero, empujadas por el intenso recuerdo de la carencia y la restricción que suponía la cartilla de racionamiento. Nosotros, tras la bofetada que ha supuesto la falta de liquidez generalizada, nos hemos visto forzados a adaptar nuestra existencia al momento presente tratando, mientras lidiamos con ese carácter explosivo que tenemos del “jo més”, de mantener el tipo sin que quede herida de muerte nuestra posición. Una de las costumbres que se ha modificado es el hecho de celebrar los cumpleaños de los niños en el río, especialmente si la fecha coincide con uno de los meses de calor. En los últimos tiempos no son pocos los padres que prescinden de gastarse una pasta en un parque de bolas o en una fiesta temática de princesas o  piratas y se lo montan sobre el césped del Turia con dos caballetes y un tablón de madera, manteles de papel, bocadillos de Nocilla y una piñata barata repleta de chucherías. Los niños, como siempre, nos dan una lección al montarse una fiesta loca con espadas de cartón, tutús de papel y pistolas de madera. Como señala un buen amigo observador los más pequeños han vuelto a jugar en los parques, como alternativa a las caras actividades extraescolares o a las clases particulares y a “pasarse a casa del vecino”. Además se ha recuperado la costumbre de heredar la ropa y los juguetes de un primo o del hijo de algún amigo un par de años mayor.
Más allá de la complicada coyuntura que está atravesando el universo de lo económico-profesional, los amigos que tengo viviendo fuera me hablan del “efecto Valencia” y lo definen como una sensación, un embrujo que lleva a los nativos del lugar a desarrollar una suerte de dependencia al estilo de vida slow que se genera en la ciudad del que es difícil de escapar y que nos distingue con el Rh de nuestra tierra, una señal que solo percibimos y apreciamos entre iguales.
Descubro el otro día, camino de la estación del AVE y antes de coger el paso elevado llamado Scalextric desde el lado de Peris y Valero, que la fuente de Miquel Navarro llamada durante años por todos “Pantera Rosa” y que ese año cumple treinta años, ha sido pintada de un suave tono rosado que hace que de repente todo encaje de una manera natural. ¡Mira, se ha vuelto rosa!, exclaman los niños transmitiendo a los adultos su ilusión por el hallazgo y una tranquilizadora sensación de que las cosas al final son como son. Solo unos días después pasamos cerca del Mestalla y mis hijos vuelven a experimentar una enorme emoción cuando descubren que todo el exterior del estadio está pintado de blanco, naranja y negro. «¡Mamá lo han dibujado!», advierte uno de ellos extasiado ante el cambio de imagen. En ambos casos se trata de elementos que forman parte de la ciudad y son del todo reconocibles sometidos a una renovación, un pequeño lavado de cara basado en el cambio de color. Me planteo si es posible que nosotros poco a poco también hayamos cambiado de tono, fusionándonos con el momento, adaptándonos a una nueva realidad que se presenta distinta pero, si cabe, más auténtica.





martes, 16 de septiembre de 2014

LOS NIÑOS DE CRISTAL



Acaba de terminar agosto, por lo tanto hemos entrado en septiembre, por lo tanto, y por una lógica aplastante, todavía hace calor. Bastante, por lo que marcan los termómetros. Este año además, y como ya se ha comentado hasta la saciedad, se ha anticipado el comienzo del curso escolar. Un adelanto que tiene que ver con la necesidad de adaptarse a los horarios laborales de los progenitores que tenemos que hacer cábalas para tratar de conciliar nuestra vida familiar con la profesional, pues hoy ya pocos se pueden permitir el veraneo de tres meses de antaño. Como les decía, estamos en septiembre y hace calor, una afirmación que no debería de revestir más importancia que la que tiene ni acaparar más titulares de prensa que los reservados en las páginas del tiempo, hasta que determinados estamentos han decidido utilizar una eventualidad climatológica como arma arrojadiza. El tema es que a causa de este calor se ha provocado un pequeño motín en las aulas y los pasillos de determinados centros escolares apoyado por los profesores, los alumnos, los padres y algunos de arriba. Todos ellos se muestran indignados y reclaman unas medidas urgentes que pasan, me imagino, por la implantación de sistemas de aire acondicionado en cada clase. Recuerdo cuando era pequeña, llegaba el mes de junio y en mi colegio, como en la mayoría de los de la ciudad, hacia un calor de cagarse, hasta el punto de que muchas tenían que soltar el boli a cada rato a causa del sudor que humedecía las palmas de sus manos y que secaban con el bajo de la falda. Ese día tocaba abrir la puerta y las ventanas para crear algo de corriente, mojarse la cabeza en la fuente y tratar de capear la jornada hasta la hora de la salida, cuando volvías a tu casa con la camiseta empapada. Tu madre y las vecinas hablaban de ese poniente mortal que azotaba la ciudad o bien comentaban los detalles del denso bochorno que cuajaba el aire con su pesada humedad. Calefacción sí que había en forma de pequeños radiadores que una monja tenia que purgar al inicio del invierno. Aún así me acuerdo de estar en clase algún día con la chaqueta puesta encima de la ropa y frotar las manos tratando de calentarlas con el aliento de la boca. Si a alguna le dolía la cabeza o se encontraba mal era mandada a la enfermería donde una amable hermana le tumbaba en la camilla y le hacia chupar medio terrón de azúcar impregnado en agua del Carmen. Si te caías también acababas en la camilla rodeada por una bruma de Reflex, en caso de contusión, o si había herida o raspón con tirita y Mercromina. Nadie se cuestionaba la idoneidad del tipo de almuerzo o las calorías que contenía cada ración del menú escolar, y la verdad es que por aquel entonces no se hablaba de sobrepeso infantil, pues era casi una anécdota. Independientemente del uso de la coyuntura para hacer una presión que en gran parte tiene que ver con desviar la atención de problemas que sí son graves, lo que a nosotros nos debería de preocupar es, ¿qué mensaje les estamos lanzando a los niños si exigimos que suspendan las clases cuando golpea el calor? Y en el caso de la dirección de los centros escolares que tiene la potestad para suspender las clases si no se dan las condiciones adecuadas, ¿cuál es el rasero?, ¿son los treinta grados o es cuando el quinto alumno expone su incomodidad?, ¿qué ocurre si en octubre se produce una ola de calor o si la ciudad es azotaba por otros males como una plaga de mosquitos o una serie de lluvias torrenciales? Siempre podemos mostrarles algún video de esos niños que viven en condiciones infernales, que deben de caminar cada día varios kilómetros para beber agua o recibir algo de educación, y contarles que se trata de una película de ciencia ficción. A este paso, y si los instruimos en la espiral de la reivindicación continua, corremos el riesgo de que nunca lleguen a trabajar, pues quizás se nieguen a madrugar o a realizar determinados esfuerzos justificando este o aquel malestar. Ese puede ser el precio que paguemos por educar a unos niños de cristal.

SEXERCISE




En el ambiente reina la penumbra, con luces indirectas y una suerte de bruma que empaña el espacio, señal inequívoca de la presencia de humedad. Un primer plano de una caja abierta de una exclusiva firma de lencería, tacones de aguja, un flash de unas piernas femeninas que se presentan esculpidas, infinitas. La nuca de una mujer que lleva el pelo recogido aparece salpicada por pequeñas gotas de sudor, a continuación la espalda desnuda, sinuosa, empapada. Unas nalgas perfiladas, muslos apretados, cinturas. Hacen su aparición las protagonistas vestidas con stilettos y maillot. El nuevo video de Kylie Minogue transcurre en un gimnasio. La cantante y sus dos acompañantes redescubren en la pieza nuevos usos para el material deportivo que ellas elevan al estatus de complemento porno. El potro que todos saltábamos en la escuela le sirve a una de ellas para montarse encima y frotarse moviendo la cintura, como queriendo aliviar picores imposibles en la zona de la entrepierna. Otra se agarra a una vaya metálica que parece recubierta con miel y canela. La bola hinchable, tan de moda para hacer Pilates o abdominales, sirve de trono sensual donde las damas reposan con las piernas en tensión, sacando pecho y rebotando la pelvis con las manos apoyadas en las rodillas, como si estuvieran lanzando dardos con el impulso de sus caderas. El término “sexercize”, que es el nombre de la canción, se ha convertido además en el emblema de todos aquellos que entienden la sexualidad como si en vez de piel con piel fuera material de burdel. Shakira, Rihanna o Miley Cyrus son otras de las interpretes que han encontrado un filón en el negocio de calentar braguetas. Por ello no se sorprenda si en septiembre vuelve al gimnasio y se encuentra con que la nueva actividad estrella tiene que practicarla con la piel untada en aceite y vestido con ropa interior.

viernes, 12 de septiembre de 2014

ADÁN ACOSA A EVA




Escucho un programa radiofónico en el que varias personas están teniendo una acalorada discusión sobre algo que llaman “micromachismos” que, y una vez buscada la definición en la red, me entero de que son “prácticas de dominación masculina sobre la mujer en la vida cotidiana”. Una de las contertulias relata su experiencia en bicicleta cuando un par de varones hicieron una referencia muy explícita sobre el bote de sus tetas, lo que ella califica de agresión. Otra cuenta que fue a nadar a la piscina y un chico se le acercó para entablar conversación. «Se trata de una intromisión de mi espacio, de una violación de la intimidad que se da en contra de mi voluntad», explica. Citan además el caso de una conocida web de venta de productos para bebes que, al hacer un hombre un pedido, el mensaje de confirmación le llegó igualmente en femenino, con un “Muchas gracias querida Javier”. En este caso lo grave, según alguna oyente, es que se de por hecho que de la logística de los hijos se encarga siempre la mujer. Uno de los hombres de la mesa sale en defensa de su género, tilda muchas de las situaciones de exageración y plantea que de haberse producido esta situación en los albores de la civilización Adán y Eva nunca se hubiesen reproducido. Yo trato de visualizar como debería de haber sido el acercamiento de ese primer macho inexperto a la hora de abordar a la hembra sin ofender, sin dotar a la situación de un componente sexual, ni erótico, ni sexista, midiendo cada una de sus palabras, en plan «¿no está blanda la banana?, es decir, la fruta la prefiero dura, quiero decir, me comería mejor unas peras, mierda, ¿me voy a cazar o limpio la cueva?...», me imagino al pobre Adán en apuros. Insto a relajar posiciones, en especial de cara a la pelota que le pasamos a las nuevas generaciones pues, si hacemos balance en nuestra conciencia ¿no es acaso el fundamentalismo feminista otra forma de violencia?