lunes, 1 de junio de 2015

UN CARO RESERVA ESPECIAL




La primera vez que Pedro vio a la esposa de su jefe le pareció una mujer atractiva, discreta y agradable, más joven de lo que esperaba. Fue una mañana de invierno, ella vestía un abrigo y al verla marchar se fijó en sus piernas definidas que se perdían en unos tobillos delgados. La segunda ocasión es primavera y coinciden en una cena en la que ella luce un vestido ligero que deja al descubierto un cuello estilizado. La melena, suelta, cae brillante sobre su espalda bronceada y él pasa la noche muy atento a su sonrisa. Llega el verano y el jefe invita a Pedro a comer en su chalet. Tras el aperitivo la mujer de su superior les propone un baño en la piscina. En silencio se desviste. Pedro descubre un vientre firme, cintura estrecha, culo duro, largos muslos. Sus ojos se topan entonces con un pecho generoso que brota del bikini con firmeza. Por su cabeza pasa la imagen de su jefe, su pelo ralo, su barriga prominente y esa forma de hablar, ese acento final que impregna hasta las frases en teoría normales de una atroz superioridad. «Él se la tira y tú no», le dice su conciencia realista. Mientras la observa nadar fantasea con que la tiene entre sus brazos. La imagina sin ropa, la piel dorada, mojada, la mirada entornada. «¿Será el poder, estará enamorada?», reflexiona cuando ella sale del agua y se tumba en una hamaca. Pedro, acalorado, se queda en bañador y deja al descubierto su trabajada anatomía. La esposa levanta la mirada y se la clava. «Igual prefiere un torso duro a un cuerpo maduro», se dice él apretando abdominales. El dueño de la casa se acerca por detrás y le sirve vino, «bebe, es un reserva especial de Borgoña, ¿sabes que es lo mejor de este vino?», le pregunta moviendo la copa. Pedro aguarda la respuesta con gesto diligente. «Poderlo pagar», concluye el jefe mirando a su mujer mientras se pone la ropa.

DESMAYO DIVINO



No hace mucho me invitan a una comunión y llego algo tarde a la misa. Tras flanquear la gran puerta de madera de la iglesia me siento en uno de los bancos del final. Hace calor. Veo a la pequeña protagonista de blanco, junto al altar un grupo de monjas entona cánticos suaves. Se escucha un estruendo. Delante mío un grupo de personas rodea a alguien que se ha desvanecido. “Dadle aire con el abanico”, “¿alguien puede traer agua?”, “haced espacio”, comentan. Se abre un hueco y observo . Tumbado a lo largo del banco permanece tendido un chico alto y moreno que identifico como el tío de la que hoy recibe el sacramento. Una de las invitadas, que es médico, le suelta  la corbata y le desabrocha la camisa. De cuclillas comprueba su estado general y le hace preguntas a él, que luce rostro marmóreo y ha empezado a sudar. Yo no puedo evitar fijarme en la chaqueta bien cortada caída a los lados, el pelo algo despeinado que él se retira del rostro con la mano, la camisa abierta que deja a la vista un pecho bronceado y unos abdominales marcados que, potenciado por la postura tumbada y algo dejada, sus pies cruzados y el ambiente salpicado de damas elegantes y hombres con chaqueta, le dan ese aire de masculinidad del que se ha pasado de copas y cae fulminado por la borrachera en la cubierta de un barco. Entonces la veo. Una de las monjas del coro permanece a su lado mientras le coge de la mano apostada junto a su cabeza. Me doy cuenta de que, a pesar de su gesto de cuidado y entrega, la hermana tiene los ojos puestos en el torso esculpido del chico. Mi mirada se cruza un momento con la de esta mujer joven de rostro ruborizado y me siento testigo de un momento único, un regalo del destino que conjuga lo divino, lo erótico y lo errático. Concluyo que al final se trata de sexo, más allá de la renuncia, del contexto y del pretexto.

EL HIJO O LAS TETAS




Sandra es soltera, tiene treinta y largos y se ha labrado una sólida carrera profesional. Tras pagar la reforma de su piso aún le queda un pellizquito ahorrado que le hace plantearse un dilema: inseminarse o ponerse tetas, una decisión que lleva tiempo barruntando. «El pecho artificial como alegoría de la concepción artificial. La mujer autosuficiente rompiendo los esquemas de familia pero necesitada a la vez de los dos emblemas de la sexualidad más primaria. Poético y a la vez frívolo y real», expone a sus amigas. Una, madre de dos niños, tiene clara su postura, «sin duda voto por embarazo, el clímax de la feminidad tiene que ver con la maternidad. A fin de cuentas los pechos no son sino un medio útil cuyo fin es amamantar, pagando la inseminación estás cumpliendo un doble objetivo. Cuando tengas a tu bebé en brazos no te importará si tus tetas están abajo», defiende. Otra del grupo basa su alegato en la practicidad, «yo invertiría en el escote pues puede actuar como cebo y traerte gratis al inseminador, y quien sabe si incluso hasta un poco de amor. Además está demostrado que una mejora en el físico aumenta la autoestima, y vas a tener que renovar toda tu ropa interior, ¿se te ocurre algo mejor?», expone con matiz cómico. La tercera se muestra más equilibrada, «el orden en este caso es fundamental. Después de dos embarazos te diré que esos nueves meses de gestación más el post parto provocan en el pecho verdaderos estragos. Además para ser madre hay un plazo. Yo voto por el hijo, ya habrá tiempo para tetas», opina. La interesada, que ha escuchado sin hablar, afirma, «pienso que el hecho de poner al mismo nivel descendencia y delantera ya es de por si esclarecedor. Además aún creo en el flechazo, la boda y las perdices, solo que la princesa de mi cuento tiene claro que en el mundo en el que vive es más fácil si estás buena», sentencia. 

HERENCIA MASCULINA

                                    


Me deja pensando la conversación que escucho el otro día durante una comida. El interlocutor es un hombre apuesto de casi cincuenta que habla con afecto de la estrecha relación que mantiene con su sobrino, que acaba de cumplir los veinte. «Cuando salgo de viaje le dejo las llaves de mi piso y el coche. Por lo visto tiene bastante éxito con las chicas y, si me pongo en su lugar, a su edad yo hubiera pagado por tener un lugar donde poder llevar a mis amigas y retozar», cuenta. La cosa se pone en modo mesiánico cuando, el varón en cuestión, casado hace no mucho con una dama atractiva bastante más joven que él, comparte con el resto el consejo fundamental que le dio a su sobrino el día que cumplió la mayoría de edad. «Le hice una única advertencia: tienes prohibido casarte antes de los treinta y cinco. De hecho me dan miedo aquellos que contraen matrimonio pronto, pues la secuencia es la siguiente. Te comprometes con tu novia que conociste a los veintidós, a los veintiocho pasáis por el altar y el primer hijo llega a los treinta por presiones familiares. Para cuando tenéis treinta y tres la que es tu mujer ya ha tenido dos hijos y está criando y tú tienes una secretaria de veinticuatro, con el culo duro como esta mesa y el bulto de las tetas marcado en la chaqueta. Si hasta el momento no has tenido sexo suficiente, y te aseguro que nunca se tiene, se te va la olla y desciendes a los infiernos para arañarle a la vida esas horas no legales de placer que de repente te parecen fundamentales. Entonces llega el lío y el clásico periplo de la bragueta hacia la madurez, que en el caso de los tíos se da ya cumplidos los cuarenta», sentencia. Yo dudo entre si rebatir o aplaudir cuando él añade una excepción, «todo esto queda anulado si de verdad sientes que estás enamorado», concluye distraído con la mirada puesta en el escote de una joven camarera que anda cerca.

TESTIGO DE UN BESO



Leo que los más jóvenes están mucho menos interesados en el sexo de lo que lo estábamos nosotros y todas las generaciones anteriores. También me entero de que la tendencia va a hacia el mundo virtual, los encuentros a distancia, el tema más mental. Me viene a la cabeza la imagen de una pareja que vi el otro día dándose el lote en la Gran Vía mientras yo esperaba en un semáforo. Él sujetaba la cabeza de ella entra las manos y recorría su cuello con besos ligeros. Ella entonces lo miró y atrapó su labio inferior con los dientes, él sonrió y ambos se fundieron en un rotundo morreo, sus piernas se cruzaron haciendo que los cuerpos pegados se ladearan originando un sutil juego de pies, una tenue danza improvisada, un ejercicio de equilibrio que los mantuvo ajenos al mundo por el espacio de esos instantes. Continuo mi camino y me cruzo con varios grupitos de adolescentes que salen del colegio hasta arriba de ortodoncias, de mochilas cargadas, de melenas enredadas, de monopatines, de brillo de labios, de brotes de acné, de calcetines por la rodilla, de siluetas alargadas, descompensadas, un coro de voces roncas y aflautas y risas exageradas que se forman y aprenden idiomas, preparándose para un futuro profesional incierto. Me entran ganas de decirles que pasen un poco del móvil, que no se sientan mal por lo que otros cuelgan en Instagram, porque es casi todo mentira, que escriban una carta a mano por lo menos una vez, o una nota, que envíen una postal, que aprendan a valorar una buena conversación, que el olor y la textura de la piel son infinitamente mejor que la pantalla del ordenador, que es mejor decir “te quiero” que enviar un emoticono con los ojos de corazón, que compartir es mucho más que publicar contenido en tu muro y que la prueba de que estás enamorado no es una carpeta de mensajes guardados ni una palabra en tu estado, sino el pulso acelerado.