La primera vez que Pedro vio
a la esposa de su jefe le pareció una mujer atractiva, discreta y agradable, más
joven de lo que esperaba. Fue una mañana de invierno, ella vestía un abrigo y al
verla marchar se fijó en sus piernas definidas que se perdían en unos tobillos delgados.
La segunda ocasión es primavera y coinciden en una cena en la que ella luce un
vestido ligero que deja al descubierto un cuello estilizado. La melena, suelta,
cae brillante sobre su espalda bronceada y él pasa la noche muy atento a su
sonrisa. Llega el verano y el jefe invita a Pedro a comer en su chalet. Tras el
aperitivo la mujer de su superior les propone un baño en la piscina. En
silencio se desviste. Pedro descubre un vientre firme, cintura estrecha, culo
duro, largos muslos. Sus ojos se topan entonces con un pecho generoso que brota
del bikini con firmeza. Por su cabeza pasa la imagen de su jefe, su pelo ralo,
su barriga prominente y esa forma de hablar, ese acento final que impregna
hasta las frases en teoría normales de una atroz superioridad. «Él se la tira y
tú no», le dice su conciencia realista. Mientras la observa nadar fantasea con
que la tiene entre sus brazos. La imagina sin ropa, la piel dorada, mojada, la
mirada entornada. «¿Será el poder, estará enamorada?», reflexiona cuando ella
sale del agua y se tumba en una hamaca. Pedro, acalorado, se queda en bañador y
deja al descubierto su trabajada anatomía. La esposa levanta la mirada y se la
clava. «Igual prefiere un torso duro a un cuerpo maduro», se dice él apretando
abdominales. El dueño de la casa se acerca por detrás y le sirve vino, «bebe,
es un reserva especial de Borgoña, ¿sabes que es lo mejor de este vino?», le
pregunta moviendo la copa. Pedro aguarda la respuesta con gesto diligente.
«Poderlo pagar», concluye el jefe mirando a su mujer mientras se pone la ropa.
lunes, 1 de junio de 2015
DESMAYO DIVINO
No hace mucho me invitan a
una comunión y llego algo tarde a la misa. Tras flanquear la gran puerta de
madera de la iglesia me siento en uno de los bancos del final. Hace calor. Veo
a la pequeña protagonista de blanco, junto al altar un grupo de monjas entona
cánticos suaves. Se escucha un estruendo. Delante mío un grupo de personas rodea
a alguien que se ha desvanecido. “Dadle aire con el abanico”, “¿alguien puede
traer agua?”, “haced espacio”, comentan. Se abre un hueco y observo . Tumbado a
lo largo del banco permanece tendido un chico alto y moreno que identifico como
el tío de la que hoy recibe el sacramento. Una de las invitadas, que es médico,
le suelta la corbata y le desabrocha la
camisa. De cuclillas comprueba su estado general y le hace preguntas a él, que
luce rostro marmóreo y ha empezado a sudar. Yo no puedo evitar fijarme en la
chaqueta bien cortada caída a los lados, el pelo algo despeinado que él se retira
del rostro con la mano, la camisa abierta que deja a la vista un pecho
bronceado y unos abdominales marcados que, potenciado por la postura tumbada y
algo dejada, sus pies cruzados y el ambiente salpicado de damas elegantes y
hombres con chaqueta, le dan ese aire de masculinidad del que se ha pasado de
copas y cae fulminado por la borrachera en la cubierta de un barco. Entonces la
veo. Una de las monjas del coro permanece a su lado mientras le coge de la mano
apostada junto a su cabeza. Me doy cuenta de que, a pesar de su gesto de
cuidado y entrega, la hermana tiene los ojos puestos en el torso esculpido del
chico. Mi mirada se cruza un momento con la de esta mujer joven de rostro
ruborizado y me siento testigo de un momento único, un regalo del destino que
conjuga lo divino, lo erótico y lo errático. Concluyo que al final se trata de
sexo, más allá de la renuncia, del contexto y del pretexto.
EL HIJO O LAS TETAS
Sandra es soltera, tiene
treinta y largos y se ha labrado una sólida carrera profesional. Tras pagar la
reforma de su piso aún le queda un pellizquito ahorrado que le hace plantearse
un dilema: inseminarse o ponerse tetas, una decisión que lleva tiempo
barruntando. «El pecho artificial como alegoría de la concepción artificial. La
mujer autosuficiente rompiendo los esquemas de familia pero necesitada a la vez
de los dos emblemas de la sexualidad más primaria. Poético y a la vez frívolo y
real», expone a sus amigas. Una, madre de dos niños, tiene clara su postura,
«sin duda voto por embarazo, el clímax de la feminidad tiene que ver con la
maternidad. A fin de cuentas los pechos no son sino un medio útil cuyo fin es
amamantar, pagando la inseminación estás cumpliendo un doble objetivo. Cuando
tengas a tu bebé en brazos no te importará si tus tetas están abajo», defiende.
Otra del grupo basa su alegato en la practicidad, «yo invertiría en el escote
pues puede actuar como cebo y traerte gratis al inseminador, y quien sabe si
incluso hasta un poco de amor. Además está demostrado que una mejora en el
físico aumenta la autoestima, y vas a tener que renovar toda tu ropa interior,
¿se te ocurre algo mejor?», expone con matiz cómico. La tercera se muestra más
equilibrada, «el orden en este caso es fundamental. Después de dos embarazos te
diré que esos nueves meses de gestación más el post parto provocan en el pecho
verdaderos estragos. Además para ser madre hay un plazo. Yo voto por el hijo,
ya habrá tiempo para tetas», opina. La interesada, que ha escuchado sin hablar,
afirma, «pienso que el hecho de poner al mismo nivel descendencia y delantera ya
es de por si esclarecedor. Además aún creo en el flechazo, la boda y las
perdices, solo que la princesa de mi cuento tiene claro que en el mundo en el
que vive es más fácil si estás buena», sentencia.
HERENCIA MASCULINA
Me deja pensando la
conversación que escucho el otro día durante una comida. El interlocutor es un
hombre apuesto de casi cincuenta que habla con afecto de la estrecha relación
que mantiene con su sobrino, que acaba de cumplir los veinte. «Cuando salgo de
viaje le dejo las llaves de mi piso y el coche. Por lo visto tiene bastante
éxito con las chicas y, si me pongo en su lugar, a su edad yo hubiera pagado
por tener un lugar donde poder llevar a mis amigas y retozar», cuenta. La cosa
se pone en modo mesiánico cuando, el varón en cuestión, casado hace no mucho
con una dama atractiva bastante más joven que él, comparte con el resto el
consejo fundamental que le dio a su sobrino el día que cumplió la mayoría de
edad. «Le hice una única advertencia: tienes prohibido casarte antes de los
treinta y cinco. De hecho me dan miedo aquellos que contraen matrimonio pronto,
pues la secuencia es la siguiente. Te comprometes con tu novia que conociste a
los veintidós, a los veintiocho pasáis por el altar y el primer hijo llega a
los treinta por presiones familiares. Para cuando tenéis treinta y tres la que
es tu mujer ya ha tenido dos hijos y está criando y tú tienes una secretaria de
veinticuatro, con el culo duro como esta mesa y el bulto de las tetas marcado
en la chaqueta. Si hasta el momento no has tenido sexo suficiente, y te aseguro
que nunca se tiene, se te va la olla y desciendes a los infiernos para arañarle
a la vida esas horas no legales de placer que de repente te parecen
fundamentales. Entonces llega el lío y el clásico periplo de la bragueta hacia
la madurez, que en el caso de los tíos se da ya cumplidos los cuarenta»,
sentencia. Yo dudo entre si rebatir o aplaudir cuando él añade una excepción,
«todo esto queda anulado si de verdad sientes que estás enamorado», concluye
distraído con la mirada puesta en el escote de una joven camarera que anda
cerca.
TESTIGO DE UN BESO
Leo que los más jóvenes están
mucho menos interesados en el sexo de lo que lo estábamos nosotros y todas las
generaciones anteriores. También me entero de que la tendencia va a hacia el
mundo virtual, los encuentros a distancia, el tema más mental. Me viene a la
cabeza la imagen de una pareja que vi el otro día dándose el lote en la Gran
Vía mientras yo esperaba en un semáforo. Él sujetaba la cabeza de ella entra
las manos y recorría su cuello con besos ligeros. Ella entonces lo miró y
atrapó su labio inferior con los dientes, él sonrió y ambos se fundieron en un
rotundo morreo, sus piernas se cruzaron haciendo que los cuerpos pegados se
ladearan originando un sutil juego de pies, una tenue danza improvisada, un ejercicio
de equilibrio que los mantuvo ajenos al mundo por el espacio de esos instantes.
Continuo mi camino y me cruzo con varios grupitos de adolescentes que salen del
colegio hasta arriba de ortodoncias, de mochilas cargadas, de melenas
enredadas, de monopatines, de brillo de labios, de brotes de acné, de
calcetines por la rodilla, de siluetas alargadas, descompensadas, un coro de
voces roncas y aflautas y risas exageradas que se forman y aprenden idiomas,
preparándose para un futuro profesional incierto. Me entran ganas de decirles
que pasen un poco del móvil, que no se sientan mal por lo que otros cuelgan en
Instagram, porque es casi todo mentira, que escriban una carta a mano por lo
menos una vez, o una nota, que envíen una postal, que aprendan a valorar una
buena conversación, que el olor y la textura de la piel son infinitamente mejor
que la pantalla del ordenador, que es mejor decir “te quiero” que enviar un
emoticono con los ojos de corazón, que compartir es mucho más que publicar
contenido en tu muro y que la prueba de que estás enamorado no es una carpeta
de mensajes guardados ni una palabra en tu estado, sino el pulso acelerado.
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