Un grupo de 26 mujeres ha
escrito una carta colectiva al Papa Francisco con la intención de que revise el
celibato. Esta señoras, y como detallan en la misiva, “mantiene,
ha mantenido o querría mantener una relación sentimental con un sacerdote”. A
sus argumentos añaden otro de peso: “El servicio a Jesús y a la comunidad sería
desempeñado con mayor fuerza por un sacerdote que conjuga su sacerdocio con la
vida conyugal”. Mantengamos la calma. Les pido a estas damas que se pongan en
situación y se imaginen que desde el Vaticano levantan el veto y dan vía libre
a su amor. Tras los dos primeros años de relación, donde efectivamente el
sacerdote en cuestión, y habiendo dado rienda suelta a su contenida pasión, se
tomaría su cometido con mayor gallardía y energía sabiéndose amado y esperado
en su hogar, irremediablemente llegaría la implacable realidad en forma de
hastío, conflictos y celos. El tema del confesionario plantearía para muchas un
escollo, ¿o acaso sería de su agrado ver a su amado escuchando susurros, muchas
veces escabrosos, de boca de otra mujer con esa intimidad que da la proximidad?
¿Y qué ocurriría con los WhatsApp? ¿Cómo fiarse de un marido que no conecta el
dispositivo con la excusa de atender a los feligreses? En caso de conflicto
conyugal también habría problemas, ¿sería oportuno acercarse al altar tras una
pelea con el típico “tenemos que hablar”? Y pensando en la sexualidad, si en el
momento del clímax uno de los dos se lanzara con el clásico “oh Dios mío”, ¿se interpretaría
como plegaria habitual o, dado el contexto, podría elevarse a la categoría de
pecado mortal? Quizás el hecho de no haber podido ir más allá en su relación
prohibida les ha hecho perder la perspectiva en torno al asunto. Por ello animo
a estas mujeres a plantearse su postura romántica frente a la espiritualidad
desde una perspectiva de practicidad doméstica.
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