Merche llegaba el otro día a
la conclusión de que los días de lluvia, cuando está aún metida en la cama por
la mañana y escucha las gotas rebotando en cristal, le entran muchas ganas de hacer el amor. Casi a la vez se
daba cuenta de que al aplicarse crema en los senos y sobre la parte alta de las
piernas tras hacer ejercicio, también sentía un nivel considerable de
excitación. Al subir junto a su marido en coche, en el momento de ponerse el
cinturón, el ruido metálico del enganche y la sensación del tejido duro
ajustado a su cuerpo inmovilizado, le hizo pensar en un brazo desconocido que
la rodeaba desde atrás mientras alguien susurraba palabras húmedas en su oído.
En una comida derramó por descuido un poco de aceite sobre la mesa y, en vez de
limpiarlo con un trapo, posó el dedo sobre la gota y la extendió, disfrutando
la textura de esa superficie lisa y satinada que le recordó a la suave fricción
que se produce cuando la piel está mojada. Merche se aplica el pintalabios y
luego se repasa la boca con el dedo, desde el pequeño pliegue central hasta la
comisura, emborronando ligeramente los contornos que parecen recién salidos de
un beso. No hace mucho ha empezado a ser consciente del momento en el que se
quita el sujetador y su pecho queda liberado, suspendido, acariciado por una
brisa que parece gravitar en el espacio de su habitación. Y de cuando se seca
el pelo con el secador y cierra los ojos concentrada en el chorro caliente que
traslada desde la parte alta de su cabeza, hasta su frente, y baja lento por el
rostro, transcurre por su torso y descansa en su barriga. «A ti te falta sexo»,
es la conclusión que saca su íntima amiga cuando ella le cuenta lo que vive. Merche
niega con un gesto y sonríe, pues el sexo que ella desea es el que tiene en su
cabeza. Lo otro hace ya tiempo que le da bastante pereza.
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¡Qué artículo tan sugerente, Sra. Meléndez!
ResponderEliminarAtentamente, Manuel.