Me tiene un rato
reflexionando una frase de la película italiana “La gran belleza” en la que una
vieja amiga le comenta al protagonista, mientras cenan un plato de sopa, “de vez en cuando un amigo tiene el deber de hacerle sentir al otro como
cuando era niño”. Enlazo mentalmente con una noticia que leo en un diario
digital que afirma, estadística en mano, que un tercio de los hombres que
recurre a prostitutas lo hace buscando afecto y cariño, por delante del sexo.
Pienso en varias parejas que conozco y llego a una conclusión: las mujeres,
como algo normal, reclamamos en la persona que tenemos al lado respeto,
lealtad, cariño y comprensión, pero, ¿somos a la vez conscientes de las
verdaderas necesidades afectivas que tiene el varón?. Le pregunto a un amigo
divorciado y de nuevo enamorado acerca de los motivos reales de su separación,
y me confiesa que en lo más hondo de su corazón anhelaba sentirse querido.
«Cuando estaba casado nunca pensé en otra mujer como algo sexual, sino que
empecé a echar en falta el beso de la mañana, un abrazo de despedida o de
bienvenida, una caricia, una mirada de complicidad, el calor de la cama
compartida, dormir con los cuerpos enlazados, un “¿cómo estás?”, “¿te puedo
ayudar?”, un “todo va a ir bien”, cogerse de la mano, los mordiscos en el
cuello, la sensación de unos dedos enroscados en el pelo, el saberse escuchado,
llegar tarde de trabajar y que te esperen para cenar o levantarte temprano para
coger un avión y que esa persona te acompañe para desayunar, que alguien
disfrute de mi olor, compartir manta en el sofá, salir a dar un paseo, mirarse
de verdad…», enumera. Yo lo miro y pienso que quizá el secreto del amor eterno
no tenga tanto que ver con la química y la pasión. La clave puede estar en esas
cosas que parecen insignificantes pero que en el fondo son tremendamente
importantes.
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