Leo que los más jóvenes están
mucho menos interesados en el sexo de lo que lo estábamos nosotros y todas las
generaciones anteriores. También me entero de que la tendencia va a hacia el
mundo virtual, los encuentros a distancia, el tema más mental. Me viene a la
cabeza la imagen de una pareja que vi el otro día dándose el lote en la Gran
Vía mientras yo esperaba en un semáforo. Él sujetaba la cabeza de ella entra
las manos y recorría su cuello con besos ligeros. Ella entonces lo miró y
atrapó su labio inferior con los dientes, él sonrió y ambos se fundieron en un
rotundo morreo, sus piernas se cruzaron haciendo que los cuerpos pegados se
ladearan originando un sutil juego de pies, una tenue danza improvisada, un ejercicio
de equilibrio que los mantuvo ajenos al mundo por el espacio de esos instantes.
Continuo mi camino y me cruzo con varios grupitos de adolescentes que salen del
colegio hasta arriba de ortodoncias, de mochilas cargadas, de melenas
enredadas, de monopatines, de brillo de labios, de brotes de acné, de
calcetines por la rodilla, de siluetas alargadas, descompensadas, un coro de
voces roncas y aflautas y risas exageradas que se forman y aprenden idiomas,
preparándose para un futuro profesional incierto. Me entran ganas de decirles
que pasen un poco del móvil, que no se sientan mal por lo que otros cuelgan en
Instagram, porque es casi todo mentira, que escriban una carta a mano por lo
menos una vez, o una nota, que envíen una postal, que aprendan a valorar una
buena conversación, que el olor y la textura de la piel son infinitamente mejor
que la pantalla del ordenador, que es mejor decir “te quiero” que enviar un
emoticono con los ojos de corazón, que compartir es mucho más que publicar
contenido en tu muro y que la prueba de que estás enamorado no es una carpeta
de mensajes guardados ni una palabra en tu estado, sino el pulso acelerado.
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