No hace mucho me invitan a
una comunión y llego algo tarde a la misa. Tras flanquear la gran puerta de
madera de la iglesia me siento en uno de los bancos del final. Hace calor. Veo
a la pequeña protagonista de blanco, junto al altar un grupo de monjas entona
cánticos suaves. Se escucha un estruendo. Delante mío un grupo de personas rodea
a alguien que se ha desvanecido. “Dadle aire con el abanico”, “¿alguien puede
traer agua?”, “haced espacio”, comentan. Se abre un hueco y observo . Tumbado a
lo largo del banco permanece tendido un chico alto y moreno que identifico como
el tío de la que hoy recibe el sacramento. Una de las invitadas, que es médico,
le suelta la corbata y le desabrocha la
camisa. De cuclillas comprueba su estado general y le hace preguntas a él, que
luce rostro marmóreo y ha empezado a sudar. Yo no puedo evitar fijarme en la
chaqueta bien cortada caída a los lados, el pelo algo despeinado que él se retira
del rostro con la mano, la camisa abierta que deja a la vista un pecho
bronceado y unos abdominales marcados que, potenciado por la postura tumbada y
algo dejada, sus pies cruzados y el ambiente salpicado de damas elegantes y
hombres con chaqueta, le dan ese aire de masculinidad del que se ha pasado de
copas y cae fulminado por la borrachera en la cubierta de un barco. Entonces la
veo. Una de las monjas del coro permanece a su lado mientras le coge de la mano
apostada junto a su cabeza. Me doy cuenta de que, a pesar de su gesto de
cuidado y entrega, la hermana tiene los ojos puestos en el torso esculpido del
chico. Mi mirada se cruza un momento con la de esta mujer joven de rostro
ruborizado y me siento testigo de un momento único, un regalo del destino que
conjuga lo divino, lo erótico y lo errático. Concluyo que al final se trata de
sexo, más allá de la renuncia, del contexto y del pretexto.
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¡Cuánto juego dan las monjitas jóvenes en las fantasías sexuales!...
ResponderEliminarAtentamente, Manuel.