Me deja pensando la
conversación que escucho el otro día durante una comida. El interlocutor es un
hombre apuesto de casi cincuenta que habla con afecto de la estrecha relación
que mantiene con su sobrino, que acaba de cumplir los veinte. «Cuando salgo de
viaje le dejo las llaves de mi piso y el coche. Por lo visto tiene bastante
éxito con las chicas y, si me pongo en su lugar, a su edad yo hubiera pagado
por tener un lugar donde poder llevar a mis amigas y retozar», cuenta. La cosa
se pone en modo mesiánico cuando, el varón en cuestión, casado hace no mucho
con una dama atractiva bastante más joven que él, comparte con el resto el
consejo fundamental que le dio a su sobrino el día que cumplió la mayoría de
edad. «Le hice una única advertencia: tienes prohibido casarte antes de los
treinta y cinco. De hecho me dan miedo aquellos que contraen matrimonio pronto,
pues la secuencia es la siguiente. Te comprometes con tu novia que conociste a
los veintidós, a los veintiocho pasáis por el altar y el primer hijo llega a
los treinta por presiones familiares. Para cuando tenéis treinta y tres la que
es tu mujer ya ha tenido dos hijos y está criando y tú tienes una secretaria de
veinticuatro, con el culo duro como esta mesa y el bulto de las tetas marcado
en la chaqueta. Si hasta el momento no has tenido sexo suficiente, y te aseguro
que nunca se tiene, se te va la olla y desciendes a los infiernos para arañarle
a la vida esas horas no legales de placer que de repente te parecen
fundamentales. Entonces llega el lío y el clásico periplo de la bragueta hacia
la madurez, que en el caso de los tíos se da ya cumplidos los cuarenta»,
sentencia. Yo dudo entre si rebatir o aplaudir cuando él añade una excepción,
«todo esto queda anulado si de verdad sientes que estás enamorado», concluye
distraído con la mirada puesta en el escote de una joven camarera que anda
cerca.
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