jueves, 28 de febrero de 2013

PADRES DE CARNE Y HUESO



El otro día me llama la atención la siguiente situación: tras la salida del colegio, aprovechando la buena tarde, me decido a bajar al río, junto al estanque del Palau, en compañía de mis dos hijos. Nos acomodamos en una bancada junto a una zona soleada y me dispongo a relajarme un rato cuando veo al marido de una chica que conozco. Está sentado igual que yo, mirando el teléfono móvil mientras sus hijos, niño y niña, devoran papas de una bolsa y comparten Coca Cola sentados en el suelo, mientras juegan con un perrito sin collar que no deja de ladrar. Yo, que conozco a la madre y me consta su recta conducta y sus estrictas normas de educación, dudo que diera a esto su aprobación máxime cuando ella, la nena, se pone de pie y empieza a saltar en un charco, como una loca, poniéndose perdida la ropa. El padre continua a lo suyo mientras los dos niños disfrutan de la libertad que supone esa falta de autoridad. Tan solo un día después entro en El Corte Inglés a hacer unas compras y me cruzo en la puerta a dos amigas que charlan entre risas. “¿Dónde vais tan contentas?” –les pregunto. “Hemos dejado a los niños en la zona de juegos vigilada, si ves a los maridos no digas nada. Se supone que estamos de paseo en el río, pero hace mucho frío, además, hace siglos que no vamos de tiendas con libertad” –dicen sin rastro de culpabilidad. Me acuerdo de la gran bronca que nos contó una madre de la clase, cuando descubrió que su marido algunos viernes, en vez de llevar a su pequeño a iniciación musical, se lo llevaba al bar de un amigo donde tienen una timba de póquer y se pasaba la tarde jugando mientras el niño se distraía pintando, o de otra que cada dos por tres le pide a su suegra que recoja a sus hijos del colegio por estar enganchada con una contractura, cuando la realidad es que tiene una limpieza de cara, un masaje o una pedicura. Me doy cuenta entonces de que nosotros, los padres, también somos niños, pero grandes, y si bien es cierto que nuestro status de progenitores nos lleva a ser organizados, responsables y a querer parecer mejores, la realidad es que cada uno tiene su pequeña debilidad, y si no son las compras, la salidas, el fútbol, el tenis, el bricolaje, las sesiones de masaje o las series de televisión, quizás es la misma pereza o la necesidad de vez en cuando, aunque sea de semana en semana, de hacer lo que nos de la gana.
Yo pienso que en estos tiempos de pedagogos, super nannys, psicólogos conductivistas, escuelas de padres,  grupos de apoyo de madres, niños hiperactivos, déficits de atención, cursos de estimulación, terapias de relajación, música temprana, inglés para bebés o informática adaptada, se impone que nosotros, los adultos encargados de formar a la manada, podamos disfrutar de cierta inmunidad. Por ello no dejo de sorprenderme cuando el otro día, en el patio de la guardería, escucho como una profesora con gesto preocupado le comunica a una madre que su hija, un mico de dos años que no levanta dos palmos del suelo, tiene una personalidad que les crea confusión, que es muy autoritaria y tendente a la manipulación. La madre, tras escuchar largo rato lo que le tenían que decir, compartió conmigo a la salida en voz baja pero con poco disimulo: “les pueden dar por el culo”. Y ante la recomendación de estar más atenta a las influencias del entorno, me dijo que lo mejor que podía hacer la terapeuta era verse una película porno.
Les pido una reflexión sobre el tema, antes de que se convierta en un problema. Evitemos la sobreprotección, la comparación, el análisis constante, la observación asfixiante y dejemos a los niños que sean lo que son. A mi no me interesa saber si según algún estudio lo estoy haciendo bien o mal, ni me quiero leer un manual, ni intentar llevar esa rutina que parece que unos y otras consideran normal. Por la salud de sus emociones entréguense a ciertas pasiones y sáltense de vez en cuando alguna de sus cientos de obligaciones. Apuesten por una vida con menos presiones.

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