El otro día me llama la
atención la siguiente situación: tras la salida del colegio, aprovechando la
buena tarde, me decido a bajar al río, junto al estanque del Palau, en compañía
de mis dos hijos. Nos acomodamos en una bancada junto a una zona soleada y me
dispongo a relajarme un rato cuando veo al marido de una chica que conozco.
Está sentado igual que yo, mirando el teléfono móvil mientras sus hijos, niño y
niña, devoran papas de una bolsa y comparten Coca Cola sentados en el suelo,
mientras juegan con un perrito sin collar que no deja de ladrar. Yo, que
conozco a la madre y me consta su recta conducta y sus estrictas normas de
educación, dudo que diera a esto su aprobación máxime cuando ella, la nena, se
pone de pie y empieza a saltar en un charco, como una loca, poniéndose perdida
la ropa. El padre continua a lo suyo mientras los dos niños disfrutan de la
libertad que supone esa falta de autoridad. Tan solo un día después entro en El
Corte Inglés a hacer unas compras y me cruzo en la puerta a dos amigas que
charlan entre risas. “¿Dónde vais tan contentas?” –les pregunto. “Hemos dejado
a los niños en la zona de juegos vigilada, si ves a los maridos no digas nada.
Se supone que estamos de paseo en el río, pero hace mucho frío, además, hace
siglos que no vamos de tiendas con libertad” –dicen sin rastro de culpabilidad.
Me acuerdo de la gran bronca que nos contó una madre de la clase, cuando
descubrió que su marido algunos viernes, en vez de llevar a su pequeño a
iniciación musical, se lo llevaba al bar de un amigo donde tienen una timba de
póquer y se pasaba la tarde jugando mientras el niño se distraía pintando, o de
otra que cada dos por tres le pide a su suegra que recoja a sus hijos del
colegio por estar enganchada con una contractura, cuando la realidad es que
tiene una limpieza de cara, un masaje o una pedicura. Me doy cuenta entonces de
que nosotros, los padres, también somos niños, pero grandes, y si bien es
cierto que nuestro status de progenitores nos lleva a ser organizados,
responsables y a querer parecer mejores, la realidad es que cada uno tiene su
pequeña debilidad, y si no son las compras, la salidas, el fútbol, el tenis, el
bricolaje, las sesiones de masaje o las series de televisión, quizás es la
misma pereza o la necesidad de vez en cuando, aunque sea de semana en semana, de
hacer lo que nos de la gana.
Yo pienso que en estos
tiempos de pedagogos, super nannys, psicólogos conductivistas, escuelas de
padres, grupos de apoyo de madres, niños
hiperactivos, déficits de atención, cursos de estimulación, terapias de
relajación, música temprana, inglés para bebés o informática adaptada, se
impone que nosotros, los adultos encargados de formar a la manada, podamos
disfrutar de cierta inmunidad. Por ello no dejo de sorprenderme cuando el otro
día, en el patio de la guardería, escucho como una profesora con gesto
preocupado le comunica a una madre que su hija, un mico de dos años que no
levanta dos palmos del suelo, tiene una personalidad que les crea confusión,
que es muy autoritaria y tendente a la manipulación. La madre, tras escuchar
largo rato lo que le tenían que decir, compartió conmigo a la salida en voz
baja pero con poco disimulo: “les pueden dar por el culo”. Y ante la
recomendación de estar más atenta a las influencias del entorno, me dijo que lo
mejor que podía hacer la terapeuta era verse una película porno.
Les pido una reflexión sobre
el tema, antes de que se convierta en un problema. Evitemos la sobreprotección,
la comparación, el análisis constante, la observación asfixiante y dejemos a los
niños que sean lo que son. A mi no me interesa saber si según algún estudio lo
estoy haciendo bien o mal, ni me quiero leer un manual, ni intentar llevar esa
rutina que parece que unos y otras consideran normal. Por la salud de sus
emociones entréguense a ciertas pasiones y sáltense de vez en cuando alguna de sus
cientos de obligaciones. Apuesten por una vida con menos presiones.
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