Den por seguro que preferiría
que el título de esta columna fuera “en la cama con Brad Pitt” o “bajo las
sábanas con Velencoso”. Pero no. La incómoda e inoportuna dolencia que trastoca
mis días no es otra sino una molesta, despiadada, incisiva y por desgracia común
gripe. Todo empezó hará cosa de tres semanas cuando llevé a mi hijo mayor, que
se encontraba febril, a la consulta del pediatra, que le diagnosticó un virus
gripal. Tras varios días de medicinas y noches sin dormir, la cosa parece
estabilizarse justo cuando su hermano pequeño empieza a quejarse. Como es
sábado acudimos a la Salud y nos encontramos en la entrada de urgencias a media
Valencia con la misma dolencia: gripe. Volvemos a casa preparados para otra
semana infernal cuando, y solo tres días después, es mi marido el que enferma.
Con la casa hasta arriba de pañuelos, jarabe y pastillas, monto una pequeña
enfermería y veo como poco a poco uno tras otro comienzan a experimentar cierta
mejoría. “Cuidado con los contagios, no la vayas a pillar” –me advierte una
amiga. “Si no la he cogido ya…”–le respondo cansada de velar por esa enfermedad.
Mientras tanto me entero de nuevos brotes de virus que afloran aquí y allá y confirmo
que la epidemia está atacando la ciudad.
Llega el fin de semana. Parece que la calma se ha instalado en mi hogar
cuando empiezo con una leve tos y dolor de garganta. “Esto no es nada, yo ya
estoy inmunizada” –me digo. Aún así me tomo un ibuprofeno y vivo la noche del
sábado con cierto desenfreno. Al día siguiente continua la tos y se suma una
leve jaqueca. Es entonces cuando empiezo a elucubrar y saco mi lado aprensivo
para contrastar con algunos amigos si soy proclive a enfermar. “¿Qué síntomas
tenias al principio? ¿Cuántos días te encontraste mal?” –me lanzo a preguntar. El
lunes sigo igual. Empiezo con el paracetamol y hago vida normal, pero a última
hora del día me doy cuenta de que la cosa no mejora y ya esa noche la paso divagando,
con la percepción de que tengo algo dentro incubando. El martes me despierto
con una extraña sensación de frío, pereza y un intenso dolor de cabeza. Me
marco un ritmo de medicamentos más seguido, el mismo que días atrás utilizó mi
marido. Al llegar el mediodía no puedo ni ver la comida y, casi en contra de mi
voluntad, me meto un rato en la cama totalmente tapada con la nariz taponada. Como
no me quiero doblegar, a mitad de tarde intento ponerme a trabajar pero es del
todo imposible. Esa noche la paso dando vueltas mirando el reloj de la mesilla
como en una especie de pesadilla. El miércoles, para evitar levantarme,
amanezco reciclando los pañuelos de papel ya usados, como hacíamos de jóvenes
con las colillas que nos habíamos fumado. Me hacen ponerme un termómetro
digital que en cuestión de un minuto marca casi cuarenta. Me siento como muerta
cuando llega un médico a visitarme, un chico boliviano alto y fornido que me
dice que para curarme tengo que descansar e hidratarme. Cuando se va me toca la
mano y yo, que estoy doblada como un gusano, con el pelo sin lavar y un pijama
de muñecas, le sonrío con una mueca y pido en silencio por favor que no me lo
encuentre jamás en el exterior. A partir de ese momento acepto mi condición y
paso los siguientes dos días aquejada de dolores musculares, sensación de
calor, de frío, aturdimiento, encogimiento y un rechazo profundo y visceral
hacia el resto de la humanidad. De repente todo el mundo me cae mal, me
molesta, empiezo a hacer memoria y a sacar trapos sucios mentales de viejas
amistades, me recreo pensando en gente que me parece indeseable, hasta que
alguien de mi familia me dice con tacto que estoy completamente insoportable.
El viernes me despierto algo más potable, me pego una ducha y pese a que siento
mi cuerpo débil y maltrecho y una tos profunda y ronca emerge cada rato de mi
pecho, empiezo a ver las cosas con otra perspectiva.
Si aún no la han pillado les
aconsejo tomar medidas de prevención. Este año, y me encuentro en disposición
de hacer una comparativa, la gripe viene muy jodida, además de larga, intensa y
contagiosa, como una penitencia religiosa. Abríguense, vacúnense y si aún así
la cogen, solo les queda una opción: vivirla con resignación.
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