Estaba Silvia en la cocina
haciendo la cena para sus hijos cuando de repente se ilumina la pantalla del
teléfono de Juana, su empleada del hogar boliviana que hace cosa de un año le
ofrece fiel servicio. Por inercia posa sus ojos en el dispositivo que reposa en
la bancada mientras la chica, que está con los niños, se encuentra en el baño
ocupada. “Te voy a partir en dos mamita, estoy cachilo, estoy camote, quiero
que me chupes la poronga, me pones como un bestia, me tienes agarrado” –lee sin
querer Silvia que se queda con los ojos como platos mientras la tortilla se
quema en la sartén. Rápidamente disimula y hace como que sigue a lo suyo cuando
llega Juana, coge el teléfono, mira la pantalla y lee el mensaje esbozando una
breve sonrisa. Silvia la observa y piensa cómo es posible que esa mujer discreta,
bajita y entrada en carnes, sea capaz de mantener una relación tan apasionada y
ardiente como la que se traduce de ese mensaje caliente. Una semana después
Silvia, que está obsesionada con la vida sexual de su empleada, aprovecha un
descuido de ésta para su coger de nuevo su móvil y expiar en la bandeja de
entrada. Allí encuentra otro mensaje reciente de tono indecente: “me gustan
mucho tus chuchus, no dejo de pensar en tu concha, cuando te vea te cojo y te
culeo mi mami”. Silvia vuelve a dejar el teléfono conmocionada ante la brutalidad
de esas palabras de sonido carnal y no deja de pensar en los fines de semana de
Juana, que a ella parece tan normal, convertida en una esclava sexual. A partir
de ese momento la presencia de su chica se le hace incómoda y le produce cierta
tensión, pues no puede evitar imaginarla entregada a esa bestial pasión,
sobretodo porque ella hace ya algún tiempo que disfruta de una vida sexual
marcada por el tedio y el aburrimiento.
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