Recibo el asunto por mail:
“Estimadas familias, con motivo de la llegada de las fiestas falleras os
invitamos a participar en el concurso de ninots. Aquellos que deseen
presentarse deberán traer su pieza, que estará fabricada con material casero,
entre el 4 y el 7 de marzo…”. Y así yo, con pocas habilidades para todo lo que
tiene que ver con las manualidades, me lanzo el fin de semana con el instinto
competitivo a flor de piel, a realizar un bonito robot elaborado con rollos de
cartón, papel de plata, cartulina, pegamento, ceras y una lata. El lunes, ante
la mirada orgullosa de mi hijo, llevamos el muñeco hasta el colegio. Allí la
encargada de la recepción nos abre con poca ilusión la puerta de una sala,
donde supongo que van a estar preservadas las figuras de cara a la competición.
“Sois los primeros” –indica. Y admiramos nuestro trabajo una vez más, que queda
expuesto a las visitas y donde el día acordado, recibirá el veredicto del
jurado. Al día siguiente tras la salida acudimos de nuevo al lugar y constato
con decepción la presencia de un gran camión reluciente, fabricado con ruedas,
faros y vivos colores. Junto a él una bella Blancanieves con pelo real a tamaño
natural, aguarda grácil mientras besa a un pajarillo de bello plumaje que
reposa en su mano. A su lado nuestro robot parece feo, pequeño, mal hecho. No
digo nada pero de vuelta a casa por el río me siento ultrajada, avergonzada y
pienso incluso en retirar mi ninot.
Llega el miércoles y a la
misma hora que el día anterior acudo a ver los nuevos trabajos con temor. En el
centro del salón, reposando en el suelo, descansa un imponente árbol con hojas
brillantes de tela y tronco robusto rodeado por un frondoso arbusto. Sobre una
de las mesas veo una torre Eiffel hecha en algo que parece metal, junto a ella unos
pingüinos se deslizan por una lengua de nieve elaborada con espuma artificial.
En una esquina, en la fila de atrás, yace apartada nuestra creación, apoyada en
la pared. Descubro entonces que le falta un brazo y veo colgando del hueco un
triste trozo de papel. Con la vena del cuello temblando me acerco hasta la
encargada y en un tono audible le comunico mi indignación: “Perdona, pero ¿esto
de que trata? Entendí que era una manualidad casera, estos ninots parecen
hechos en la Ciudad Fallera”. Ella sonríe condescendiente. “¿A qué tenemos un
gran nivel? Hay padres que les ponen muchísima voluntad, sin duda va a estar
reñido” –contesta. Yo la miro con gesto psicópata. “Mira, esto es poliespan,
eso es cristal, esa torre es de metal, eso que le cuelga en la cabeza es cabello
natural” –le digo. Una madre a la que veo venir decide intervenir. “Cada uno es
libre de traer lo que quiera. ¿Ves esa granja de ahí abajo? Nos ha costado tres
semanas de trabajo” –me explica aplicada. “No me quiero poner purista, pero
esos materiales no estaban en la lista. Te recuerdo que ponía cartón, algodón,
papel, acuarelas. Este concurso se ha prostituido, no es equitativo” –alego.
“La teoría es relativa, como todo. Se trata de fomentar la excelencia, no tiene
nada que ver con la competencia” –añade. Salgo por la puerta sin contestar y me
pongo a barruntar. Me acuerdo entonces de un viejo amigo artesano, un consumado
ebanista con alma de artista que realizaba monumentos en madera. Tras una
llamada me acerco a su estudio y le cuento lo ocurrido. Él entra al almacén y
sale con un precioso caballo realizado con cañas y esparto que tendrá un metro
de largo. “Llévatelo, es un prototipo, tiene algunos defectos” –me dice. “Es
perfecto” –le respondo mirando la figura. Así el jueves nos presentamos con el
caballo que, de repente, se convierte en el centro de atención ante la mirada
acusadora de la encargada de recepción. Yo entonces busco mi robot y lo siento
encima, dando como resultado la imagen de un hidalgo futurista y algo decrépito
sobre un corcel artesanal, en una estampa casi sobrenatural.
Aunque no nos hicimos con el
trofeo, recibimos una mención especial y el día de la cremá nuestra figura
lució en la zona central. No sé si el próximo año volveré a hacer el miso
apaño, pero sólo por ver la cara de mi hijo, sus ojos de emoción, no tendría
ningún problema en volver a recurrir a la corrupción.
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