martes, 22 de julio de 2014

BRONCEADO DE PISCINA


                                  

Leo hace poco un artículo sobre la época dorada de Hollywood ilustrado con fotografías de estrellas de la talla de Audrey Hepburn, Grace Kelly, Steve McQueen, Natalie Wood o Sean Connery. Las celebrities aparecen relajadas en la tumbona al borde de una piscina o sumergidas, posando con estilo, en el agua tratada. El texto hace referencia al simbolismo enfrentado que supone tener una de ellas asociado al estatus pero también a la decadencia. Para mi, que como reza el tema de Serrat, nací en el Mediterráneo, veo la cercanía del mar como algo natural y desde pequeña he encontrado la piscina como un sucedáneo menor, una diversión para niños, un apaño recurrente donde pegarse un baño cuando aprieta el calor. Pasar las vacaciones en alguna de las urbanizaciones adyacentes a la ciudad siempre me ha parecido castrante, como si aquellos que las pueblan, al estar alejados del mar, debieran de conformarse con refrescarse en el cemento, con ese bronceado mate y tiznado que solo proporcionan los pinos y el cloro. Por otro lado ciertas albercas, cuyos dueños han construido con la misma pretensión que si estuvieran ubicadas en una mansión, salpicándolas con un puentecillo o con la escultura de un cisne o de un angelito meón, me traen a la cabeza la figura de Hugh Hefner, el mítico dueño de Playboy que creó su propio universo de modelos explosivas, stripers y meretrices, cubierto por su bata de raso y gafas de aviador sujetando un dry Martini. No hace mucho un empresario local adinerado montó en su chalet un fiestón diurno con barra de cócteles, bandejas de sushi y dos dj’s. Me cuentan que algunos invitados, poseídos por el espíritu hortera del garito de Marbella famoso por sus “pool parties”, se fundieron una caja de champagne rosa en el proceso de agitar la botella, quitar el tapón y hacer saltar la bebida sobre el cuerpo de las bañistas que gritaban exaltadas dentro de la piscina hasta que el anfitrión, sorprendido al ver el líquido espumoso desperdiciado en ese rapto de efusión fiestera, abortó el momento con un: “Collons! Que és aixó?”.
La piscina además se sitúa a la cabeza, y gracias al calentón infiel que en su día hizo famoso el entonces marido de Estefanía de Mónaco, Daniel Ducruet, de la lista de lugares apropiados para el sexo loco, desbocado, ese tipo de acto no premeditado que suele ocurrir en verano y cuyos protagonistas muchas veces no son capaces de medir. En la piscina además se requiere cierto dress code y algo de recato, al menos en la que yo, desde que tengo dos niños pequeños, frecuento. Algunas señoras de cierta de edad se ven obligadas, por un tema de compromiso social, a llevar bañador entero, cuando la realidad es que si por ellas fuera llevarían una braguita de bikini minúscula, muy por debajo de la barriga, e incluso prescindirían de la parte de arriba. La nota discordante, y a mi parecer divertida, la ha puesto este verano el hijo algo díscolo y hasta hace nada soltero de una conocida señora, que acude algunos días acompañado de su reciente pareja. La chica es una joven espigada que lleva shorts y coleta estirada cuyos apellidos, y los de su familia, nunca en la historia del club han sonado por megafonía. Ella y él se tumban en las hamacas y se aplican crema el uno al otro pasando del entorno, con el cuidado y la destreza de dos actores porno. Luego se lanzan al agua, donde conversan largo rato abrazados junto al bordillo, uniendo las caderas en un gesto instintivo, intercambiando besos furtivos. En la ducha ella se enjuaga bajo el chorro dejando al descubierto el tatuaje chinesco que decora una de sus nalgas. Mientras, la madre de él nada sin meter la cabeza pero ataviada con gafas y gorro, con la intención, me imagino, de abstraerse de la situación. Yo tengo grabada en la retina la piscina de “El Graduado” donde el protagonista, interpretado por un joven Dustin Hoffman, trata de aplacar el calor producido tras sus encuentros con la salvaje señora Robinson. Si analizamos el tema de manera aséptica, bañarse en la piscina queda reducido al hecho de compartir espacio y agua con otras personas llevando muy poca ropa cuando sube la temperatura. Algo que a mi luego, como buena observadora que soy, me da mucho juego.



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