Me llama la atención la
anécdota que cuenta uno de los personajes de la película “Antes del anochecer”,
de Richard Linklater. Durante una comida estival en Grecia, y siguiendo la
estela del tono de la conversación, que se centra en ese momento en la configuración
mental de hombres y mujeres, una de las damas aporta la experiencia de su
madre, que trabajó la mayor parte de su carrera como enfermera en la unidad de
cuidados intensivos de un centro hospitalario de Atenas. La señora en cuestión
le contó en una ocasión a su hija la diferencia entre ambos sexos al despertar
después de un periodo de coma, tras alguna enfermedad o un accidente. En su
trabajo de enfermera ella les debía de explicar que se encontraban en un hospital
y tratar de ubicarles, poco a poco y con tacto. “Las mujeres sin excepción
preguntaban por sus hijos, su marido, la familia, por si hubo más heridos, los
detalles de lo ocurrido”, relata. La reacción de los hombres, en cambio, y con
un 100% de coincidencias, era muy distinta al abrir los ojos tras el largo
sueño para volver a la vida. “¿A que no sabéis lo que hacían?”, pregunta al
grupo conteniendo una sonrisa. “Interesarse por el estado de su miembro, si
seguía en el sitio, si volvería a funcionar…una vez averiguado esto les venía a
la cabeza el resto de cosas como los hijos o la esposa”, cuenta. Observé que
los hombres que había alrededor, tanto en la vida real como en la ficción, asintieron
brevemente con complicidad y rieron, poniéndose por un momento en el presente
de ese otro hombre convaleciente, asumiendo la profundidad de esa intensa relación
que establecen desde la infancia y que los lleva a proteger, casi con devoción,
esa parte de su cuerpo enlazada con elementos tan potentes como la virilidad, el
orgullo o la hombría. Me imagino la inscripción grabada en una zona
privilegiada e iluminada de su mente: “mi pene y yo”.
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