Hace unos años, cuando yo no
tenia niños y algunas amigas que ya eran madres anunciaban aterradas la llegada
del mes de julio, las miraba extrañada y pensaba que exageraban. Más tarde
cuando tuve a mi primer hijo y era solo un bebé, lo paseaba en la silla abajo y
arriba y lo llevaba a tomar helados o a la playa, donde pasaba las horas
jugando con el cubo y la pala sobre una toalla. Ha sido este verano con dos
niños de tres y cinco años cuando me he dado cuenta del elevado nivel de
actividad que tienen a esa edad y de que los días, que durante el resto de estaciones
se me pasan volando, parecen discurrir ahora ante mi como un reloj de arena,
segundo a segundo, como si arrastrara sobre mis hombros todo el peso del mundo.
Recuerdo meses atrás desconectar cuando las otras madres se ponían a hablar del
tema. “¿Dónde los vas a apuntar?”, se planteaba a la mínima ocasión. Las
alternativas eran algún colegio en inglés de fuera de la ciudad, el club de
tenis, el náutico, el Botánico o cualquier otro lugar donde organicen lo que se
llama “cursillo de verano”, previo pago de una pasta. Yo entonces, sintiéndome
distinta, me creía al margen asunto. “Trabajo en casa, me podré organizar”,
explicaba inspirada por la imagen de J.K. Rowling, autora de la saga Harry Potter, que
en más de una ocasión ha confesado que escribió el primer libro sentada en un
café mientras sus hijos pintaban a su lado. Casi a mediados de mes puedo
asegurar que la escritora inglesa fabula también sobre su pasado. ¿Y cual es la
verdad?, se preguntarán. El reto es que hay que hacer lo mismo que en invierno,
incluido trabajar, con la salvedad de que los niños no van al colegio. Las
vacaciones además contagian a los pequeños de una especie de frenesí
hiperactivo y las palabras “quiero, dame, vamos, coge, mira, ahora, luego, no,
más, ya y toma” se convierten en su nuevo idioma. Al final soluciono a duras
penas el tema de las mañanas con un cursillo de natación para uno y un
combinado de tenis, manualidades y piscina para el otro. Hasta ahí más o menos
bien. La cosa se complica por las tardes. El primer día vamos al parque y el
tobogán plateado de siempre arde. Tras media hora a la sombra constato que allí
no baja nadie. Mirando a mis hijos sofocados llego a la conclusión de que aquel
no es buen sitio para estar cuando golpea el calor. Al día siguiente a eso de
las seis y media me dejo caer por el río a la altura del Palau de la Música.
Mientras se toman la merienda me doy cuenta de que prácticamente no hay más
niños alrededor. Como hace algo de poniente me planteo si quizás esa estampa
desértica se trate un espejismo que los grados de más han provocado en mi
mente. El tercer día, ya mosqueada, pongo rumbo al Mercado de Colón y, si bien
de paso se ve algún crío, el ambiente es inquietantemente tranquilo y los
caballitos están vacíos. Mientras bebo una horchata en pajita una pregunta
resuena en mi interior: ¿dónde coño está el resto de niños?. Me invade la
oscura sensación de que quizás hay algo que estoy haciendo mal. Al consultar en
el chat de madres del colegio me entero de que a muchos de los compañeros los
han enviado con los abuelos a algún sitio de veraneo. Otros tantos se quedan en
casa. “¿Y qué hacéis?”, le pregunto a una de ellas por privado. “Juegan a la Wii,
ven la tele, ya sabes, aguantar con el aire acondicionado”, me explica. Día
tras día se me va acumulando el trabajo atrasado. Me invade una sensación del
pasado, cuando los niños eran solo bebés y yo sentía que siempre hacia lo que
no tocaba o estaba en el lugar equivocado. “Ahora es distinto”, me digo. “Soy
una veterana y hago lo que me da la gana. Las nuevas, las madres primerizas, me
miran al pasar y se dicen ‘ahí va una madre de verdad’”, me intento engañar.
Esa misma tarde decido volver al helado y a la toalla y a los cubitos en la
playa. Aunque ahora se mueven mucho más y yo no paro de gritar, pese a que me
paso el rato de pie controlando cual vigía y cada rato tengo que echar a correr
para alcanzar a alguno que trata de escapar, la realidad es que ese plan
sencillo junto al mar me resulta mucho más accesible y apetecible que el tener
que lidiar con el asfalto de la urbe.
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