Leo en un artículo que se han
puesto de moda las escuelas de sexo en nuestro país. El texto narra como a las
alumnas de “técnica oral” se les entrega una banana al entrar a la clase y,
tras una parte de teoría, en la que son instruidas en la historia de esta
práctica ancestral poniendo como ejemplo el caso de la habilidosa Cleopatra,
pasan a la acción demostrando la aprendido con el fruto. En otra de las aulas
se imparte bondage. Los allí inscritos aprenden a manejar el látigo o las
esposas con el fin de obtener placer a través del dolor, una disciplina muy en
boga, según cuentan, gracias a la influencia del señor Christian Grey. Citan el
caso de una profesora de práctica tántrica que imparte lecciones a parejas
formándolos en el masaje e incidiendo sobre la forma de tocar, pues no es lo
mismo agarrar que posar las manos sobre el cuerpo del otro y hacerlo vibrar. Me
informo y en casi todas estas academias las clases son de carácter grupal. No
puedo evitar pensar en lo embarazoso del tema cuando, al encontrarte con alguno
de tus colegas de la escuela yendo acompañado, tengas que dar la información
con frases como «es una chica que viene a mi clase de felación», o «vamos
juntos al curso de técnicas de sumisión». Otro punto peliagudo será el momento
de grabar en el teléfono el número de algún alumno, algo que me imagino en plan
“Merche taller autoplacer” o “Javi curso anal”. Más allá de nomenclaturas la
cuestión es ¿se puede aprender de sexo? Según algunos se trata de instinto
animal, para otros es mental y tiene su origen en el pensamiento. Otro sector,
en mi opinión más acertado, aconseja centrarse en la parte de la seducción, esa
fase intermedia donde ser receptivo y mostrar lo mejor de uno mismo. Sino estos
aprendices corren el riesgo de convertirse en teóricos de lo sexual, un peligro
en un terreno donde pasar a la acción parece ser la clave del asunto.
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