No hace mucho mi sobrina de
quince años protagoniza una escena que a mi parecer define la esencia de las
nuevas relaciones. Mirando atenta la pantalla de su smartphone le dice a su
progenitor levantando una ceja, «papá, ¿me has vuelto a pedir amistad en
Facebook? si ya te rechacé una vez…». El padre la mira sin saber qué contestar,
yo reprimo una sonrisa y pienso en que no es lo mismo la relación real que la
que se establece en una red social. Recuerdo la teoría de un amigo sobre la pertinencia
de mantener distancia virtual con aquellas tías que le interesan. Él cuenta
que, tras un tiempo de observación, ha llegado a una conclusión: hay que
separar lo que es la vida social de esa otra faceta más personal y en ocasiones
poco legal. Es decir, que una buena manera de constatar si tu pareja está
interesada en esa persona de su entorno que, por lo que sea te inquieta, sería
comprobar si la tiene de amiga en su lista de contactos de Facebook. Si la
respuesta es afirmativa todo apuntaría a una relación meramente cordial. Pero
si entre ellos no existe relación en la citada red social uno se puede empezar
a preocupar. «No lo acabo de entender», anuncia un tercero que está presente.
«La gente por lo general tiene dos facetas, la vida personal y la profesional,
ambas visibles, relativamente compatibles y que se suelen mezclar en el mundo
virtual. Hay personas que tienen una tercera parcela prohibida que reúne
compañías cuestionables, algún vicio y todo lo que tiene que ver con la
vertiente sexual prohibida. Esta es la parte que se mantiene aparte en lugares
como Facebook. En resumen, existe toda una red de alcantarillado donde se
mueven aquellos que se portan regular», sentencia. Veo entonces lo que ocurre
en las redes como una puesta en escena y a esa zona oculta como una versión más
obscena, privada e inapropiada de la vida.
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