Estos días circula por la red
la foto de una pareja teniendo sexo (¿rápido?) sobre una moto en marcha en una
carretera de Goa, en India. Ambos fueron retratados por un ciudadano ejemplar
que subió a las redes la instantánea animando a la policía a investigar el
suceso. Mientras leo la noticia se aparece en mi mente la imagen de un par de
turistas jóvenes, con ese aire desenfrenado que te da la sensación de libertad.
Lo imagino a él rollo surfero, con el pelo alborotado dorado por el sol, la
piel tostada y los brazos musculados agarrando el manillar de una moto potente,
una camisa de lino envejecida abierta, gafas de sol y glúteos marcados. Ella,
de larga melena castaña y rasgos mezclados con un punto oriental, le rodea la
cintura con unas piernas infinitas y se agarra a su vez al manillar con la
espalda estirada sobre el depósito de la moto, dejando al descubierto un pecho
turgente del tamaño ideal, arqueando la cadera en una postura flexible que a
los ojos del resto de los mortales resulta imposible. Ambos vuelan por una
carretera infinita con la piel erizada, sus cuerpos fusionados y al fondo una
puesta de sol de postal. Entonces me cae encima un cubo de agua fría. Al final
del texto del periódico digital se incluye la foto que capta el momento y me
devuelve a la realidad con la fuerza de un tortazo. En la imagen un hombre no
delgado en plena mediana edad conduce una moto de alquiler vestido con una
camiseta de publicidad y unos calcetines color carne subidos hasta la rodilla.
La mujer, dejada caer frente a él, muestra unas pantorrillas rotundas coronadas
por unos pies gigantes que se doblan a los lados. La luz es tosca, la carretera
descuidada y la postura tiene el deje semi improvisado del porno amateur. Concluyo
así, y a favor de la sofisticación mental, que en cuestiones sensuales mil
palabras bien usadas valen más que cualquier fotografía.
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