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INTELIGENCIA SEXUAL
Todos en nuestros años de
escuela nos enfrentamos en alguna ocasión a los llamados test de inteligencia,
esa tediosa batería de pruebas que pretendía calibrar la cifra que daría como
resultado nuestro coeficiente intelectual. Tiempo después los psicólogos
cayeron en la cuenta de la necesidad de añadir a la ecuación la parte sensorial
y vivimos la era de la “inteligencia emocional” y la empatía. Al trabajar en la
esfera del ser humano mental y a la vez próximo y cercano alguien se dio cuenta
de que habían pasado por alto el estudio de la faceta más salvaje y, queriendo
acotar el terreno con su propia nomenclatura, pasaron a llamar a esta
disciplina “inteligencia sexual”, combinación de palabras que en si misma es un
oxímoron, ya que se trata de dos términos opuestos en una sola expresión, pues copular
y pensar no pueden ser simultáneos. Y cuando digo pensar me refiero a intentar
comprender este mundo. Según los autores del libro “Inteligencia Sexual” muchas
de las frustraciones en este terreno se resolverían con una mayor actividad no
oral, sino verbal, incidiendo en la importancia de hablar de nuestras
necesidades en pareja. La pregunta que a algunos les rondará por la cabeza es,
¿una mayor inteligencia sexual nos garantiza una vida íntima más activa?. No
les quiero desanimar, pero los expertos afirman que no. La teoría se basa en el
propio conocimiento, en entenderse mejor a uno mismo para poder controlar. Lo
bueno de la historia es que este tipo de inteligencia no es innata sino que se
puede desarrollar. Pensemos en una gata en celo, en un perro cuando sale
desbocado con ansias de montar, en un mono excitado, en un caballo en el
momento de ser apareado. La clave es: si el instinto carnal está intrínsecamente
arraigado a nuestro lado animal, la inteligencia sexual quizá sirva para
gestionar el después, pero nunca el antes ni el durante.
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