lunes, 29 de octubre de 2012

SERÉ TU HÉROE DE AMOR




Viernes pasado en la Plaza de Toros de Valencia. La predicciones amenazan tormenta, se respira un ambiente sofocante y pastoso. Hordas de mujeres de distinta edad y condición entran con prisas al recinto porque esa noche, esa velada tempestuosa, tiene lugar un acontecimiento sin duda trascendental en la vida de cualquiera mujer: el concierto de Miguel Bosé. Mientras compro unos bocadillos veo algunas pancartas en las que pueden leerse alegatos como: “Miguel, valiente, me pones muy caliente” o “las chicas de Requena venimos a rematar la faena”. Por fin entro en la plaza y encontramos un sitio decente.
El ambiente está exaltado. Unas y otras se mueven animadas por la potente música disco que emerge de los altavoces. De vez en cuando veo algún hombre, un novio, amigo o marido con cara de “¿dónde coño me he metido?”. Chicos jóvenes pasean con un bidón tipo mochila cargado de cerveza, repartiéndola en unos vasos de dimensiones tales que a mi me recuerdan a unos pozales. Una suave brisa recorre la plaza y unas cuantas gotas empiezan a caer. Nosotras, lejos de amilanarlos, emitimos un berrido, una suerte de grito de guerra que una chica de atrás mío culmina con un aguerrido: “¡que llueva, no pasa nada, yo de casa ya he salido mojada!”. A lo que el resto responde con aplauso sentido.
De repente se apagan las luces y vuelvo a escuchar el bramido. Sin hacernos esperar, sale de la oscuridad. Guapo a rabiar, viste pantalón rojo, camisa floreada y el pelo cortado al uno que le da un aire militar,  casi escultórico, potenciando al máximo toda su masculinidad. Se lanza con su “Linda”, y nosotras nos ponemos en el pellejo de esa pobre despechada con las voces enlazadas y la piel del cuerpo erizada. Termina el tema, aplaudimos como locas. Nos habla: “vivid esta noche con el corazón abierto, con los ojos bien abiertos, con las piernas bien abiertas…”. Aullamos enloquecidas, el comienza a enlazar temas, nosotras bailamos con ganas, como si no hubiera un mañana. La lluvia arrecia y Miguel nos habla de nuevo con los brazos extendidos mirando al cielo: “¡este agua no nos mueve, nada puede con vosotras! Preparaos porque ahora voy a repartir, ¡¿Quién quiere que le de bambú?!” –nos grita. “¡Yo!, ¡Aquí!, ¡Dámelo todo a mi!” –le piden aquí y allí. Comienza un movimiento de caderas, una danza brutal, algo taurina, simbólica, tribal. Le seguimos empapadas, porque ya no importa nada. Cuando acaba, casi por inercia, reclamamos lo que es nuestro: ¡Bandido, bandido!. Él, al que le gusta jugar, comienza los acordes del “Morena mía”, pero antes nos aclara “esta canción va para los morenas pero también para las rubias, pelirrojas, bajitas, maduritas, altitas, jovencitas, casadas, separadas…”. Entonamos el tema sin problema y en cuanto pronuncia la última palabra, volvemos a la carga del “Bandido”. Ahora sí, se dispone a darnos gusto. La plaza entera salta, levanta los pies del suelo intentando tomar vuelo. El se agacha y mueve el culo, traza círculos al aire, el resto tratamos de seguirle, tomando un ritmo imposible. Acaba y se despide pero de allí nadie se mueve. Montamos un buen jaleo y aparece de nuevo. Nos habla con voz profunda y contenida. “Quiero dedicaros un regalo especial, porque sois de puta madre, os prometo que siempre volveré y a cada una de vosotras amaré…” – declara. Y nos susurra su balada al oído: “te amaré, te amaré, como no está permitido..”. La actuación termina con gran ovación. Salimos a la calle mojadas y oliendo a cerveza, con la absoluta certeza de haber vivido una experiencia irrepetible. Mirando el coso desde fuera, me viene a la cabeza las luchas de romanos, los leones y el fornido gladiador, entregado a ese destino animal, jaleado por la muchedumbre embravecida, sedienta de sangre, de pelea. Imagino al pobre Miguel en nuestras manos, ansiosas de deseo y fantasía, sometido, dividido. Me doy cuenta entonces de lo que el representa, porque toda dama, al margen de moral, gustos o su propia preferencia, posee una tendencia al despiporre. Que levante la mano quién no ha soñado con un amante bandido, un héroe de amor que despierte su parte más ardiente, esa que solo emerge al exterior animada por un impulso superior. No se avergüence, reconocer la inclinación es el primer punto para empezar a disfrutar del asunto. Un consejo con el que seguro acierto: no se pierdan el próximo concierto.

viernes, 26 de octubre de 2012

DE PRINCESA A CORTESANA



Rocío se casa en un mes con su novio de la facultad. Un chico de familia bien, guapo, listo y deportista. Tras una feliz relación de seis años, después de estudiar un buen máster y encontrar un trabajo aceptable, él le pidió matrimonio durante un fin de semana en Marruecos, y ella aceptó sin pensar, segura de estar acertando. Liada con el tema de la boda, el viaje y los preparativos, Rocío aún tiene tiempo de dedicarle tiempo a los amigos. Un jueves queda con Vicente, su íntimo de siempre, ese que la conoce bien, que pasa por “una más”, al que le cuenta sus alegrías y desengaños desde hace años. Tras cenar un bocadillo y cerveza, se enzarzan en una noche de cubatas y garitos. Ella está relajada, y le cuenta alguna cosa que la tiene preocupada. El la escucha comprensivo y la mantiene abrazada. Ella, que ya está un poco pedo, le confiesa que siente algo de miedo, que es un paso muy importante y que tiene toda la vida por delante. Vicente entonces, le coge el rostro entre las manos, se deja llevar y le dice traspasado: “Rocío, te quiero, no aguanto más. Siento decírtelo así, pero estoy enamorado de ti”. Ella se acerca y lo besa, contenida, consciente de que se encuentra prometida. “A mi me pasa lo mismo, a él lo quiero, pero no siento mucho deseo” –le dice algo cohibida. Él la coge de la mano, la arrastra hasta su piso sin hablar y allí, con las luces apagadas se besan de nuevo, de un modo casi bestial, se liberan de la ropa incendiados e incapaces de llegar a la habitación, se dejan caer excitados, liberando su pasión sobre el suelo.
La boda se acerca inminente y a Rocío le acechan las dudas entre la estabilidad que le da su novio de cara al futuro, y la locura carnal de su amigo, que no tiene un duro. Al final decide casarse, entregada a una existencia acomodada. Porque ella, pese a que se sienta presa, quiere llevar vida de princesa, aunque a veces, cuando tenga gana, pase por el piso de Vicente y actúe de cortesana.

domingo, 21 de octubre de 2012

MEJOR DORMIR QUE SALIR



Cena de antiguas azafatas. Mujeres, hoy amigas, que hace quince años compartimos uniformes de lycra, plantones interminables y horas de sonrisas petrificadas en ferias de muestras, congresos y eventos varios. Poco a poco, al terminar la universidad, encontrar un novio celoso o un trabajo más provechoso, fuimos dejando la profesión, para meternos de lleno en la vida adulta de contratos temporales, viajes de fin de semana, compromisos matrimoniales, hipotecas, embarazos y sonados bombazos, como alguna infidelidad o separación prematura. Así nos citamos el viernes pasado en la Plaza de Cánovas, como antaño. Encontramos mesa en una terraza de Císcar y al sentarnos hago el recuento. Somos siete, todas tenemos hijos (uno o dos), nadamos en la treintena y lucimos melena cuidada y maquillaje discreto. Cuando estamos con la entradas pasan un par de amigos de la época que se alegran mucho de vernos. “Cuanto tiempo, estáis igual, ¿qué es de vuestra vida?” –preguntan amables. Les invitamos a sentarse y tras echar unas risas, nos ponemos con el tema ignorando su presencia, en una sarta de declaraciones: “Javi duerme fatal, cada rato se levanta”, “Es cierto que dar el pecho despierta cierta ternura, pero ahora tengo las tetas por la cintura”, “Pues no sé si en un tema de hormonas, pero lo hago muy poco y sin ganas”, “Yo tengo una duda ¿en el embarazo no estabais más peludas?”, “Siempre me acordaré del nacimiento de Ana, me dejó una enorme almorrana”, “Si yo os cuento mi cesárea, en vez de cicatriz me han dejado una lombriz”, “Y esta barriga de mierda, no hay dieta que la meta – soltamos a bocajarro sin dar opción a intervenir. Los amigos nos observan clavados en la silla con mirada aterrorizada. Con la excusa de la hora se despiden discretos y se marchan escopetados, asustados, me imagino, ante la estampa tan gráfica de nuestra nueva condición femenina.
En una mesa cercana un grupito de chicas que deben rondar los veinte, guapas, flacas y minifalderas, beben a discreción y se pintan los labios de rojo chillón entre risas alocadas. En esas una de ellas se levanta con sus piernas de alambre y se acerca hasta nuestra mesa con el móvil en la mano. “Disculpe, ¿nos podría hacer una foto?” –le dice a una de mis amigas. Ella le mira seria. “¿Disculpe? ¿Me ves cara de profesora? ¿Cuántos años crees que tengo?” –le suelta. La joven ríe cortada. “No sé, como mi madre, cuarenta y algo, ¿no?” –dice sin más, y vuelve con el resto del grupo. “Será zorra” –nos dice mi amiga. “Dispara desde abajo, a ver si les sale papada, y mételes un buen flash, que se vea la celulitis” –le digo desde mi asiento. Al fin aprieta el pulsador con desgana, aún así todas salen increíbles. Para saldar el asunto y quedarnos a gusto, lazamos algunas apreciaciones del tipo “todas llevan el pecho puesto, tienen pelo de muñeca y son un poca caballudas”.
Cerca de nosotras, de pie en la barra, cuatro mujeres de casi cincuenta beben copas y toman tapas de lo más divertidas hablando del trabajo, las amigas o la vida. Al mirarlas y ver como le dan al vino, llego a la conclusión de que todo les importa un pepino, lo que pone en evidencia que nosotras, nuestro grupito de amigas, estamos en tierra de nadie, en una suerte de limbo vital, a medio camino entre la pura juventud y una madurez que todavía encontramos ajena, ocupadas, cansadas, con mil y una obligaciones y la enorme responsabilidad, el esfuerzo hercúleo y los momentos de desesperanza que suponen los años de crianza. Entra una pareja de guapos relaciones públicas repartiendo invitaciones de un local. La mesa de chavalinas los saludo con gran revuelo. Gracias a su coqueteo les sacan, además, numerosas consumiciones. Las maduras de la barra los invitan a un chupito y una de ellas, no con mucho disimulo, les toca el culo. A nosotras, que seguimos con nuestros rollos domésticos, nos ofrecen con poco entusiasmo, casi como queriendo huir. Por inercia contestamos un: no vamos a salir.
Al llegar a casa tengo la sensación de estar fuera de circulación. En seguida me viene a la mente el reloj a las ocho de las mañana, si hay suerte, y ese : “¡¡mamá, quieres ya que me despierte!!”, de cada fin de semana. Hoy por hoy, parece que se impone el dormir y la siesta al irse la fiesta. Pero todo volverá, y un día, no muy lejano, seremos nosotras las que en una barra y entre risas, cuando se acerquen los jovencitos, intentemos meterles mano.

viernes, 19 de octubre de 2012

AL CALOR DEL RETROVISOR



Gloria es invitada a una fiesta en Madrid. Al contarlo en el trabajo le dice Eva, una compañera, que el mismo fin de semana, por una historia con su hermana, se marcha a la capital en compañía de su novio. “Vente en nuestro coche, no hay problema, saldremos a mediodía para evitar que nos pille la noche” –le ofrece amable. Gloria acepta y el viernes, a la hora de comer, la recoge en su casa la pareja. Eva le presenta a Diego, su novio desde hace unos años, que le parece amable y lo que es mejor, conduce a una velocidad aceptable. Cuando llevan media hora de autovía Eva se queda dormida. Gloria se acomoda en el asiento de atrás distraída. Pasea la mirada ociosa por el interior del vehículo cuando se cruza con los ojos de Diego, que la observa a través del retrovisor. Ella, cortada, retira la mirada con prudencia, segura de que se trata de pura coincidencia. Entonces él levanta la mano y mueve el pequeño espejo hasta dejar el punto de mira a la altura de su escote. Eva, intimidada, se cubre con disimulo pero él lo vuelve a mover hasta el lugar donde se juntan sus muslos. Ella, con cierto remordimiento, se deja arrastrar por el momento y se acaricia la pierna desde la rodilla ascendiendo con pausado movimiento. Él suspira y va desplazando el espejo según donde ella mira. Ella se abre la camisa desabrochando un botón. Él se lleva la mano hasta el pantalón. Ella se moja los labios y se introduce un dedo en la boca, él juega con su bolsillo sin ser consciente de la realidad, ya que conduce a toda velocidad. Cuando ya está al rojo vivo, les adelanta un coche de policía, que le hace señas para que salga de la vía. Eva se despierta cuando Diego ya está de pie en el arcén con la puerta abierta. “¿En qué estaba pensando?” –le pregunta el policía. “He empezado a sentir calor, no me he dado ni cuenta” –responde arrepentido. El final de la opereta lo protagoniza Gloria, que desde el asiento de atrás, muy quieta, le indica a Diego con un gesto que se suba la bragueta. 

lunes, 15 de octubre de 2012

SÚPER MAMIS



Hará unas tres semanas acudo a la consulta del dermatólogo situada en la quinta planta del hospital situado en Manuel Candela. Allí le entrego la tarjeta a la enfermera que me hace pasar a la sala de espera. Tomo asiento junto a la ventana y repaso con la vista lo que tengo a mi alrededor. Una pareja de ancianos aguarda en silencio su turno, una chica joven mira su móvil distraída, un señor de mediana edad dormita con la cabeza apoyada en la pared, una madre reprende a un niño al que intenta controlar, pues no le deja de agobiar. En una tele emiten un documental sobre la vida en un taller de artesanía de Nicaragua. Me dispongo a relajarme cuando el niño tabarra, un rubito de unos cuatro años, se pone de pie frente a mi. “¿Tú como te llamas?” –me suelta. “Elena” – respondo. “¿Cuántos años tienes?” –me interroga de nuevo. “Muchos” –le digo. “Yo estos” –me muestra una mano abierta con cinco dedos. Le sonrío y vuelvo la cabeza hacia el televisor. “¿Tú cuantos tienes?” –repite la pregunta. Lo miro y le explico comprensiva: “Mira, ahora no tengo ganas de hablar, voy a intentar descansar, ¿de acuerdo?”. El niño desaparece de mi vista y yo me recuesto en la silla. Cierro los ojos buscando algo de paz cuando de repente siento que algo me roza la pierna en la parte de atrás. Pego un respingo y noto cómo golpeo algo con mi zapato. A continuación escucho un grito. Me levanto sobresaltada y descubro al niño acostado en el suelo debajo de mi asiento. No deja de llorar y se toca la cabeza. “¿Pero qué haces ahí?” –pregunto asustada. La madre se acerca y le ayuda a salir. “Disculpa, es que se pone nervioso cada vez que venimos aquí” –me explica. “Hugo, pide perdón” –le dice a él, que ya no llora. El niño me mira serio. “Déjalo, no importa” –le excuso, y me siento de nuevo. “Hugo, te he dicho que le pidas perdón a la señora” –insiste ella frente a mi. Yo la miro junto a su crio mocoso y deseo en silencio que se esfumen. “Ya está, de verdad” –afirmo. Al fin se marchan a su sitio y saco mi móvil para consultar el correo. A los pocos minutos me hablan de nuevo. “Hugo, obedece, díselo ahora”. Levanto la vista y veo a la madre y al niño, que me mira con vergüenza. “Venga, dale un beso” –le dice elevando la voz. Yo siento como algo se enciende en mi interior. “Te he dicho que no hace falta” –le anuncio en un tono distinto. “Es que tiene que aprender” –me explica. “¿Y por eso yo me tengo que joder?” –estallo. “¿Perdona?” – me dice alucinada. Pero yo ya no puedo parar: “Yo también tengo dos hijos que muchas veces se portan mal, me intención es educar y hacer que respeten, recojan o pida perdón, pero ese es mi problema, y en cualquier caso de ninguna persona ajena. Lo que no debes hacer en convertirme a la fuerza en sujeto activo de tu proceso educativo. No me puedes agobiar, entre otras cosas porque para un rato que tengo a solas lo último que quiero es hablar. O sea que te lo pido una vez más, no quiero perdón, ni un beso, ni ninguna explicación. ¡Soy yo la que necesita un poco de comprensión!” –concluyo. El niño, que no ha apartado los ojos de mi en ningún momento, emite un extraño sonido gutural e inicia un llanto imposible. Por una señal divina suena mi nombre por megafonía, me pongo de pie y paso por delante de la madre que me no me quita los ojos de encima. Cuando termino la consulta, mientras espero el ascensor, la veo todavía en la sala, sentada junto a un Hugo muy serio, que lejos de portarse mal, parece de lo más formal.
Quizás me propasé, pero todo tiene un límite, y ya sea madre, padre o abuela, tenga una bonita perra o un lorito parlanchín, tendrá que comprender que la devoción por su ser amado, no puede ni debe extenderla al resto de la humanidad. Por ello les recomiendo que controlen sus afectos, pues si bien vivimos en una comunidad donde impera el respeto y la solidaridad, cada uno ya tiene lo suyo y no es cuestión de atosigar al personal con sus minucias afectivas. Si aún así tiene la necesidad de educar, dialogar o instruir en directo, siempre le queda la opción, aunque le parezca excesivo, de acudir a un programa televisivo. Así el resto podremos ponerle final al asunto cambiando simplemente de canal. Les dejo una consigna que vale la pena: “aprenda a respetar la indiferencia ajena”.




domingo, 7 de octubre de 2012

CIGARROS SIN LEY



Yo me considero fumadora ocasional. Con una media de dos o tres pitillos por semana me suelo reservar para bodas, eventos sociales y alguna noche de fiesta donde, y siempre por simbiosis o repetición, pido algún cigarrillo para aplacar ese conato de ansiedad que relaciono más con el gesto y la sensación que con el vicio en cuestión. Reconozco que con la nueva normativa, salir a fumar a la calle en compañía se ha convertido casi en ritual, creando empatías, simpatías y todo un subgénero de lo social que parte de lo improvisado y se establece en lo momentáneo, lo ilícito, el “petit comité”. Por ello el viernes pasado, tras una cena en una taberna emblemática de la calle San Vicente, me sorprendo cuando alguien anuncia: “Conozco un pub en el que se puede fumar y además hay música en directo”. Y así ponemos rumbo a la Gran Vía donde damos con el garito, en cuya entrada indica un cartel: “club privado de fumadores”. Esas cuatro palabras provocan en mi de inmediato una sensación de actividad clandestina y me imagino un Sodoma y Gomorra, un despiporre bestial, un culto a lo fraudulento al alcance de unos pocos escogidos amantes de lo alternativo. Tras pagar los diez euros de consumición un fornido portero nos abre la puerta atento y damos paso al interior. Lo primero que me llama la atención es sin duda la presencia de humo. En unos sofás cercanos un hombre de mediana edad fuma mirando al infinito. Se lleva el pitillo a los labios y le mete una chupada rabiosa, profunda y solemne. No es el único. Hombres y mujeres fuman aquí y allá y en todos, quizás sea mi impresión, me parece percibir una acusada intención. Sobre un escenario toca un grupo de pop flamenco, al estilo de Los Chunguitos. En la pista un nutrido grupo corea las canciones e intenta entregarse a ese baile racial dando como resultado una suerte de danza mutante donde unos y otras mueven las caderas, dan palmas y elevan los brazos en el aire ejecutando un extraño juego de manos y muñecas, en una sofisticada versión de la sevillana clásica. Pedimos en la barra y mientras intentamos asimilar el ambiente nos fumamos un cigarrillo con la velada intención de darle sentido a la situación. “Que bien sabe” –suelta uno. “Cuanto tiempo sin fumar junto a una barra, ahora tengo la sensación de estar de farra” –comenta otra. “Desde luego que la copa te pide algo que llevarse a la boca” –dice otro más. Yo pienso que no es para tanto y tengo la impresión de que estamos forzando la conversación. Me fijo en que junto al señor de la entrada ahora está sentada una atractiva dama que aspira el humo de un pitillo con la misma fruición que su compañero. Se me ocurre que tal vez hagan guardia, que quizás entre los habituales más fieles hayan decidido que siempre un cigarrillo tenga que estar encendido, simulando una señal celestial, como un cirio pascual.
El grupo toma un receso y comienzan a sonar temas discotequeros. Nos lanzamos a bailar y me doy cuenta de que tan solo dos años después, me resulta de lo más extraño moverme con el cigarro en la mano. El humo me molesta, encuentro inapropiado tirar la ceniza sobre el suelo encerado, sigo cautelosa las diminutas cabezas naranjas incandescentes gravitando a mi alrededor de la mano de sus dueños y las intento evitar, pensando que me pueden quemar. Tengo la sensación de que me cuesta respirar. “Vamos a la calle a hablar” –me dice una amiga. Y llegamos hasta a la acera en plena noche. Es entonces cuando decido salir del armario y confesar lo que siento: “Yo me cuestioné lo de la ley y me molestan las prohiciones, sé que un buen pitillo es clave para afrontar determinadas situaciones, pero tengo que reconocer, aunque ya no encaje en el grupo, que a mi el humo me molesta, y que me gusta disfrutar del aire puro cuando estoy de fiesta” –suelto aliviada. Mi amiga se mete la mano en el bolsillo y saca el paquete de tabaco. “¿Quieres?” –me ofrece. Yo estiro el brazo, cojo uno y lo enciendo. En el interior el grupo toca de nuevo y la gente lo pasa en grande. Me doy cuenta de que el humo que ahora expiro es el mismo que hace un segundo me parecía un castigo, pero me hago fuerte en mi rebeldía al otro lado del cristal. Me niego a estigmatizar mi vicio ocasional en ningún local, abogo por la libertad de reunión, rechazo la clasificación y cualquier tipo de homenaje. ¡¡¡Arriba los fumadores salvajes!!!

viernes, 5 de octubre de 2012

DISTRACCIONES FEMENINAS




Hace un par de semanas Teresa ha sido protagonista de una situación del todo desconcertante. Tras un verano en familia decide marcharse un par de días de relax con su marido. El lugar escogido es un conocido hotel de la costa de Alicante famoso por su completo spa y la carta de tratamientos que ofrece. Allí disfruta de la zona de aguas y recibe algún servicio de belleza. La segunda jornada, tras una comida en la playa, reserva un masaje especial llamado “fantasía oriental”. Tras librarse de la ropa y ponerse el albornoz, acude al lugar indicado donde la gentil recepcionista la conduce a una sala levemente iluminada. Allí Teresa se tumba en la camilla y ve aparecer por la puerta una silueta de mujer. Tras un saludo breve cierra los ojos y se sumerge en un estado de ingravidez, acentuado por el vino de la comida, mientras los expertos dedos recorren sus miembros con ritmo firme. Poco a poco su cuerpo se suelta. La voz de la mujer le pide que se de la vuelta. Boca arriba, sigue el suave masaje y siente como se le eriza la piel de la barriga. Sus piernas se tensan un segundo, intentando aplacar un intenso escalofrío que le recorre la espalda. Eleva los brazos y se estira como un gato, ajena por completo al tiempo y al espacio. Las manos de esa desconocida discurren sinuosas desde los muslos, pasando por las caderas y el abdomen para terminar ¡oh sorpresa! posadas sobre sus pechos. Ella emite un gemido, desconcertada, cuando siente el contacto de la piel caliente. A continuación dos leves pellizcos acentúan la dureza de la zona y los labios de la mujer le hablan al oído: “¿Desea que continúe?”. Teresa, presa de viejos tabús, contesta asustada un escueto “no gracias” y siente como su cuerpo es cubierto por una suave toalla para quedar sumido de nuevo en la soledad de la sala. Más tarde, de vuelta a casa, Teresa recuerda la experiencia y se castiga por su exceso de decencia. Y dado el rubor que siente al rememorar la situación, de haberlo pensado, sin duda, hubiera continuado. Una norma científica que aquí se puede aplicar: “ante la duda de la mente, lo ideal es optar por lo caliente”.