Viernes pasado en la Plaza de Toros de Valencia. La
predicciones amenazan tormenta, se respira un ambiente sofocante y pastoso.
Hordas de mujeres de distinta edad y condición entran con prisas al recinto
porque esa noche, esa velada tempestuosa, tiene lugar un acontecimiento sin
duda trascendental en la vida de cualquiera mujer: el concierto de Miguel Bosé.
Mientras compro unos bocadillos veo algunas pancartas en las que pueden leerse
alegatos como: “Miguel, valiente, me pones muy caliente” o “las chicas de
Requena venimos a rematar la faena”. Por fin entro en la plaza y encontramos un
sitio decente.
El ambiente está exaltado. Unas y otras se mueven animadas
por la potente música disco que emerge de los altavoces. De vez en cuando veo
algún hombre, un novio, amigo o marido con cara de “¿dónde coño me he metido?”.
Chicos jóvenes pasean con un bidón tipo mochila cargado de cerveza,
repartiéndola en unos vasos de dimensiones tales que a mi me recuerdan a unos
pozales. Una suave brisa recorre la plaza y unas cuantas gotas empiezan a caer.
Nosotras, lejos de amilanarlos, emitimos un berrido, una suerte de grito de
guerra que una chica de atrás mío culmina con un aguerrido: “¡que llueva, no
pasa nada, yo de casa ya he salido mojada!”. A lo que el resto responde con
aplauso sentido.
De repente se apagan las luces y vuelvo a escuchar el
bramido. Sin hacernos esperar, sale de la oscuridad. Guapo a rabiar, viste
pantalón rojo, camisa floreada y el pelo cortado al uno que le da un aire
militar, casi escultórico,
potenciando al máximo toda su masculinidad. Se lanza con su “Linda”, y nosotras
nos ponemos en el pellejo de esa pobre despechada con las voces enlazadas y la
piel del cuerpo erizada. Termina el tema, aplaudimos como locas. Nos habla:
“vivid esta noche con el corazón abierto, con los ojos bien abiertos, con las
piernas bien abiertas…”. Aullamos enloquecidas, el comienza a enlazar temas,
nosotras bailamos con ganas, como si no hubiera un mañana. La lluvia arrecia y
Miguel nos habla de nuevo con los brazos extendidos mirando al cielo: “¡este
agua no nos mueve, nada puede con vosotras! Preparaos porque ahora voy a
repartir, ¡¿Quién quiere que le de bambú?!” –nos grita. “¡Yo!, ¡Aquí!, ¡Dámelo
todo a mi!” –le piden aquí y allí. Comienza un movimiento de caderas, una danza
brutal, algo taurina, simbólica, tribal. Le seguimos empapadas, porque ya no
importa nada. Cuando acaba, casi por inercia, reclamamos lo que es nuestro:
¡Bandido, bandido!. Él, al que le gusta jugar, comienza los acordes del “Morena
mía”, pero antes nos aclara “esta canción va para los morenas pero también para
las rubias, pelirrojas, bajitas, maduritas, altitas, jovencitas, casadas,
separadas…”. Entonamos el tema sin problema y en cuanto pronuncia la última palabra,
volvemos a la carga del “Bandido”. Ahora sí, se dispone a darnos gusto. La
plaza entera salta, levanta los pies del suelo intentando tomar vuelo. El se
agacha y mueve el culo, traza círculos al aire, el resto tratamos de seguirle,
tomando un ritmo imposible. Acaba y se despide pero de allí nadie se mueve.
Montamos un buen jaleo y aparece de nuevo. Nos habla con voz profunda y
contenida. “Quiero dedicaros un regalo especial, porque sois de puta madre, os
prometo que siempre volveré y a cada una de vosotras amaré…” – declara. Y nos
susurra su balada al oído: “te amaré, te amaré, como no está permitido..”. La
actuación termina con gran ovación. Salimos a la calle mojadas y oliendo a
cerveza, con la absoluta certeza de haber vivido una experiencia irrepetible.
Mirando el coso desde fuera, me viene a la cabeza las luchas de romanos, los
leones y el fornido gladiador, entregado a ese destino animal, jaleado por la
muchedumbre embravecida, sedienta de sangre, de pelea. Imagino al pobre Miguel
en nuestras manos, ansiosas de deseo y fantasía, sometido, dividido. Me doy
cuenta entonces de lo que el representa, porque toda dama, al margen de moral,
gustos o su propia preferencia, posee una tendencia al despiporre. Que levante
la mano quién no ha soñado con un amante bandido, un héroe de amor que
despierte su parte más ardiente, esa que solo emerge al exterior animada por un
impulso superior. No se avergüence, reconocer la inclinación es el primer punto
para empezar a disfrutar del asunto. Un consejo con el que seguro acierto: no
se pierdan el próximo concierto.