Cena de antiguas azafatas. Mujeres, hoy amigas, que hace
quince años compartimos uniformes de lycra, plantones interminables y horas de
sonrisas petrificadas en ferias de muestras, congresos y eventos varios. Poco a
poco, al terminar la universidad, encontrar un novio celoso o un trabajo más
provechoso, fuimos dejando la profesión, para meternos de lleno en la vida
adulta de contratos temporales, viajes de fin de semana, compromisos
matrimoniales, hipotecas, embarazos y sonados bombazos, como alguna infidelidad
o separación prematura. Así nos citamos el viernes pasado en la Plaza de
Cánovas, como antaño. Encontramos mesa en una terraza de Císcar y al sentarnos
hago el recuento. Somos siete, todas tenemos hijos (uno o dos), nadamos en la
treintena y lucimos melena cuidada y maquillaje discreto. Cuando estamos con la
entradas pasan un par de amigos de la época que se alegran mucho de vernos.
“Cuanto tiempo, estáis igual, ¿qué es de vuestra vida?” –preguntan amables. Les
invitamos a sentarse y tras echar unas risas, nos ponemos con el tema ignorando
su presencia, en una sarta de declaraciones: “Javi duerme fatal, cada rato se
levanta”, “Es cierto que dar el pecho despierta cierta ternura, pero ahora
tengo las tetas por la cintura”, “Pues no sé si en un tema de hormonas, pero lo
hago muy poco y sin ganas”, “Yo tengo una duda ¿en el embarazo no estabais más
peludas?”, “Siempre me acordaré del nacimiento de Ana, me dejó una enorme
almorrana”, “Si yo os cuento mi cesárea, en vez de cicatriz me han dejado una
lombriz”, “Y esta barriga de mierda, no hay dieta que la meta – soltamos a bocajarro
sin dar opción a intervenir. Los amigos nos observan clavados en la silla con
mirada aterrorizada. Con la excusa de la hora se despiden discretos y se
marchan escopetados, asustados, me imagino, ante la estampa tan gráfica de
nuestra nueva condición femenina.
En una mesa cercana un grupito de chicas que deben rondar
los veinte, guapas, flacas y minifalderas, beben a discreción y se pintan los
labios de rojo chillón entre risas alocadas. En esas una de ellas se levanta
con sus piernas de alambre y se acerca hasta nuestra mesa con el móvil en la
mano. “Disculpe, ¿nos podría hacer una foto?” –le dice a una de mis amigas.
Ella le mira seria. “¿Disculpe? ¿Me ves cara de profesora? ¿Cuántos años crees
que tengo?” –le suelta. La joven ríe cortada. “No sé, como mi madre, cuarenta y
algo, ¿no?” –dice sin más, y vuelve con el resto del grupo. “Será zorra” –nos
dice mi amiga. “Dispara desde abajo, a ver si les sale papada, y mételes un
buen flash, que se vea la celulitis” –le digo desde mi asiento. Al fin aprieta
el pulsador con desgana, aún así todas salen increíbles. Para saldar el asunto
y quedarnos a gusto, lazamos algunas apreciaciones del tipo “todas llevan el
pecho puesto, tienen pelo de muñeca y son un poca caballudas”.
Cerca de nosotras, de pie en la barra, cuatro mujeres de
casi cincuenta beben copas y toman tapas de lo más divertidas hablando del
trabajo, las amigas o la vida. Al mirarlas y ver como le dan al vino, llego a
la conclusión de que todo les importa un pepino, lo que pone en evidencia que
nosotras, nuestro grupito de amigas, estamos en tierra de nadie, en una suerte
de limbo vital, a medio camino entre la pura juventud y una madurez que todavía
encontramos ajena, ocupadas, cansadas, con mil y una obligaciones y la enorme
responsabilidad, el esfuerzo hercúleo y los momentos de desesperanza que
suponen los años de crianza. Entra una pareja de guapos relaciones públicas
repartiendo invitaciones de un local. La mesa de chavalinas los saludo con gran
revuelo. Gracias a su coqueteo les sacan, además, numerosas consumiciones. Las
maduras de la barra los invitan a un chupito y una de ellas, no con mucho
disimulo, les toca el culo. A nosotras, que seguimos con nuestros rollos
domésticos, nos ofrecen con poco entusiasmo, casi como queriendo huir. Por
inercia contestamos un: no vamos a salir.
Al llegar a casa tengo la sensación de estar fuera de
circulación. En seguida me viene a la mente el reloj a las ocho de las mañana,
si hay suerte, y ese : “¡¡mamá, quieres ya que me despierte!!”, de cada fin de
semana. Hoy por hoy, parece que se impone el dormir y la siesta al irse la
fiesta. Pero todo volverá, y un día, no muy lejano, seremos nosotras las que en
una barra y entre risas, cuando se acerquen los jovencitos, intentemos meterles
mano.
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