Hará unas tres semanas acudo a la consulta del dermatólogo
situada en la quinta planta del hospital situado en Manuel Candela. Allí le
entrego la tarjeta a la enfermera que me hace pasar a la sala de espera. Tomo
asiento junto a la ventana y repaso con la vista lo que tengo a mi alrededor.
Una pareja de ancianos aguarda en silencio su turno, una chica joven mira su
móvil distraída, un señor de mediana edad dormita con la cabeza apoyada en la
pared, una madre reprende a un niño al que intenta controlar, pues no le deja
de agobiar. En una tele emiten un documental sobre la vida en un taller de
artesanía de Nicaragua. Me dispongo a relajarme cuando el niño tabarra, un
rubito de unos cuatro años, se pone de pie frente a mi. “¿Tú como te llamas?”
–me suelta. “Elena” – respondo. “¿Cuántos años tienes?” –me interroga de nuevo.
“Muchos” –le digo. “Yo estos” –me muestra una mano abierta con cinco dedos. Le
sonrío y vuelvo la cabeza hacia el televisor. “¿Tú cuantos tienes?” –repite la
pregunta. Lo miro y le explico comprensiva: “Mira, ahora no tengo ganas de
hablar, voy a intentar descansar, ¿de acuerdo?”. El niño desaparece de mi vista
y yo me recuesto en la silla. Cierro los ojos buscando algo de paz cuando de
repente siento que algo me roza la pierna en la parte de atrás. Pego un
respingo y noto cómo golpeo algo con mi zapato. A continuación escucho un
grito. Me levanto sobresaltada y descubro al niño acostado en el suelo debajo
de mi asiento. No deja de llorar y se toca la cabeza. “¿Pero qué haces ahí?”
–pregunto asustada. La madre se acerca y le ayuda a salir. “Disculpa, es que se
pone nervioso cada vez que venimos aquí” –me explica. “Hugo, pide perdón” –le
dice a él, que ya no llora. El niño me mira serio. “Déjalo, no importa” –le
excuso, y me siento de nuevo. “Hugo, te he dicho que le pidas perdón a la
señora” –insiste ella frente a mi. Yo la miro junto a su crio mocoso y deseo en
silencio que se esfumen. “Ya está, de verdad” –afirmo. Al fin se marchan a su
sitio y saco mi móvil para consultar el correo. A los pocos minutos me hablan
de nuevo. “Hugo, obedece, díselo ahora”. Levanto la vista y veo a la madre y al
niño, que me mira con vergüenza. “Venga, dale un beso” –le dice elevando la
voz. Yo siento como algo se enciende en mi interior. “Te he dicho que no hace
falta” –le anuncio en un tono distinto. “Es que tiene que aprender” –me
explica. “¿Y por eso yo me tengo que joder?” –estallo. “¿Perdona?” – me dice
alucinada. Pero yo ya no puedo parar: “Yo también tengo dos hijos que muchas
veces se portan mal, me intención es educar y hacer que respeten, recojan o
pida perdón, pero ese es mi problema, y en cualquier caso de ninguna persona
ajena. Lo que no debes hacer en convertirme a la fuerza en sujeto activo de tu
proceso educativo. No me puedes agobiar, entre otras cosas porque para un rato
que tengo a solas lo último que quiero es hablar. O sea que te lo pido una vez
más, no quiero perdón, ni un beso, ni ninguna explicación. ¡Soy yo la que
necesita un poco de comprensión!” –concluyo. El niño, que no ha apartado los
ojos de mi en ningún momento, emite un extraño sonido gutural e inicia un
llanto imposible. Por una señal divina suena mi nombre por megafonía, me pongo
de pie y paso por delante de la madre que me no me quita los ojos de encima. Cuando
termino la consulta, mientras espero el ascensor, la veo todavía en la sala,
sentada junto a un Hugo muy serio, que lejos de portarse mal, parece de lo más
formal.
Quizás me propasé, pero todo tiene un límite, y ya sea
madre, padre o abuela, tenga una bonita perra o un lorito parlanchín, tendrá
que comprender que la devoción por su ser amado, no puede ni debe extenderla al
resto de la humanidad. Por ello les recomiendo que controlen sus afectos, pues
si bien vivimos en una comunidad donde impera el respeto y la solidaridad, cada
uno ya tiene lo suyo y no es cuestión de atosigar al personal con sus minucias
afectivas. Si aún así tiene la necesidad de educar, dialogar o instruir en
directo, siempre le queda la opción, aunque le parezca excesivo, de acudir a un
programa televisivo. Así el resto podremos ponerle final al asunto cambiando
simplemente de canal. Les dejo una consigna que vale la pena: “aprenda a
respetar la indiferencia ajena”.
Criaturas...
ResponderEliminarLos niños son como tocar la trompeta, sientan bien o mal depende en el lado en el que uno se encuentre.