Hoy
quiero hablar de un tema que despierta mi atención cada noche que salgo. “La
cultura del gin tonic”, le podríamos llamar, una suerte de pasión por el
combinado, una tendencia, una afición, una moda que por diversos motivos hace
tiempo que a mi me jode y me incomoda. Me explico. Yo, que vi nacer el botellón
y crecí con la sensación de que el privar no era más que el escalón para
adentrarte en una noche de fiesta, acostumbrada al vaso de tubo, los hielos de
congelador y los chupitos de “peché”, ese licor dulzón y espantoso con el que
el dueño del garito de turno se ponía generoso. Amiga del vaso de plástico, de
la copa aguada y la mezcla desventada, me encuentro que al hacerme mayor la
cosa se pone seria, y decido asumir con gusto el paso de la cantidad a la
calidad metiéndome de lleno en las costumbres propias de mi edad. Así comienzo
a practicar el “tomar una copa” en agradable compañía y animada conversación
sentados alrededor de una mesa por la zona de la Gran Vía, el Carmen o la
Alameda. Pero como todo tiene una evolución, un camino sin retorno hacia la
sofisticación, el tema del privaje no iba a ser menos y ha centrado toda su
artillería en el mundo de la coctelería. Parece que ahora para preparar un gin
tonic haya que haber estudiado ingeniería, algún curso de decoración y la
carrera de psicología. Teoría que confirmo la otra noche en un local de Conde
Altea. Al acercarse el camarero nos hace entrega de una extensa carta de varias
páginas donde en letra minúscula están escritos por las dos caras los nombres de
cientos de marcas. Dejando el whisky, el ron y el vodka a un lado, bebidas donde
esta nueva corriente todavía no se ha cebado, me doy cuenta de que la mayor
parte del espacio está enfocado a la ginebra, que aparece ordenada por
distintos apartados: sudafricanas, francesas, holandesas, escocesas, japonesas,
portuguesas, alemanas, nacionales, afrutadas, secas, cítricas, dulces, amargas
o florales. No entiendo como espera que vayamos a pedir si es casi imposible
decidir. La cosa no queda ahí, también hay que
escoger la tónica entre, y puedo especificarlo porque las conté, treinta y ocho
marcas distintas. Me siento abrumada mirando la lista. Entonces vuelve el
atento camarero que harto de esperar, nos ayuda en este parto particular que es
escoger nuestra copa. Cuando al final conseguimos decidir viene lo mejor, el
complemento, aquello que por simbiosis y correlación, va a potenciar el líquido
elemento. Limón, lima, naranja, pomelo, kiwi, fresas, rosas, violetas, café,
enebro, hierbas, regaliz, canela, chufas, arándanos, moras, comino y decenas de
ingredientes que yo no soy capaz de asimilar. “Esa ginebra que usted ha pedido
acompaña muy bien con pepino” –me dice el barman en tono experto. “Gracias,
pero prefiero solo el limón” –contesto. “No va a poder ser, romperíamos el
sabor, le pongo solo un poco y algo de enebro para dar un toque de color”
–afirma. “Pues póngame lima mejor, no soporto el pepino” –insisto. “En ese caso
mejor cambiamos la ginebra, ¿le traigo de nuevo la carta?” – pregunta. “No,
de verdad, no hace falta” –le digo. El continua de pie, mirando con
impaciencia, poniendo de relieve mi ignorancia. “¿Me deja que elija yo? Creo
que ya le he cogido el punto” –pregunta con condescendencia. Entonces pongo mis
ojos en él y le digo sin ninguna clase de efusión: “Quiero la ginebra más
barata con hielos, tónica y limón. Y por favor, me la pone en un vaso de tubo”.
Enseguida noto que le he dado un golpe bajo, que he degradado su trabajo del estatus
de creativo empirista a la vulgar faena de poner cubatas en una verbena.
Al rato vuelve con tres copas floridas y mi
tubo ofensivo, al cual, y me imagino que para ponerme en evidencia, le ha
colocado una sombrilla, dos pajitas de colores y unos hielos especiales que
producen cierta efervescencia. Yo hago que me da igual y la cojo como si fuera
lo más normal.
Desde ese día cada vez que voy a pedir
aclaro lo del tema del pepino e intento simplificar, pues no entiendo lo de
tener que negociar. Es cierto que el gusto por los detalles y la experiencia conducen
directamente a la excelencia, pero la cosa ha llegado a un punto en el que pierdo
la paciencia. Encontremos el equilibrio, un buen vaso de cristal, hielo
profesional y algo de corteza. A mi todo lo demás, me da muchísima pereza.
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