“El señor les invita a una copa” –nos anuncia el camarero
de un añejo bar de la Gran Vía. Poco acostumbradas a estos homenajes, pensamos
que se trata de una intervención divina. “¿Perdone?” –contestamos extrañadas.
“Aquel caballero, el de la mesa del fondo, les pide que acepten su invitación”
–nos aclara señalando dos copas de vino que sostiene en la bandeja. Mi amiga y
yo nos vemos sorprendidas ante la inusual proposición y con una sonrisa cordial
aceptamos. El que agasaja es un varón con buena facha sentado al final de la
barra que debe de rondar los setenta. Al poco se levanta para marcharse y al
pasar junto a nosotras se despide: “Las he visto tan bonitas que no he podido
controlar mi osadía. Espero verlas otro día”.
Una semana después nos encontramos en las mismas cuando el
señor generoso se acerca de nuevo y tras un “buenas noches, ¿me permiten?”, se
sienta a nuestra mesa y lo que primero parece una intromisión, acaba siendo un
ligoteo contenido y divertido salpicado con anécdotas entretenidas sobre unas
milicias en Mallorca, safaris en la sabana, riads en Marrakech, el tenis y los
golpes de efecto, el Martini perfecto y toda una serie de vivencias contadas
con tanta gracia y pasión por este viudo pintón, que durante un par horas
consigue que nos olvidemos de la situación. Al descubrir que ambas estamos
comprometidas, inicia una elegante retirada dejándonos con la sensación de haber
presenciado algo inusual, un cortejo profesional de manos de un experto
caballero. Obviando el tema generacional, me pregunto si pensaba rematar, lo cual
me resulta inspirador y me refuerza en la idea de que todo es posible, y más
cuando se trata del amor. A los jóvenes les diré que tomen nota de esto, pues
aunque al final el objetivo sea el mismo, siempre resulta entretenido ver a un
hombre hacerse el distraído mientras despliega su plumaje colorido y saca pecho,
aceptando el hecho de que en su vida quién gobierna es la entrepierna.
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