Hace unas tres semanas me
llega una invitación personalizada que me cita para el miércoles 30 de octubre
a la XIII edición de la gala de premios de este insigne diario que, un año más,
premia a destacados valencianos en una velada especial que en cada ocasión reúne
a la flor y nata de esta ciudad. ¿Qué me pongo?, es la primera idea que me pasa
por la cabeza. Enseguida decido que quiero proyectar la imagen de una mujer
segura y decidida pero a la vez grácil y femenina, profesional, avispada,
apasionada, cerebral a la par que emocional, con esa luz y empatía que
adquieres con el instinto maternal, divertida y elocuente sin dejar de ser
comedida. En resumen, una chica natural. Después de mucho elucubrar me decanto
por un vestido corto y negro que customizo con cinturón y una chaqueta de
terciopelo del mismo color. A la llegada al Palau de les Arts, que esa noche
brilla imponente, observo los distintos grupos de señores y señoras elegantes y
tomo el camino enmoquetado con determinación confirmando la sospecha que
abrigaba de que yo, columnista consumada, narradora de lo vital, de lo venial,
lo prohibido, no solo no soy conocida sino que paso completamente
desapercibida. Al llegar a la zona de acceso entrego mi invitación a la azafata
y le informo discreta de la situación. “Soy Elena, la de Juego de Damas y los
domingos, salgo con foto” –le explico. Ella sonríe adiestrada y me señala la
zona de ascensores donde me elevo hasta el auditorio. Allí entregan los premios
en una ceremonia emocionante y medida tras la cual tiene lugar una divertida
actuación que da paso al tradicional y extenso cóctel-cena regado con cerveza,
vinos y cava. Desde el inicio, tras hacerme con un platito de jamón y un vaso de tinto, charlar con unos
amigos y saludar a algunos conocidos, en mi mente solo tengo un objetivo:
saludar al director. Con esa misión hago la primera tourné casual en plan
“hola, ¿qué tal?” donde me encuentro a más conocidos y a una amiga, ya
chispada, que se acerca a mi oído. “¿Te has puesto peras?” – se interesa
sincera. “No” –le digo. “Te veo un montón” –insiste observando mi escote. “Es
el cinturón, aquí aprieta y aguanta, aquí levanta. ¿has visto al director?” –le
digo sin mirar. “Si, ha estado un rato por aquí, se acaba de marchar” –me
informa. Me despido y sigo mi camino. Junto al baño veo a un redactor que
conozco, me acerco y tras preguntarle cómo le va le hago la preguntita con
disimulo intentando que no piense que voy perdiendo el culo. “¿Y el director no
está?” –le digo. “Claro, lo acabo de ver, he estado un ratito charlando con él”
–responde. La media hora siguiente me dedico a buscar, como un ratón detrás del
gato huido, en un proceso invertido. Me siento como Sísifo subiendo la montaña
cargada con la piedra, me imagino en la cima, agotada y sedienta y visualizo
esa caída inminente por la otra pendiente, una y otra vez. Me pongo en la piel
del vagabundo Vladimir que espera con fe ciega a Godot que nunca llega. La gran
sala atestada me recuerda de repente a un laberinto, ¿seré como el Minotauro,
una extraña bestia atrapada durante años en este lugar, temida por esos otros
que un día me sacrificarán?. La velada avanza y me doy cuenta de que no solo no
he visto al director, sino tampoco al jefe de cultura ni al de opinión. El vino
ha calmado mis ánimos cuando soy consciente de que desde que he llegado, y con
todas mis idas y venidas, no me han hecho ni una sola fotografía. Aterrada por
la falta de constancia de mi estancia me vienen a la cabeza las chicas Femen y
su reciente intervención. Valoro la opción de salir en cueros de la fiesta, no
en plan reivindicación, sino para atestiguar mi presencia con contundencia.
“Periodismo al desnudo” – imagino el titular. Mi espíritu conservador y mi idea
de lo feminista se hacen fuertes dentro de mi ofreciendo resistencia y, al
igual que Ulises emprendo la vuelta a casa tras un largo periplo, exhausta y
con toda la ropa puesta. Justo al salir escucho que alguien me llama y me giro
con la seguridad de que al final ha llegado mi oportunidad. “No puede salir con
la copa” –me informa un chico uniformado al que le pregunto encendiéndome un
pitillo: “¿Es que no sabes quién soy?”.
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