Nos cuenta una madre del
grupito de la piscina que su marido, el cual practica Aikido y es forofo de
todo el tema oriental, le ha descubierto el slow sex, la práctica erótica del
momento donde se le da importancia al tiempo, al contexto, las miradas y
caricias, la respiración… “es todo muy pausado, se busca disfrutar con total
intensidad, el clímax final es brutal…” –afirma. “Eso me recuerda a uno con el
que salí. Cada vez que llegaba a su casa lo encontraba con el delantal puesto y
la sartén al fuego en plan «Con las manos en la masa». Luego encendía unas
velas y se ponía cachondón. Lo hacía sin
dejar de susurrar y moviendo mucho la cadera. A mi me daba un poco de dentera…”
–aporta otra. “Yo tuve un novio que era una especie de animal. En vez de
miembro parecía que tuviese una broca. Durante los meses que estuve con él
disfruté como una loca” –añade una tercera. Surge el debate entre las
partidarias de la potencia sin tanto sentimiento, que aportan argumentos como
“a mi no me pone nada el rollo sensible”, “yo pasé de uno porque después de
hacerlo solía llorar” o “prefiero que me metan caña” y aquellas que se decantan
por un estilo más preciosista: “la parte de los preámbulos es fundamental”, “yo
a veces no necesito nada más” o “para mi una buena banda sonora es lo más”.
Entonces una expone un argumento realista. “¿De verdad piensas que se trata de
un tema de Aikido? ¿Qué edad tiene tu marido? La sombra de los cincuenta
proyecta en el hombre dudas sobre la continuidad de su virilidad. El macho, astuto,
busca alternativas y suple con palique la mengua de caballos. La realidad es
que a nosotras, llegado un momento, tampoco nos viene mal. Pero es lo que hay”
–sentencia. El resto asentimos reflexivas hasta que una de las defensoras del
sexo sin adornos hace una sugerencia: “Si se trata de un tema de potencia, siempre
nos queda la solución de farmacia, ¿no?”
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