Debo de ser de las pocas
personas a las que correr en la cinta le hace sentir gilipollas. Ese viaje a ninguna parte, esa
carrera imaginaria, forzada, se sitúa en el lado opuesto de lo que en la
Antigua Grecia fue propuesto por los sabios del momento, la exaltación de lo
físico, la extensión del cuerpo como una proyección de nuestro yo energético y
vital. En mi caso además se da el temor infantil e irracional a ser engullida
por esa base transportadora que convierte en castigo el ejercicio. La palabra
gimnasio, que deriva del término griego “gymnos”, vendría a significar ni más
ni menos que el lugar donde ir desnudo, de ahí que en origen el deporte se
practicara sin ropa, dejando a la vista del resto los atributos que no se
presentaban como reclamo, sino como señal y reflejo de su ser sagrado. El
gimnasio con los años desvió su destino original para convertirse en un lugar
de encuentro social donde hombres y mujeres acudían con el fin de ejercitarse y
de mostrarse, por ello ha estado durante mucho tiempo situado en la lista
caliente de puntos para el ligoteo al mismo nivel que el pub o el puesto de
trabajo. Los gimnasios de moda, aquellos con las instalaciones más cuidadas y
por cuyos vestuarios desfilan nombres relevantes de la ciudad, marcan la
diferencia con cuotas que van desde los 60 euros de algunos del centro a los 150
de los más exclusivos. Ahora, la crisis ha llevado el low cost hasta el mundo
del deporte de interior, y un par de establecimientos que forman parte de dos
cadenas, uno situado en Manuel Candela y otro en Cardenal Benlloch, han
declarado la guerra con precios que bajan de los 20 euros mensuales por ser
socio de estos lugares limpios y espaciosos, ambiente mezclado y algunos de los
aparatos más punteros del mercado. “Las clases son virtuales”, “no hay taquilla
en propiedad”, “pagas por la ducha”, “en la sala prácticamente no hay
monitores” –dijeron sus detractores tras la apertura. Ahora, unos meses después
la cosa se ha puesto más dura y son esos mismos los que allí levantan pesas,
trabajan en la elíptica o reciben clases de un profesor que les habla desde un
televisor. Mi curiosidad se despierta y al pasar por delante de uno de ellos
abro la puerta con la intención de inspeccionar el terreno. Una monitora de
aspecto eficiente me recibe con una sonrisa y me acompaña en un breve
recorrido, sin pausa pero sin prisa, por ese lugar ordenado y ambientado con
fotos de chicos y chicas que parecen modelos en plena acción. Por el camino me
encuentro con un par de conocidos que en ambos casos acompañan el saludo con
una breve justificación. “Me pilla al lado de casa” –me dice una, “desde el
trabajo llego andando, solo vengo de vez en cuando” –aclara el otro. Yo asiento
mostrando normalidad y me aguanto las ganas de decirles que no se preocupen,
que estamos todos igual, que si a la mayoría nos ha dado por correr en el río no
es sólo porque es sencillo y sano, sino por un tema de bolsillo. La gran parte
de modelitos que veo a mi alrededor son de Decathlon o la clásica malla con
camiseta que me recuerda de inmediato a mi adolescencia, cuando el deporte se
hacía con el pelo para atrás y coleta y la cara sudada. Por contraste me viene a
la cabeza mi antiguo gimnasio donde las damas se maqueaban en plan cañón y
salían a la sala con brillo en los labios, el pelo cardado y el IPod amarrado a
la cintura, en una estampa de locura que en más de una ocasión me imaginé
completada con tacones, cubatas y bola de discoteca. En nuestra realidad
embrutecida y precaria en valores como el optimismo y el romanticismo, cuando
las relaciones personales, especialmente las de hombre y mujer, se han
degradado en muchos casos hasta el “yo Tarzán” y “tú Jane”, puede ser que
estemos asistiendo a una vuelta a lo primitivo que ejerza de catalizador, liberando
así a lo deportivo de lo accesorio y lo postizo y devolviéndole su valor
original, que no es otro que el de canalizar la energía vital y por ende la
sexual. El mensaje es claro: conecte con su lado animal.
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