La noche de Valencia hace
aguas para aquellos que ya han quemado ciertos años. Comentamos en una cena que
en Londres, París o Madrid hay todo un circuito de locales o propuestas para
satisfacer a ese grupo que oscila entre los treinta y largos hasta más allá de
los cincuenta. Lugares en los que respirar modernidad, con ambiente mezclado
por sexo, actitud y edad, buena oferta de copas y música de calidad donde poder
bailar o intimar o tener una noche loca. Inspirada por la película “La Gran
Belleza”, de Paolo Sorrentino, me dejo llevar y visualizo las Atarazanas del
Grao, el claustro del San Pío V, la Lonja o los Jardines de Monforte tomados
por una noche, decorados para el momento, conquistados para el divertimento, el
esparcimiento, en una invasión glamurosa. Las mujeres, bellas, con sus cuerpos
esculpidos y luciendo tacones imposibles, magnificadas por la presencia de esos
lugares de ensueño a ritmo de música electrónica en su vertiente más
psicodélica. Los hombres observan a través del cristal, provocados por el
influjo delirante de esas veladas florecientes. Las noches cálidas de la ciudad
podrían entregarse a esa fantasía puntual de talante nocturno y venial que
tendría su fin al alba, borrando su estela con el día y dejando a los
asistentes a la espera de otra más.
Alguien de la mesa comenta
que un grupo de empresarios se está planteando montar un club privado en un
edificio escogido, un lugar pensado para el encuentro de unos pocos elegidos
que deseen pagar. Los interesados tendrán que ser aceptados por el núcleo duro
del lugar y seguir una serie de preceptos, asumir ciertos conceptos basados en
la privacidad, la exclusividad, lo prohibido. A mi la cosa me recuerda a “Eyes Wide
Shut”, de Kubrick, donde un grupo de enmascarados se reúne en un lugar al azar,
entregados a una orgía onírica y secreta, una fantasía sexual grupal con
prostitutas e invitados misteriosos. Salvando las distancias, y atendiendo a la
realidad, convenimos que en Valencia la cosa no funcionaría. La razón es la
densidad de población y el hecho de que con el tiempo siempre verías a las
mismas personas, como en el club social del bloque de apartamentos. «Echaríamos
en falta novedad, diversidad» –decidimos. Una nos habla, a través de la
experiencia de su hijo, de las discotecas que pegan en este momento, que suman
unas cinco situadas en distintos barrios de la ciudad. Por lo que cuenta la
tónica general es la extrema juventud de los asistentes, cuya media oscila entre
los quince o menos y los veinte, y las escaramuzas pseudosexuales que efectúa
ese colectivo instruido en las artes digitales. La cosa se basa en colgar fotos
atrevidas o pensamientos desvaídos en Instagram o Twitter, con el fin de
mostrarse, abrirse al prójimo sin tener que hablar. Por las imágenes que nos
enseña de la cuenta de su pequeño descubrimos que si bien ellos están muy
desarrollados para su edad, las niñas dejan a la tentadora Lolita al nivel de beata.
Maquilladas, enmelenadas, entaconadas, ajustadas y con una actitud muy Miley–Rihanna
resumida en el mantra: «siempre hago lo que me pasa por el tanga». «Debemos de
encontrar nuestro lugar» –opina otra. Alguien propone apuntarnos a bailes de
salón y el resto le ignoramos. «No lo entendéis. Es una opción postmoderna,
avanzada, osada. Está a punto de volver, si nos ponemos ahora cuando regrese la
moda estaremos en la cresta de la ola» –argumenta. Nos plantemos que en este
año que entra vamos a ser más activos y creativos al respecto. Alguien habla de
organizar cenas con desconocidos en lugares improvisados y se suceden las
propuestas como las experiencias rurales, acudir a la vendimia, domesticar un
gallo o escalar los picos más altos de España. Al despedirnos comentamos que,
aunque no hemos sacado ninguna conclusión, por lo menos hemos estimulado la
imaginación. Toda fantasía deja un poso, un caldo de cultivo concentrado que te
asalta el día menos pensado y te pinta de dorado el interior la cabeza. Y ahí
está, me imagino, la clave de esa gran belleza.
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