A Laura le
invitan a una boda. La que se casa es una antigua amiga del colegio a la que
con el tiempo sólo ve de uvas a peras. El novio es un tipo agradable y
atractivo con el que, y durante el año que ellos empezaron a salir, Laura tuvo
un rollito. Pese a que se trata de una cosa del pasado, a ella le invade el
arrepentimiento y piensa que no debe de ir, que es una traición que a su amiga,
en el caso de enterarse, le haría sufrir. Cuando está pensando una excusa la
amiga le llama tan ilusionada que ella no puede hacer nada. El día de la boda,
al llegar a la iglesia, mira al novio que está bueno que te cagas. La novia
entra del brazo del padre emocionada, dispuesta a dar el paso de su vida. Un
potente coro entona la marcha nupcial Lohengrin de Wagner. Laura se
siente sobrecogida y le viene a la memoria cuando era pequeña y recorría el
pasillo con una servilleta en la cabeza, emulando su futuro enlace. Recuerda
entonces la noche, unos diez años atrás, que se encontró con el ahora novio en
un pub. Tras compartir una juerga loca terminaron en un pisito viejo de su
abuela, precipitados sobre un sofá, haciéndose de todo con las manos y la boca.
Levanta la mirada hacia al altar y, sintiendo la necesidad de redención,
reconoce para sí misma que no fue sólo una vez, que han estado juntos en más de
una ocasión que, a decir verdad, durante la última década se han visto con
asiduidad. El novio da el sí quiero y Laura lo nota cortado, como forzado. Se
le pasa por la mente que ella nunca querría envejecer junto a un tío que le
pone tan caliente, que no quiere ser venerada y respetada, que prefiere ser
fornicada y acabar algunas noches satisfecha y sudada. Al finalizar suena el
“Aleluya Exultate Jubilate” de Mozart y sale cogida de la mano de su marido, un
tipo de aspecto distinguido con el que lleva siete años de casada y por el que se
siente muy querida y protegida.
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