Pese a la hegemonía del Smartphone
y la tiranía que el WhatsApp ejerce en nuestras vidas, todavía queda un reducto
para el suspense, una parcela de tradicionalidad que nos transporta al pasado:
esperar una llamada de alguien que te gusta, de ese trabajo al que te has
presentado o del amante que parece distanciado. Ese momento, que se puede extender
desde un minuto, hasta una tarde o varios días, genera en el interesado
expectación y desarrolla su imaginación hacia varias posibilidades que oscilan
entre el pesimismo, el optimismo o el puro realismo. Recuerdo que una amiga,
tras esperar como una posesa que el macizo que le pidió el número en una fiesta
muy divertida diera señales de vida, me invita a su casa a cenar. «Hoy es
jueves, me va a llamar. Querrá quedar mañana y ha esperado hasta el último
momento para aparentar normalidad» –afirma. Yo la escucho admirada por su
seguridad. Ella prepara caipiroskas en la mesa del salón poniendo toda su
atención. «¿Hace cuantos días lo conociste?» –pregunto. «Casi diez. Me tiene
totalmente absorbida, creo que va a ser el polvo de mi vida» –sentencia.
Entonces, y como una señal del destino, su teléfono empieza a sonar. Yo salto
del sofá y miro pantalla: «¡Es Adrián!» –le grito. Ella termina de servir el
vodka sin levantar la mirada, deja la botella y le pone el tapón. Se seca las
manos con un trapo de algodón. Abre un armario del que saca dos posavasos de
cristal. «¡Joder, que va a colgar!» –le insisto. Con paso de gacela se acerca y
me entrega una copa. Con la otra se acerca su cóctel a la boca y bebe
tranquila. Entonces gira su cabeza, alarga el brazo y coge el teléfono que de
tanto sonar parece que ha empezado a bramar.
«¿Qué tal?» –contesta con una sonrisa. Semanas después, y a tenor del
placentero resultado, puedo decir que la intención debe de ser inversamente
proporcional a la esperanza que tengamos en lo anhelado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario