La semana pasada voy al cine
a ver “Ocho apellidos vascos”. Tras constatar con agrado que hay dos salas
dispuestas para la película en la misma sesión y que ambas están llenas, me
dejo llevar por el cachondeo en el que te sumerge esta comedia divertida, bien
armada y con algunas interpretaciones notables. Ya en la calle, mirando a la
gente que sale del cine sonriente, tomo como punto de partida la caricatura de
los protagonistas realizada por los guionistas que llevan al extremo de la
parodia la idiosincrasia vasca y la andaluza, y ejecuto una flexión imaginaria
para mirarme el ombligo desde fuera, con una distancia que me permita
vislumbrar nuestra propia naturaleza. Así a bote pronto, y más allá de la
sempiterna fama de juerguistas obtenida por obra y gracia de la famosa ruta del
bacalao (deberíamos consensuar un pacto de silencio respecto a esto), me viene
a la cabeza un extracto del libro “Valencia siglo XIX vista por tres ilustres
viajeros” que narra las crónicas el barón de Davillier y de Gustavo Doré en su
periplo por nuestras tierras. En él definen a la ciudad como “edén de España” e
incluyen una copla , “En
Valencia la carne es yerba, la yerba es agua, el hombre mujer y la mujer nada”,
para luego añadir que la valenciana es la mujer más hermosa del país,
aunque “no es tan excitante como la andaluza”. De estas palabras puedo
extraer dos pensamientos. El primero es que en efecto la valenciana es bella y
explosiva, pero un tanto inaccesible. El segundo, y en referencia a esa copla
que habla de lo inconsistente y que suena dura, tiene que ver con el equilibrio
de roles y como el varón ha suavizado su temperamento, buscando la conexión con
esa mujer que puede parecer fría a los de fuera, como le ocurre al barón, pero
que esconde un fuego insospechado en lo privado. En esta línea citaré la
opinión de un amigo que afirma que el valenciano tiene pluma, no tanta como los
de Cádiz, pero si un punto rosa, un palomeo provocado por la playa y la
presencia del mediterráneo. Otro de nuestros rasgos es la presencia tangible,
contable y constante de sexo. Durante siglos ostentamos la distinción de poseer
uno de los mayores índices de burdeles de Europa. Los habitantes de la ciudad,
imbuidos por el influjo del clima y la luz dorada, tienen grabadas en sus
entrañas una marcha sensual, una melodía invisible como de dolçaina que les
hace vibrar al son del fuego, ante el mínimo pretexto, cuando se encuentran en
presencia del sexo opuesto. Este cuasi libertinaje viene avalado por la alabanza
de lo femenino representada por la fallera y cristalizada por el culto a la
Virgen. El valenciano además es impuntual por naturaleza . El “estoy llegando” es
un invento nuestro que utilizamos cuando nos encontramos todavía en casa a
punto de entrar en la ducha. La paella del domingo también es marca registrada.
Cocinada por el hombre, que domina la cocina en delantal mientras ella, la
mujer, prepara el aperitivo y recoge los cacharros utilizados. También cabe
destacar que somos competitivos, hasta el punto de que si a alguno le va bien,
el vecino copiará su fórmula. De ahí la presencia de calles temáticas dedicadas
a zapaterías, a cesterías o a vestidos de novia. ¿No es curioso que en la breve
Mosén Femades se sucedan cinco restaurantes iguales? Una de nuestras
contradicciones es la extraña relación que mantenemos con el turismo. Pese a
ser una de nuestras principales fuentes de riqueza a la mayoría nos da pereza. Los
vemos pasearse quemados por el sol y pasando calor sin darles facilidades. ¿O alguien
conoce a algún taxista que chapurree mínimamente el inglés? El valenciano,
alegre y ruidoso, es una rara avis de las relaciones sociales. Cuando conoce a
alguien de fuera parece que se entrega y hace planes por doquier . “Llámame”,
es su frase de guerra. Luego se impondrá la realidad y todo quedará en nada,
pues uno de los encantos de su presencia es precisamente su evanescencia. Ya en
casa reflexiono sobre el linaje y me doy cuenta de que la mayoría de las personas
que conozco no reúnen los 8 apellidos ché. Y así llego a la conclusión de que
ser valenciano es también un estado de grandeza, de alegría y, sobretodo, de
saber disfrutar de la vida.
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