El reloj-termómetro situado
en la confluencia de Eduardo Boscá con el río me tiene obsesionada. Cada vez
que paso junto a él miro con recelo la temperatura, intentando calibrar si se
ciñe a la realidad y, por lo tanto, a mi sensación corporal o si se trata, como
comentan algunas personas, de un espejismo. «Siempre está al sol- el resultado
no es imparcial- lo normal es que detecte algunos grados de más» – suelen ser
los argumentos que cuestionan su credibilidad. De un tiempo a esta parte vivo
pendiente de la temperatura. Primero empecé prestando especial atención al
informe meteorológico del telediario. Esa parte en la que todo el mundo cambia
de canal, o aprovecha para echarse una cabezada, a mi me tenia atrapada. Comencé
por el tiempo de mi ciudad, para pasar al de la comunidad. En seguida amplié al
espectro nacional. Entonces opté por mirar cada mañana la página de AEMET y la de eltiempo.es. Luego me descargué en el
Iphone “Tiempo”, la aplicación que te informa sobre el clima del lugar del
planeta que desees al momento. ¿Y esto por qué?, se preguntarán. El origen de
mi obsesión está en el tiempo caótico y cambiante de esta ciudad. Una montaña
rusa desquiciante que te hace salir de casa con abrigo y bufanda a primera
hora, quedarte con suéter a media mañana y lucir tirantes en la comida. La
voluble sensación térmica varia en función de la zona, pues si bien en avenidas
como la de Baleares o la del Cid el aire siberiano amenaza algunas veces con
cortarte la respiración, si paseas por estas fechas por el Carmen o la Plaza de
la Reina un día de calor, sentirás en tu cuerpo una presión sofocante. Sentarte
en una terraza de la Alameda sin sombrilla a partir del mes de marzo se
convierte en una experiencia de faquir. Si luego te marchas al centro notarás
en tu piel la corriente. El río, al estar ubicado por debajo del nivel del suelo,
dispone de un microclima propio y de una concentración de humedad elevada y
constante que consigue que sudes con chaqueta y te peles de frío en camiseta.
Pero hay un punto estratégico, el equivalente climatológico a Bagdad, Ciudad
Juárez o Kingston. Un reto que tendrían que afrontar los participantes del
concurso “Supervivientes”, los miembros de los grupos de fuerzas especiales y
los militares: cruzar el puente del Ángel Custodio todos los días de un año. Ese
trozo de hormigón armado y abovedado de 31,60 metros de anchura que une Eduardo
Boscá y Peris y Valero es la verdadera prueba de fuego. Si lo cruzas en verano
la posición del sol, la ausencia total de sombra y la proximidad del asfalto,
convertirán tu experiencia en un infierno. Si lo haces en invierno la ubicación
entre las dos grandes vías y las corrientes que suben procedentes del río harán
que te peles de frío. El otoño y la primavera no existen en ese lugar donde
pasas del congelador a la parrilla sin tocar el refrigerador. Los alumnos de
los dos colegios concertados cercanos que cada día de su vida escolar lo tienen
que cruzar por lo menos dos veces, están preparados para escalar, desde muy
tierna edad, el Kilimanjaro. Para aquellos amantes de las experiencias extremas
les diré que no hay nada igual. Con el tiempo me he dado cuenta de que quizás
este puente sea la razón por la cual las madres de la zona vivimos con tanta
atención los cambios de temperatura. «Lo has abrigado demasiado-dicen que hoy
va a hacer calor-para mañana han dado lluvias-yo le he quitado la camiseta
interior-el lunes lo pongo de corto-le he puesto dos sudaderas…» – son algunas
de las apreciaciones que se intercalan en nuestras conversaciones. Yo aviso. Llega
esa época en la que un día sale el sol seguido de dos jornadas de lluvia. Tú
sales con pantalón y chaqueta ligera y ya en la esquina te das cuenta que la
has cagado, pues el termómetro marca once grados. Al día siguiente te pones las
botas y el plumas y antes de las doce sabes que te has equivocado, pues todo el
mundo comenta que estáis a veintidós grados. Estos contrastes, característicos
de nuestra urbe, sean quizás la señal de que algo va mal. Se aproxima una dictadura
del clima.
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