Véase por “cool” aquella
persona, tendencia u objeto moderno, molón, que sobresale de entre la media
pero no de manera explosiva, sino discreta, constante, contenida. Algo o
alguien “fashion” sería ni más ni menos que está de moda, que se adapta a los
preceptos estéticos del momento aportando incluso un toque añadido. Estas dos
palabras salpican la conversación del grupo de jovencitas con las que suelo
coincidir en la piscina. Esto, que de entrada no reviste más importancia que la
mera brecha generacional, me pilla un día de resaca la mañana después de una
cena de verano que se alargó hasta la madrugada. Tumbada sobre el césped y con
la mirada clavada en mi libro, escrito en un perfecto castellano, siento que me
invade un pánico creciente al visualizar el futuro de esas adolescentes que en lugar
de descanso se toman un “break”, que en vez de diarios o bitácoras leen “blogs”,
que ejercitan sus cuerpos en el “gym”, vencen su sed con “smoothies” en lugar
de batidos de frutas, bailan al ritmo de lo que marca el disc jockey, aplacan
su hambre entre horas con un “snack”, se sacan unos euros de vez en cuando
trabajando de “babysitter”, especulan con que ese amigo que parece gay salga
algún día del “closet”, practican “running”, van al cajero automático a sacar
“cash”, visten de “sport”, tienen novios que llevan “bóxer” y no calzoncillo,
comen “organic food” en un “self service” o practican el “sexting”, o lo que es
lo mismo, el intercambio de fotografías subidas de tono. El colmo del absurdo,
la consumación de la invasión del “english” como idioma de uso “ordinario”
viene precedida por una almohadilla y toma el nombre de “hashtag”. La moda, que
viene del Twitter, consiste en colgar una fotografía en alguna red social y
acompañarla de palabras sueltas, por supuesto en inglés, cuyo significado sea
global, evanescente, sugerente pero a la vez conceptual. “Summer” (verano),
“enjoy” (disfrutar), “beach” (playa), “friends” (amigos), “sun”, (sol), “life”,
(vida), “love”, (amor) o “party” (fiesta), serían los vocablos más usados en
vacaciones, como si al acotar las sensaciones con estos términos generales y
simplistas consiguiéramos atrapar la esencia de la vida misma, como en un
titular de revista. El poder de la lengua es tal que puede llegar el momento en
el que nuestra existencia pierda profundidad y solo seamos capaz de
relacionarnos con el entorno a través de frases hechas, como en un folletín
spanglish donde los protagonistas bucean en tramas elementales haciendo escaso
uso de sus capacidades mentales. Así, en medio de esta tormenta de lava
lingüística que invade mi jornada estival, mi organismo echa mano de su
instinto de autoprotección y me trae a la cabeza la sabiduría del padre de un
amigo de Onteniente que, cada vez que tiene la ocasión, saca a colación los
refranes de su progenitor que irían desde
“bufar en caldo gelat” para designar a una persona que presume de una
situación económica que ya no tiene y un día tuvo, “tira mes un pel de figa que
una maroma de barco”, florida sentencia que resumiría en pocas palabras la
tendencia del varón a dejarse cegar por las mieles de la feminidad, “aço va com
cagallò per sequia”, que ilustraría de manera gráfica la idea de que algo va
perdido y sin control, “dones mes que fer que un porc sol”, para designar a
alguien que incordia o da mucha faena, o el más conocido “si no vols pols no
vages a l’era” como advertencia suprema de que si vas a tomar un riesgo debes
de asumir las consecuencias.
Insto a las nuevas
generaciones a utilizar la lengua de nuestra tierra, la cual goza de una gran
sonoridad, para colorear las emociones del día a día con esa literalidad que
solo da la observación, y la experiencia, y el saber calibrar las vivencias
desde el prisma objetivo de la realidad evitando esa lengua ajena, colectiva e
impersonal. Saquemos partido del componente escatológico y sexual que reviste
el valenciano, de su sentido venial pero a la vez, por brutal, indulgente.
Pues, y especialmente durante los meses de verano, “dels pecats del piu,
Nostre Senyor se'n riu”.
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