Este año ya he leído unas
cuantas columnas o artículos en los que sus autores, tras realizar una precisa
disertación sobre motivos económicos y sociales, llegan a la conclusión de que
estamos siendo testigos del ocaso del veraneo, reflexionando sobre este final,
como si se tratara de algo nuevo. Un colaborador de esta casa apuntaba además,
con buen tino, la falta de tacto de aquellos que al cruzarse con un conocido o
un vecino se interesan por su planes vacacionales, dando por hecho que el
interesado tiene algo programado. Con ese tipo de pregunta, y dada la falta de
liquidez generalizada, obligas al otro a inventar un rodeo, un “aún no lo hemos
pensado”, o “estaremos algunos días por aquí”, o “esperaremos al último
momento”. El preguntado tendrá la sensación entonces de perpetrar algo
inapropiado, de estar fuera de lugar.
Pensemos un momento en el
término “veranear”. Más allá de la extensión temporal, que asociamos a la niñez
y que si lo analizamos bien, no tiene más mérito que la propia deformación
mental que uno hace del tiempo y que le lleva a alargar, de manera exagerada,
aquello que se supone que le gustaba, la cosa se queda en unos pocos detalles
de peso. Uno de mis favoritos era la advertencia de los adultos, que ahora con
los años y la experiencia comprendo, cuando a finales de agosto empezaba a
llover. «No te puedes bañar, si cae un rayo te podría electrocutar», era el
mensaje brutal cuando caían las primeras gotas. Yo miraba la enorme extensión
de mar de la playa de Gandía y me imaginaba atravesada por la estocada
eléctrica mortal, como una heroína de acero, inundando el océano con esa
descarga natural plasmática, anticipando el sonoro y rotundo trueno que haría
explotar los tímpanos de todos los que estuvieran cien kilómetros a la redonda.
Esa imagen hacia que siempre, sin excepción, me intentara escapar, en compañía
de otros amigos de mi edad, para llevar a cabo esa acción suicida. Otro de los
hits era el famoso corte de digestión. Recuerdo a la madre de una amiga que
siempre me invitaba a su casa de El Perelló. Independientemente de que nos
hubiésemos comido unas papas con aceitunas, un helado o una paella, la señora
precavida nos hacía pasar dos horas a la sombra, pues el contacto con el agua
nos podía provocar un sock. Si, como muchas de las veces, nos lanzábamos a
protestar, ella no tenia ningún problema en volver a relatar el espeluznante
caso de un vecino de nuestra edad que unos años atrás se vio afectado por el
síncope. El pobre chico se quedó lívido para luego retorcerse un buen rato
sobre el suelo y finalmente perder el conocimiento. «No se murió por esta», nos
lanzaba haciendo un gesto con la mano y señalándonos con un dedo. Luego estaba
la insolación, o lo que alguien me relató como el quemarte la cabeza con un sol
abrasador, que en aquel momento yo imaginaba como una cabeza gigante, tipo logo
de Versace, con boca amenazadora y mirada violenta. La persona afectada, que
siempre era aquella que no llevaba gorra, sufría de mareos, convulsiones y unas
quemaduras brutales que dejarían su piel como pasada por el rallador. Además
estaba aquello de que si bebías algo helado de trago podías morir al instante,
al igual que Felipe el Hermoso, cuya leyenda cuenta que pereció tras un partido
de pelota al ingerir agua fría. Ante la estampa del monarca agonizando en la
cama uno prefería beberla a traguitos, del grifo a templada. La mayoría de niños ahora
crecen sin ser conscientes de esos peligros de muerte que antes acechaban las
vacaciones vistiéndolas con la magia del riesgo. El mayor terror de un niño se
da en este momento si se acaba la batería de su móvil o su consola y no puede
terminar la partida o enviar a sus amigos mensajes y fotografías. La esencia
del veraneo no tiene tanto que ver con el lugar o la extensión en el tiempo,
sino con el hecho de experimentar, de dejarse llevar, de disfrutar de las
pequeñas cosas que durante el resto del año nos pasan desapercibidas. Es la
suma de esos detalles lo que define una vida.
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