Tengo una amiga que está
pasando las vacaciones en una casa cercana a la nuestra y con la que suelo
coincidir en el desayuno. Esta mujer, agradable y de buen ver, es madre de un
hijo varón que este año, a la edad de veinte, tiene su primera novia. El chico,
que parece que está enamorado, la ha invitado a pasar unos días en la casa
familiar y mi amiga, para la que su niño todavía es un bebé, además de ser
agradable y de cuidarla, en secreto sueña con matarla. Me explica que el día
que llegaron informó a la parejita de que tenían que dormir separados. Pese a
eso cada noche escucha trajín de puertas y pasos en el pasillo. «Mi marido me
ha prohibido intervenir, dice que sea indulgente», se lamenta. Además me cuenta
que la chica se seca el pelo a diario y se pone maquillaje por la noche. «Le he
sugerido que ahora en verano deje la piel descansar. Siendo tan joven no
debería de tener nada que disimular», argumenta. Cabreada detalla que la
diabólica adolescente pasa de la verdura y de la fruta y es bastante mandona, llegando
la otra tarde a reñir a su hijo en su presencia. «Tuve que meterme en la cocina
y ponerme una copa de vino para mantener la paciencia», confiesa. La gota que
ha colmado el vaso ha caído esta semana cuando, al poner la lavadora, se ha
encontrado con dos tangas de hilo de tamaño diminuto. «Eran tan finos como el
hilo de pescar. Cuando los iba a tender no sabia donde poner la pinza. Al final
los tuve que colgar del pequeño triangulito de tela», se lamenta levantando una
ceja. A pesar de todo ella está siendo encantadora pues espera así que su hijo,
sensible, se de cuenta por si mismo de que la chica, y utilizando sus propias
palabras, “tiene alma de choni”. Hasta entonces convive con acidez de estómago
permanente y fantasea, paciente, con que esa cría de melena a mechas deje a su
hijo por un profesor o se desintegre abrasada por el calor de su secador.
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