Conozco a varias mujeres que la
imagen de un hombre conduciendo no solo les parece potente y masculina, sino
tremendamente excitante. Una de ellas tiene una teoría acerca de la forma en la
que uno agarra el volante y ve el paralelismo claro entre habilidad y
virilidad. Se lamenta además de la hegemonía del coche automático y agradece
cuando el conductor posee un coche de cambio manual y la agasaja con los
marciales movimientos de brazo, coordinados, que además, y conforme aumenta la
velocidad, acercan la mano a su muslo, en la zona que confluye en la rodilla,
con un roce que parece imperceptible pero que en el fondo representa un gesto
radical de intimidad. Otra de sus posturas favoritas es cuando el varón tiene
que realizar la marcha atrás y, en lugar de guiarse por el espejo retrovisor,
ejecuta una torsión completa de cintura, apoyando el codo en la parte superior
del asiento, tensando abdominales y abriendo el pecho, como un cincelado
lanzador de disco, controlando la operación con la mirada rasgada sobre el
hombro, resuelto y preciso. Además se fija en otros detalles como coger el
ticket de la autopista y meterlo en la ranura del pequeño parasol del techo,
tocar al claxon con estilo sacando la cabeza por la ventanilla y gesticulando
con la mano, en plan italiano, o parar a repostar y sujetar el surtidor con las
piernas algo abiertas, la cintura relajada y el brazo apoyado en la parte
superior, como si esa manguera fuera una extensión con la que eliminar residuos
de su propio cuerpo. A esta dama de talante sensible todavía se le encoge el
corazón cuando escucha el eslogan de la famosa campaña que sacó hace ya años
una firma de automóviles. En sus oídos el potente “¿te gusta conducir?” suena
casi como una promesa, una invitación que trae a su mente, traviesa, la imagen
de un viril conductor dominando ese vehículo de motor, tan caliente como ella.
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