Quedo el otro día con unos
amigos que tienen varios negocios relacionados con la moda. En un momento dado de
la conversación me relatan que la gente ya no invierte en ropa, que tiran de
fondo de armario que aderezan con algo de low cost y reciclan de las pasadas
temporadas. «La gente solo sigue gastando en comida y restaurantes», afirma uno
de ellos. Al mirar a nuestro alrededor, pese a que es martes, confirmamos que
las terrazas de la calle se encuentran a tope y pienso que somos nosotros
mismos los que hemos optado por proveernos de “pan y circo”, cultivando las
relaciones sociales, dando el protagonismo a nuestras necesidades
fundamentales. Me doy cuenta de que la falta de liquidez más que un problema,
una realidad o una sensación, se ha transformado en una frecuencia de onda
media que permanece en el ambiente, persistente, mezclada con el oxígeno, el
nitrógeno y el argón. Lo asemejo de manera mental a ese poso que dejó la guerra
en muchas de nuestras abuelas que las llevaba a apurar hasta la última cortada
de una barra de pan y a aprovechar todos y cada uno de los elementos flotantes
del puchero, empujadas por el intenso recuerdo de la carencia y la restricción
que suponía la cartilla de racionamiento. Nosotros, tras la bofetada que ha
supuesto la falta de liquidez generalizada, nos hemos visto forzados a adaptar
nuestra existencia al momento presente tratando, mientras lidiamos con ese
carácter explosivo que tenemos del “jo més”, de mantener el tipo sin que quede
herida de muerte nuestra posición. Una de las costumbres que se ha modificado
es el hecho de celebrar los cumpleaños de los niños en el río, especialmente si
la fecha coincide con uno de los meses de calor. En los últimos tiempos no son
pocos los padres que prescinden de gastarse una pasta en un parque de bolas o
en una fiesta temática de princesas o piratas y se lo montan sobre el césped del
Turia con dos caballetes y un tablón de madera, manteles de papel, bocadillos
de Nocilla y una piñata barata repleta de chucherías. Los niños, como siempre,
nos dan una lección al montarse una fiesta loca con espadas de cartón, tutús de
papel y pistolas de madera. Como señala un buen amigo observador los más
pequeños han vuelto a jugar en los parques, como alternativa a las caras
actividades extraescolares o a las clases particulares y a “pasarse a casa del
vecino”. Además se ha recuperado la costumbre de heredar la ropa y los juguetes
de un primo o del hijo de algún amigo un par de años mayor.
Más allá de la complicada
coyuntura que está atravesando el universo de lo económico-profesional, los
amigos que tengo viviendo fuera me hablan del “efecto Valencia” y lo definen
como una sensación, un embrujo que lleva a los nativos del lugar a desarrollar
una suerte de dependencia al estilo de vida slow que se genera en la ciudad del
que es difícil de escapar y que nos distingue con el Rh de nuestra tierra, una
señal que solo percibimos y apreciamos entre iguales.
Descubro el otro día, camino
de la estación del AVE y antes de coger el paso elevado llamado Scalextric
desde el lado de Peris y Valero, que la fuente de Miquel Navarro llamada
durante años por todos “Pantera Rosa” y que ese año cumple treinta años, ha
sido pintada de un suave tono rosado que hace que de repente todo encaje de una
manera natural. ¡Mira, se ha vuelto rosa!, exclaman los niños transmitiendo a
los adultos su ilusión por el hallazgo y una tranquilizadora sensación de que
las cosas al final son como son. Solo unos días después pasamos cerca del
Mestalla y mis hijos vuelven a experimentar una enorme emoción cuando descubren
que todo el exterior del estadio está pintado de blanco, naranja y negro.
«¡Mamá lo han dibujado!», advierte uno de ellos extasiado ante el cambio de
imagen. En ambos casos se trata de elementos que forman parte de la ciudad y
son del todo reconocibles sometidos a una renovación, un pequeño lavado de cara
basado en el cambio de color. Me planteo si es posible que nosotros poco a poco
también hayamos cambiado de tono, fusionándonos con el momento, adaptándonos a
una nueva realidad que se presenta distinta pero, si cabe, más auténtica.
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