Prometo que no soy una de
esas madres que acosan a la profesora tras las clases con preguntas tipo “¿se
ha terminado el almuerzo?” o “¿ha hecho la caca dura?”. Tampoco soy de las que
en los cumpleaños infantiles ejerce control visual desde la mesa supervisando
los movimiento del niño e interviniendo a cada rato con un “no se pega” o “tenéis
que compartir”. Dicho esto tengo que reconocer que hay un tema que me supera y
que tiene que ver con el plan de estudios en colegios públicos y concertados: el
inglés. En varios de los centros que conozco los alumnos de infantil tienen
cuatro tardes a la semana en valenciano y solo una de las clases en inglés. Quién
quiera algo más puede pagar un programa de actividades a mediodía que sale como
a cien euros al mes, o unas clases extraescolares, por las que los padres deben
de desembolsar unos setenta euros, más el rollo que supone para un niño de
cinco años alargar la jornada tras el ya de por sí extenso programa escolar. En
este tipo de actividades te prometen la presencia de un “nativo” y hablan de él
como algo exótico, un ser elegido que tú imaginas como un indio con taparrabos
que te recibe con una lanza en una mano y la otra alzada con un sonoro “jau”. Creo
que no soy la única que tras estudiar la asignatura de inglés desde tercero de
EGB hasta COU, selectivo incluido, no podía mantener una mínima conversación en
el idioma. Si hoy me puedo más o menos defender ha sido a golpe de academia,
más una temporadita en Londres de camarera, más ver las series subtituladas,
más la ayuda del desparpajo aderezada con alguna copa de vino. A los que
piensen que las cosas han cambiado ya les digo yo que no. Quién tenga algún
amigo venezolano, colombiano o argentino seguro que ya se ha sentido en alguna
ocasión sorprendido ante el nivel de inglés y la pronunciación que suelen
tener. “Eso es porque ven las películas y las series en inglés desde pequeños”,
dicen muchos. Sí, y aquí tenemos a los mejores dobladores del mundo. Luego
conoces a algún francés y descubres que también habla perfectamente en inglés y
él te cuenta que lo aprendió en el colegio, “se trata del sistema educativo
galo, es mucho más avanzado”, es la teoría extendida. Entonces descubres que
los indios, los rumanos, los turcos o los africanos se defienden mejor que
nosotros en la lengua de Shakespeare. “Ellos hablan idiomas menores, se trata
de un claro tema de supervivencia”, razonará alguno. Un día coincides con un
grupito de niños más mayores de algún colegio bilingüe, los escuchas hablar
entre ellos en inglés y detectas un punto de superioridad, como si ese
aprendizaje que han desarrollado de manera natural y a fuerza de talonario los
situara en un estrato por encima de la media. No sé de que trata el magisterio
en inglés ni me interesa. Lo que si sé es que un par de profesoras que conozco
formadas en ese plan bilingüista, cuando se lanzan a hablar lo hacen en un
claro y perfectamente entendible “jelou jau ar yu”, así, a pelo, haciendo que
el “relaxing cup of café con leche” cobre todo el sentido porque ¿cómo vamos a
ser capaces de hablar una lengua que nunca hemos aprendido? Tratar de dominar
un idioma de adulto es algo crítico, casi dramático. Primero está la prueba de
nivel, ese test que evalúa tu saber y que uno contesta un poco de oído, echando
mano de conocimientos sueltos de aquí y de allá. Luego están las clases de
conversación en las que el interesado suda tinta para tratar de explicar su
película favorita o sus planes de fin de semana. Más tarde llegará la realidad
y se tendrá que enfrentar a una conversación real que tratará de solventar con
“ok’s” y gestos de cabeza, porque si algo tenemos los españoles es un enorme e
insalvable pudor que nos hace refugiarnos en nuestro rotundo y literal
castellano. Propongo, y dada la predisposición de consellería, que desarrollemos
el “valencianglish”, un idioma híbrido que recoja lo mejor de cada lengua. En
la red ya existen propuestas concretas del tema con perlas como “no em toques
les balls que i know you” o “agafa una rebequeta que out fa cold”…
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