Escucho un programa
radiofónico en el que varias personas están teniendo una acalorada discusión
sobre algo que llaman “micromachismos” que, y una vez buscada la definición en
la red, me entero de que son “prácticas de dominación masculina sobre la mujer
en la vida cotidiana”. Una de las contertulias relata su experiencia en
bicicleta cuando un par de varones hicieron una referencia muy explícita sobre
el bote de sus tetas, lo que ella califica de agresión. Otra cuenta que fue a
nadar a la piscina y un chico se le acercó para entablar conversación. «Se
trata de una intromisión de mi espacio, de una violación de la intimidad que se
da en contra de mi voluntad», explica. Citan además el caso de una conocida web
de venta de productos para bebes que, al hacer un hombre un pedido, el mensaje
de confirmación le llegó igualmente en femenino, con un “Muchas gracias querida
Javier”. En este caso lo grave, según alguna oyente, es que se de por hecho que
de la logística de los hijos se encarga siempre la mujer. Uno de los hombres de
la mesa sale en defensa de su género, tilda muchas de las situaciones de
exageración y plantea que de haberse producido esta situación en los albores de
la civilización Adán y Eva nunca se hubiesen reproducido. Yo trato de
visualizar como debería de haber sido el acercamiento de ese primer macho
inexperto a la hora de abordar a la hembra sin ofender, sin dotar a la
situación de un componente sexual, ni erótico, ni sexista, midiendo cada una de
sus palabras, en plan «¿no está blanda la banana?, es decir, la fruta la
prefiero dura, quiero decir, me comería mejor unas peras, mierda, ¿me voy a
cazar o limpio la cueva?...», me imagino al pobre Adán en apuros. Insto a
relajar posiciones, en especial de cara a la pelota que le pasamos a las nuevas
generaciones pues, si hacemos balance en nuestra conciencia ¿no es acaso el
fundamentalismo feminista otra forma de violencia?
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