Acaba de terminar agosto, por
lo tanto hemos entrado en septiembre, por lo tanto, y por una lógica
aplastante, todavía hace calor. Bastante, por lo que marcan los termómetros.
Este año además, y como ya se ha comentado hasta la saciedad, se ha anticipado
el comienzo del curso escolar. Un adelanto que tiene que ver con la necesidad
de adaptarse a los horarios laborales de los progenitores que tenemos que hacer
cábalas para tratar de conciliar nuestra vida familiar con la profesional, pues
hoy ya pocos se pueden permitir el veraneo de tres meses de antaño. Como les
decía, estamos en septiembre y hace calor, una afirmación que no debería de
revestir más importancia que la que tiene ni acaparar más titulares de prensa
que los reservados en las páginas del tiempo, hasta que determinados estamentos
han decidido utilizar una eventualidad climatológica como arma arrojadiza. El
tema es que a causa de este calor se ha provocado un pequeño motín en las aulas
y los pasillos de determinados centros escolares apoyado por los profesores, los
alumnos, los padres y algunos de arriba. Todos ellos se muestran indignados y
reclaman unas medidas urgentes que pasan, me imagino, por la implantación de sistemas
de aire acondicionado en cada clase. Recuerdo cuando era pequeña, llegaba el
mes de junio y en mi colegio, como en la mayoría de los de la ciudad, hacia un
calor de cagarse, hasta el punto de que muchas tenían que soltar el boli a cada
rato a causa del sudor que humedecía las palmas de sus manos y que secaban con
el bajo de la falda. Ese día tocaba abrir la puerta y las ventanas para crear
algo de corriente, mojarse la cabeza en la fuente y tratar de capear la jornada
hasta la hora de la salida, cuando volvías a tu casa con la camiseta empapada. Tu
madre y las vecinas hablaban de ese poniente mortal que azotaba la ciudad o
bien comentaban los detalles del denso bochorno que cuajaba el aire con su
pesada humedad. Calefacción sí que había en forma de pequeños radiadores que
una monja tenia que purgar al inicio del invierno. Aún así me acuerdo de estar
en clase algún día con la chaqueta puesta encima de la ropa y frotar las manos
tratando de calentarlas con el aliento de la boca. Si a alguna le dolía la cabeza
o se encontraba mal era mandada a la enfermería donde una amable hermana le
tumbaba en la camilla y le hacia chupar medio terrón de azúcar impregnado en
agua del Carmen. Si te caías también acababas en la camilla rodeada por una
bruma de Reflex, en caso de contusión, o si había herida o raspón con tirita y
Mercromina. Nadie se cuestionaba la idoneidad del tipo de almuerzo o las
calorías que contenía cada ración del menú escolar, y la verdad es que por
aquel entonces no se hablaba de sobrepeso infantil, pues era casi una anécdota. Independientemente del uso de
la coyuntura para hacer una presión que en gran parte tiene que ver con desviar
la atención de problemas que sí son graves, lo que a nosotros nos debería de
preocupar es, ¿qué mensaje les estamos lanzando a los niños si exigimos que
suspendan las clases cuando golpea el calor? Y en el caso de la dirección de
los centros escolares que tiene la potestad para suspender las clases si no se
dan las condiciones adecuadas, ¿cuál es el rasero?, ¿son los treinta grados o
es cuando el quinto alumno expone su incomodidad?, ¿qué ocurre si en octubre se
produce una ola de calor o si la ciudad es azotaba por otros males como una
plaga de mosquitos o una serie de lluvias torrenciales? Siempre podemos
mostrarles algún video de esos niños que viven en condiciones infernales, que
deben de caminar cada día varios kilómetros para beber agua o recibir algo de
educación, y contarles que se trata de una película de ciencia ficción. A este
paso, y si los instruimos en la espiral de la reivindicación continua, corremos
el riesgo de que nunca lleguen a trabajar, pues quizás se nieguen a madrugar o
a realizar determinados esfuerzos justificando este o aquel malestar. Ese puede
ser el precio que paguemos por educar a unos niños de cristal.
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