El novio de una amiga coordinó
en el pasado las obras de un local de alterne. Un día nos contó algunos
detalles, a mi parecer sorprendentes, sobre el funcionamiento de este tipo de
garitos y por ende, del modus operandi del hombre. Lo primero que le llamó la
atención fue cuando en los planos vio una zona enjaulada con argollas en la
pared. Él pensó que estaba destinada a alguna actividad relacionada con el
vicio de corte sado. Al preguntar, movido por la curiosidad, el dueño le
informa de que se trata de un apeadero para perros. «No son pocos los que dicen
que salen a dar una vuelta con la mascota y se dejan caer por aquí. Les
permitimos la entrada pero tienen que mantenerlas atadas», explica. A los pocos
días descubre sorprendido que en las habitaciones, en lugar de somier, debajo
del colchón hay un bloque de hormigón. Pese a que da por hecho que se trata de
un tema estético decide investigar y recurre al encargado. Éste le explica que
en los casos en los que han colocado camas normales estas bailaban por la
habitación hasta quedarse sin patas. «Ten en cuenta que los clientes vienen en
máximo estado de fogosidad, eso se traduce en una energía desmedida», le aclara
con una sonrisa. Atrapado por ese universo que le es ajeno sigue indagando hasta
dar con otro dato a sus ojos revelador: la hora de máxima actividad se da entre
las seis y las ocho de la mañana. ¿Cómo es posible?, se interesa. «Muchos solo
pueden venir antes de ir a trabajar y les toca madrugar. Vienen con el maletín
en la mano, vestidos con el traje de chaqueta. Luego se tienen que volver a
duchar…», le cuenta. Él, que siempre ha sido un tipo fiel y trabajador, se
pregunta en voz alta como es posible que carezca de esa picaresca masculina. Su
novia lo mira amorosa y le coge de la mano. Yo pienso, no sin malicia, que más
que un tema de lealtad se trata en realidad de una cuestión de oportunidad.
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